SAN LUIS EL PARQUE NACIONAL SIERRA DE LAS QUIJADAS
Murallas de fuego
Crónica de una visita a uno de los parques nacionales más nuevos del país, creado en 1991 para resguardar tesoros paleontológicos. Huellas gigantes de dinosaurios y formaciones rojizas de los períodos jurásico y cretácico que brotaron de la tierra cuando se elevó la cordillera de los Andes. Y el espectacular Potrero de la Aguada, un valle de 4000 hectáreas rodeado por increíbles acantilados rojos.
› Por Julián Varsavsky
Segundos antes del alba, el primer rayo de sol enciende de rojo un cerro en la lejanía. Hemos entrado al Parque Nacional Sierra de las Quijadas por un camino de ripio que se interna en el desierto donde sólo algunos manchones verdes rompen la monotonía del paisaje. El aroma penetrante de un arbusto como la jarilla se cuela por la ventanilla de la camioneta y un viento levanta un pequeño remolino de polvo rojo. En este desolado paraje de 150.000 hectáreas, donde en cualquier momento pareciera que va a aparecer volando un grupo de pterodáctilos, se teje y desteje una infinita trama de castillos de arena esculpidos por el viento. Un frágil mundo de borrosas esculturas que pueden esfumarse a la mañana siguiente, aparecen y desaparecen en aparente inmovilidad desde hace millones de años. Allí donde descansa un lagarto somnoliento, alguna vez caminó un enorme dinosaurio dejando hasta hoy la huella de sus pisadas sobre la tierra, más imborrables que ellos mismos.
La extraña naturaleza del Parque Nacional Sierra de las Quijadas nos remonta al inicio de los tiempos, cuando los hombres aún no habían aparecido sobre la faz de la tierra. De pronto, una liebre que pasa como un rayo al costado del camino deshace el encantamiento y nos regresa de inmediato a la realidad de nuestro viaje.
Ciudad de los Inmortales Antes de avanzar hacia las complejidades del parque nos detenemos ante la sencillez de una obra humana; una serie de veintitrés hornillos para la cocción de piezas de cerámica que moldeaban los indios huarpes. El pequeño sitio arqueológico revela la existencia de un asentamiento de esa cultura que desapareció alrededor del siglo XVIII.
La camioneta continúa por un terreno ondulado hasta que aparecen unos pequeños cerros con grandes rocas sedimentarias de tonos rojizos que son un adelanto de lo que nos espera en unos minutos. Primero pasamos por el área de acampe, y luego de recorrer seis kilómetros dentro del parque abandonamos el vehículo para dirigirnos por un sendero rumbo a Los Miradores.
Tras una lomada aparece de repente –y antes de lo esperado– el punto culminante de este viaje: el valle del Potrero de la Aguada. Un mirador natural nos ubica frente a esta descomunal depresión del terreno rodeada por una muralla de rojos farallones verticales, casi tan majestuosa como aquella construida en Oriente. Detrás parecen erigirse los restos de un viejo imperio desmoronado, una extensa sucesión de torres arcillosas que le otorgan a la formación un inconfundible aire de fortaleza de adobe.
Abajo, en el centro de esa gran hoyada de 4000 hectáreas, se despliega un cambiante laberinto delimitado por unos acantilados de 250 metros de altura. Un intrincado dédalo de grietas, galerías sin salida y sinuosos cursos secos de agua expuesto al arbitrio de las lluvias y el viento desde hace 120 millones de años, en cuyo centro corre mansamente un arroyito. Aunque Jorge Luis Borges nunca estuvo en la Sierra de las Quijadas, quizá la mejor descripción de este lugar está en un texto suyo: “Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra”.
La huella del dinosaurio Uno de los lugares más asombrosos del parque es el borde de un acantilado donde el caminante se topa con una gran huella de dinosaurio. La experiencia es un poco impresionante, porque no se trata de una huella borrosa sino de un molde perfectamente definido en el terreno, con una profundidad de cinco centímetros.
<<< Como si se hubiese impreso ayer, se notan las tres pezuñas de la pata de un saurópodo de cola larga, una especie cuadrúpeda y herbívora que fue la de mayor tamaño en la zona. Esta clase de fenómeno es llamada ignita por los científicos, y consiste en una huella que permanece inmune al paso del tiempo y de la lluvia porque se halla petrificada. ¿Cómo ocurrió esto? Hace unos 120 millones de años –durante el período jurásico– los movimientos de las placas tectónicas del incandescente centro de la tierra produjeron una falla cuyo resultado fue un gran hundimiento del terreno. Esa depresión formó una cuenca rodeada de montañas que equivale a la zona que hoy ocupa el Parque Nacional Sierra de las Quijadas. Pero el actual desierto que vemos en nuestros días era en aquel tiempo un verdadero vergel lleno de ríos y lagos con una amplia vegetación que propiciaba el desarrollo de la vida animal. Allí vivió una variada fauna entre la que había varias especies de dinosaurios, anuros y pterosaurios.
Con el paso de los siglos, los sedimentos transportados por el viento, los ríos y la lluvia, fueron tapando esa cuenca y el lugar se convirtió en un verdadero cementerio prehistórico que saldría a la luz muchísimo tiempo más tarde. Muchos frentes montañosos fueron cayendo sobre la cuenca cubriendo una profundidad de 1500 metros. En 20 millones de años la cuenca se transformó en una llanura. Esto sucedió hace 100 millones de años, y el tiempo fue suficiente para que los animales sepultados se mineralizaran. Así se mantuvieron las cosas, en absoluta quietud, hasta que 75 millones de años después por fin se produjo algún suceso de importancia: se levantó la cordillera de los Andes. Esta gran cadena montañosa surgió porque la llamada placa de Nazca llegó por debajo del océano Pacífico y chocó con la masa continental americana produciendo una presión subterránea hacia arriba. Pero no sólo se levantó la cadena de montañas sino que todos los terrenos aledaños acompañaron el proceso, inclinándose en menor medida hasta varios centenares de kilómetros más allá de la cordillera. Esto fue lo que ocurrió en la zona de Las Quijadas –también en Talampaya y en Valle de la Luna–, cuando el terreno surgió de las entrañas de la tierra luego de haber estado sepultado por más de 75 millones de años. El colosal movimiento llevó a la superficie los sedimentos y también más de un millar de restos fósiles animales y vegetales. De modo que parte de los períodos jurásico y cretácico están con sus misterios al alcance de la mano de los paleontólogos, que no tienen más que agacharse y comenzar a investigar. Las especies más significativas encontradas aquí son los pterosaurios, unos temibles reptiles alados que hace 100 millones de años reinaban en las alturas de aquel mundo remoto.
Alguna vez –en el origen de la existencia– quizá hubo una única y primera célula que dio origen a la vida. Cuando emprendemos el regreso, bajo el sol oblicuo de un rojo atardecer, podemos imaginar que desde el fondo de la Sierra de las Quijadas nos llega el eco de ese estremecedor primer latido.
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