CHUBUT EL MUSEO LELEQUE
Historias patagónicas
En medio de un desolado paisaje, dentro de la extensísima estancia de la Compañía de Tierras del Sud Argentino, propiedad de los hermanos Carlo y Luciano Benetton, se instaló el Museo Leleque, en cuyas salas se exhiben objetos y utensilios de pueblos originarios como los tehuelches y los mapuches, así como piezas y testimonios de la historia patagónica.
› Por Mariano Blejman
El museo está ahí: en el medio de la nada, como se dice siempre. Cerquita del escondite de Butch Cassidy, aquel mítico ladrón de bancos que recaló en la Patagonia a principios de siglo. Un paraje desolador, en un clima prepotente. Un escenario digno de cualquier almanaque del fin del mundo. Allí se fue a instalar el Museo Leleque, que pertenece a la familia Benetton y guarda una colección de la Patagonia recolectada por Pablo Korchenewski, inmigrante ruso que durante cuatro décadas guardó los resabios de antiguas culturas. Flechas y utensilios de tehuelches y mapuches, entre muchas otras cosas. Para fundar el museo se invirtieron unos 800 mil dólares y su mantenimiento requiere un presupuesto de 60 mil dólares anuales. El mismo Korchenewski le cedió las 8 mil piezas que había recolectado en su recorrida incesante por la Patagonia.
PUEBLOS ORIGINARIOS Y COLONOS. Después de pagar tres pesos de entrada, entro al museo, ubicado en el km 1440 de la Ruta 40, de Chubut. A 20 km de El Maitén, 90 km de Esquel y 80 km de Bariloche, dentro de la estancia de la Companía de Tierras del Sud Argentino, propiedad de los hermanos Carlo y Luciano Benetton. Al recorrer las salas, observo el modo de vida de los indios –o pueblos originarios, como dicen– que ingresaron a la Patagonia hace unos 13 mil años hasta que llegó la Conquista. Porque una vez que llegó la Conquista se acabó la historia originaria, así como las ancestrales áreas de concentración de poblaciones prehispánicas. Eso es lo que se muestra ahora. Por suerte queda una réplica de una vivienda “portante”: un toldo de pieles de guanaco a escala natural.
Paso a la otra sala en torno a las “relaciones interétnicas”. Se plantea el contacto entre indígenas y europeos, y se muestra los dos tipos de contacto: pacífico y agresivo. El pacífico se nota, claramente, en la misión jesuítica de Nahuel Huapi, el intercambio comercial (con salida de productos indígenas al mercado colonial y viceversa más manufactura), los expedicionarios, los viajeros, los colonos galeses y los primeros pobladores vascos. Abajo, dice chiquito: El contacto agresivo se materializó en los malones y la Guerra del Desierto.
Otras salas se introducen en la “problemática de la derrota de los indígenas” y el “asunto de la inmigración”. Se trata, como se puede, la forma de relación entre indios e inmigrantes, sus modos de vida –sus modos de muerte– a partir del ingreso de la Patagonia al espacio de territorio de jurisdicción nacional. Ahí es cuando llega la ley, las reglas, las religiones “mayores”, la educación formal, el alambrado, en fin: la modernidad toda. Más adelante, se arma una genealogía con fotos de familias patagónicas e inmigrantes y de los gringos patagónicos: hacendados armados para defenderse del cuatrerismo y de los robos, los bandoleros, los aventureros y buscadores de oro, los inmigrantes y la llegada de la política, el burdel, y de los pocos indios que todavía quedaban por ahí dando vueltas. En los alrededores donde se encuentra “El Boliche”, una reconstrucción –con elementos reales, obviamente– que recrea el ambiente de un negocio de ramos generales patagónico entre 1920 y 1930. La idea de los hermanos Benetton es que Leleque sea también una boca de expendio de artesanías indígenas.
Leleque supo ser un poblado con correo y comisaría, alrededor de la estación del ferrocarril de la Trochita que unía Ingeniero Jacobacci con Esquel. Allí se levantaba el casco de estancia que pasó de manos indias a manos inglesas, luego a terratenientes locales y finalmente en 1991 lo compró el Grupo Benetton. Es parte de las 750 mil hectáreas que el empresario italiano acumuló aquí para la producción de lana. Según me enteré un tiempo después, los indígenas que se acercaron hasta la puerta el día de la inauguración no parecían estar muy conformes con Carlo. Ante los periodistas invitados por los Benetton, un grupo de mapuches se subió a las tranqueras y proclamó: “El Estado le da garantías al hombre adinerado y se olvida de nosotros, los empobrecidos”. Representaban a 26familias de la comunidad Vuelta del Río, que estaban por ser desalojadas por antiguos juicios iniciados por dueños de estancias a quienes ellos llaman “usurpadores”. Los mapuches enarbolaron su bandera azul, blanca y amarilla con una flecha azul en el centro.
Benetton dijo que quería hacer un museo dinámico y vivo, y “no una simple colección polvorienta de piezas como hay muchas en el mundo”. Pues, lo más vivo que hay en cuanto pueblo aborigen es el pueblo mismo. Sin embargo, unos kilómetros más al sur, los Benetton denunciaron por usurpación a la familia mapuche Curiñanco. La acción fue iniciada por el administrador de la estancia Ronald McDonald, perteneciente al holding. Qué curioso, pienso, mientras veo en una de las salas que se menciona una historia desconocida que relaciona a los Benetton con McDonald desde hace años: que Ronald McDonald –el padre de la empresa de comida rápida más conocida del planeta– aprendió la receta de hamburguesas en la Patagonia, más exactamente en Ushuauaia. El asunto es que los Curiñanco están asustados, como otras seis familias a las que quieren sacar de las inmediaciones de la estación ferroviaria Leleque.
Paradojas de un museo: en un estante se exhibe un ejemplar del libro
La Patagonia rebelde de Osvaldo Bayer, autografiado por el autor. Tiempo después, le pregunto a Bayer, quien pasa caminando por el medio de la redacción de Página/12, sobre cómo hizo Carlo Benetton para conseguir la firma autografiada de su puño y letra. “No tengo idea”, me dice el autor, dueño de una memoria prodigiosa. “Pero lo voy a averiguar.”