Domingo, 30 de octubre de 2016 | Hoy
CÓRDOBA > EL ALA, AMOR Y TRAGEDIA
Una mole de hormigón armado más alta que el Obelisco de Buenos Aires se levanta a la vera de la RP 5, a poco de la entrada a la ciudad de Alta Gracia, en Córdoba. Se la conoce como El Ala y encierra en su interior hueco de 82 metros hacia el cielo, y por debajo de la tierra, leyendas, secretos y una historia de amor trágica.
Por Patricia Veltri
Como una tumba faraónica o un templo al amor, quién sabe, el excéntrico político y escritor millonario Raúl Barón Biza mandó a construir el monumento El Ala, hace 85 años, dentro de su estancia del paraje Los Cerrillos para enterrar los restos de su mujer, Myriam Stefford, muerta cuando se precipitó el avión que piloteaba pretendiendo la hazaña única de unir 14 provincias. También para contener en una cripta los restos del avión y –dicen– las joyas de la amada.
Entre todas las versiones no documentadas, están las que dicen que una placa acuñaba la frase “Un bel morir tutta la vita onora”; que el sepulcro cubierto por una lápida de mármol negro exhibía un atemorizante “Maldito sea el que profane esta tumba”; que a la entrada del monumento, en una vitrina donde estaban el casco de Myriam Stefford, su reloj de vuelo y el timón del avión, había una losa con la leyenda “Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que en su audacia quiso llegar hasta las águilas”.
El Ala fue saqueada por vándalos sucesivas veces. Permaneció cerrada y disputada su propiedad entre los herederos. Aún tantos años después sigue guardando secretos y alimentando fantasías, mientras un proyecto provincial aguarda la resolución judicial por la herencia, para convertirlo en un atractivo turístico.
BARÓN BIZA Una de sus diversiones consistía en dar fiestas a las que invitaba a sus amigos millonarios, con la consigna de que debían asistir disfrazados de pobres y los mezclaba con los otros convidados, los pobres genuinos.
La anécdota sucedía por los años ’30 en los ámbitos más recoletos de Buenos Aires y perfila a su protagonista, Raúl Barón Biza. Bon vivant, excéntrico, provocador, mujeriego, apasionado, escritor, político eran algunas de las caras de una figura polifacética que tocó el cielo con las manos y se marchitó como una flor.
Más de medio siglo después de su muerte, cuando se perforó la sien de un balazo el 17 de agosto de 1964, su nombre aún agita fantasmas, genera pleitos hereditarios y desempolva historias tan incomprobables como posibles. Aunque algunos lo dan por cordobés, en la biografía El escritor maldito Candelaria de la Sota sostiene que en el acta de nacimiento el padre, Wilfrid Barón, declaró domicilio en la calle Bolívar 1489 del barrio porteño de San Telmo y lo inscribió como Raúl Carlos, nacido el 4 de noviembre de 1899. Y que recién cuatro años después la familia se trasladó y estableció en la estancia Los Cerrillos.
Una vida novelesca y trágica, quizás con algunos condimentos de fantasías, compone una historia que aún inspira relatos biográficos, guiones para teatro y el reciente documental Agosto final, actualmente en cartelera, dirigido por Eduardo Sánchez, tal vez nieto (si la ciencia lo probara) del instructor de vuelo que murió junto a Myriam Stefford.
La fortuna familiar amasada con el comercio de cereales había permitido que Raúl fuera enviado a estudiar al exterior, como sus cuatro hermanos, a un colegio que dependía de la Universidad de Harvard. En su libro Por qué me hice revolucionario escribió: “Desde el año 1913 en que abandoné la Argentina hacia Estados Unidos, hasta 1931, en muy pocas ocasiones regresé a mi patria. Solo me guiaba en esos viajes el deseo de abrazar a mi madre”. Catalina Biza, una tucumana hija de españoles, perteneciente a una familia tradicional y católica de la alta burguesía, que había puesto su fortuna al servicio de la ayuda social.
Raúl Barón Biza alternó sus estudios con estancias despreocupadas en la París de la belle époque, se paseó por los puertos más diversos y a comienzos de los años ’20 observaba en la Unión Soviética la nueva situación surgida tras la revolución. Incursionó en la política, la literatura y los negocios. Apoyó al líder radical Hipólito Yrigoyen, y en 1924 publicó Risas, lágrimas y sedas. Introdujo en la Argentina el cultivo de olivo y además organizó la explotación de minas de wolframio y bismuto en el noroeste del país.
COMIENZA LA TRAGEDIA En el apogeo de su vida de privilegiado, la Europa de la posguerra fue el escenario donde conocería a la mujer con la cual comenzaría a tejer la parte trágica de su historia. “Boca pequeña de labios pintados, tibios, húmedos. Boca de carmín, tenía ese rictus embustero, delicioso y un poco canalla de todas las divinas bocas nacidas para mentir y besar”. Así describió Raúl Barón Biza a Myriam Stefford, su primera esposa, en su novela El derecho de matar. Ella era una actriz de reparto cuyo currículum empezaba y terminaba en tres películas. El principal talento era su belleza. Hija de italianos –padre empleado en una fábrica de chocolates, madre ama de casa– había nacido en Berna, Suiza, en 1905. Su verdadero nombre era Rosa Margarita Rossi Hoffmann. A los 15 años se había escapado para vagar por las calles de Viena y de Budapest. Bella, joven, seducida por Barón Biza, y desprejuiciada, partió con el millonario. La nieve de los centros de esquí suizos y la arena de la Costa Azul; Capri y Venecia se sucedieron desde el primer encuentro. Quién sabe si por asociación del apellido o por justificar alguna alcurnia, los periodistas comenzaron a llamarla baronesa y la ascendieron al rango de estrella de Hollywood, cuando la pareja llegó al puerto de Buenos Aires, a mediados de 1928, en la primera clase del Cap d’Ancona. “Solo los encantos de su belleza, la majestad de su porte, la delicadeza de sus líneas recordaban su condición de aristócrata”, decían las crónicas sociales.
El puerto de Buenos Aires, la estancia Los Cerrillos en Córdoba, la basílica de San Marcos de Venecia, se sucedieron vertiginosamente. El 28 de agosto de 1930 se casaron frente a invitados como la princesa Lucinge de Faucigny, la baronesa Neily de Rotschild, la condesa Albrizzi, la duquesa Di Sangro y el príncipe Alessandro Ruspoli. Todos acicalados con trajes típicos venecianos; un cortejo nupcial en góndolas acompañó a los esposos hasta el Hotel Cipriani. O eso hicieron creer. También se dice pero nada lo prueba.
Tres años después regresaron a la Argentina para intercalar estadías en la estancia en las cercanías de Alta Gracia y la casona de Recoleta, frente a Plaza Francia, en Buenos Aires. El diario La Prensa informaba que la dama estaba “retirada del mundo del espectáculo por expreso pedido de su marido” e ilustraba la nota con una foto en la que se la veía paseando por el Tiergarten de Berlín con un leopardo amaestrado, llamado Gaucho. Eran parte de su vida cotidiana las cabalgatas por los bosques de Palermo, las fiestas en su residencia y las galas en el Colón, donde deslumbraba con un anillo que llevaba engarzado un diamante de 45 quilates llamado Cruz del Sur.
La mujer descubrió la pasión por pilotear aviones. En apenas dos meses consiguió el brevet de piloto civil. Su instructor se llamaba Ludwing Fuchs, un alemán veterano de la Primera Guerra. Ella manifestó su deseo: “Quiero iniciar un vuelo de largo aliento y llegar con mi avión donde nunca llegó otra mujer” y el marido le regaló un monoplano biplaza de ala baja, al que bautizó Chingolo. En ese pequeño avión Myriam Stefford, de 26 años, comenzaría el raid con el que pretendía unir 14 provincias pero que terminó transportándola a la muerte el 26 de agosto de 1931, cuando se precipitó a tierra en Marayes, San Juan.
Sostienen algunos que esa tragedia fue el primer golpe anímico que sufrió Barón Biza. Otros de malas lenguas dicen que fue antes, cuando se habría enterado de que el instructor de vuelo era su amante y por eso habría mandado a sabotear el motor.
Lo cierto es que el viudo mandó a construir un monumento funerario faraónico en lo que era parte del campo de Los Cerrillos que quedó concluido cinco años después de la muerte de su mujer.
Deprimido, Raúl Barón Biza buscó refugio en Europa. Regresó a Buenos Aires en 1932 para enfrentarse a una Argentina convulsionada. Comenzó su militancia política y volvió a enamorarse, esta vez de una jovencita de 15 años llamada Clotilde Sabattini, hija de un amigo personal y gobernador de Córdoba. La raptó para fugarse al Uruguay. Volvieron a la Argentina, tuvieron hijos, vivieron en la estancia de Los Cerrillos donde ella ejerció como maestra en la escuela que Barón Biza hizo construir a pedido de Myriam Stefford para los hijos de los peones (y forma parte del proyecto turístico), pero tuvieron una relación pasional y tormentosa. Clotilde Sabattini fue la primera mujer en la historia argentina con rango de ministra e impulsora de la enseñanza laica y libre.
Barón Biza no soportaba el crecimiento de su mujer. Intentó tres veces suicidarse. Dilapidó su fortuna.
En uno de los tantos distanciamientos a lo largo de casi 30 años de matrimonio, le envió una carta con una propuesta definitiva que incluía la división de los bienes que quedaban. La citó con sus abogados al departamento de Buenos Aires el domingo 16 de agosto de 1964. La esperó con dos vasos servidos con supuesto whisky. Cuando Clotilde aceptaba el vaso que le convidaba el padre de sus tres hijos, el ácido que en realidad contenía terminó arrojado contra su rostro, desfigurándolo para siempre.
Los abogados partieron al hospital con la mujer. Él se acostó en su cama de estilo francés, se tapó con el acolchado, bebió un sorbo de whisky (verdadero) y gatilló el 38 largo sobre su sien. El escritor maldito apagó su vida como había sido: sin medias tintas.
Como si a los personajes no les alcanzara con su propia historia e irradiaran misterio a su entorno, el cineasta Eduardo Sánchez comenzó una búsqueda hace más de 10 años para tratar de descorrer velos familiares acerca de un abuelo de identidad negada por su madre y su abuela, que lo llevarían por escenarios que iba filmando y documentando como Venecia, Berna, Alta Gracia y Los Cerrillos. La búsqueda lo llevó a una punta de ovillo en Los Cerrillos y parece cerrarse allí, con falso acento alemán, según sacude al espectador el documental Agosto final.
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