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Domingo, 2 de mayo de 2004

TIERRA DEL FUEGO EL EX PRESIDIO DE USHUAIA

En una celda oscura..

Un recorrido por las celdas y pabellones de la cárcel donde estuvieron recluidos personajes tan distintos como el anarquista Simón Radowitsky y el “Petiso Orejudo”. A esta Siberia argentina fueron confinados en condiciones de suma crueldad desde presos políticos hasta reincidentes condenados por robar cinco gallinas. Y también hubo un tiempo en que se envió allí a “chicos de la calle” que habían cometido delitos menores.

Por Julian Varsavsky

Visitar el interior de una cárcel abandonada suele despertar una singular curiosidad en quienes nunca han estado presos. De alguna manera uno juega a imaginarse cómo soportaría el confinamiento si tuviera que estar privado de la libertad en esas condiciones. Y es esto justamente lo que sucede al recorrer el interior de la antigua cárcel de Ushuaia –la “cárcel del fin del mundo”–, testimonio histórico de una modalidad carcelaria ideada para degradar la dignidad humana por sobre todas las cosas. Por eso, la visita guiada que se realiza cada hora por el penal resulta fundamental para comprender lo que fueron las penurias australes de la cárcel, cuya clausura definitiva la decretó el presidente Perón el viernes 21 de marzo de 1947.

Asi comenzo todo Fue el presidente Roca quien presentó en 1883 en el Senado un proyecto para crear una “Colonia Penal al sur de la República”. El objetivo era repoblar las inhóspitas tierras, después de haberlas despoblado de indígenas. Y como los voluntarios para ir al fin del mundo escaseaban, se decidió asignarles esa tarea a los presos. Alrededor de la cárcel fue surgiendo una ciudad. Ese mismo año se fundó la ciudad de Ushuaia y los primeros presos llegaron para poblarla junto con los guardiacárceles y sus familiares. La primera misión que se les asignó fue construir ese faro que, al decir de Julio Verne, era “la última luz que señalaba el Fin del Mundo”. Al proyecto de colonización penal se le sumaba también la idea de crear una escuela de artes y oficios para cuarenta chicos huérfanos provenientes de todo el país, que se encontraban bajo tutela judicial.

Vida de preso A medida que se recorren las celdas seriadas de la planta baja y el primer piso, la historia avanza y las fotos de la época ilustran el nacimiento de este sórdido penal. Su primer nombre fue Cárcel de Reincidentes, destinada a quienes recaían en el delito independientemente de la gravedad de los mismos. Allí convivieron, por ejemplo, el asesino serial de niños conocido como el Petiso Orejudo, y un ladronzuelo de Puerto Madryn que por haber robado gallinas en forma reiterada –lo hizo cinco veces– estuvo recluido alrededor de diez años. Un mentado Artículo 52 del Código Penal era el que los conducía a la cárcel por reincidencia. Ese fue el caso de Agustín Pedra, confinado a veinte años por hurto y encubrimiento. Además hubo un tiempo en que se enviaba allí a los “chicos de la calle” que habían cometido delitos menores.
Durante un tiempo los presos tuvieron su propio periódico llamado El Loro, una hoja manuscrita que a veces tenía una tirada de un solo ejemplar que circulaba de mano en mano. La censura era perfecta, así que su contenido fue meramente deportivo, con algo de poesía.
Hay un solo aspecto de la cárcel en el que las historias son coincidentemente positivas, y era el hecho de que el ambiente estaba bien calefaccionado con estufas a leña. Cabe recordar que carceleros y reclusos compartían el mismo ámbito.
Entre 1931 y 1932 se vivió en el penal una época de gran terror. Una o dos veces por semana salía de allí un carrito que recorría el pueblo hasta el cementerio cargando un ataúd. El ocupante era algún preso apaleado hasta morir, luego de cometer faltas tan graves como hablar en fila con un compañero o contestarle a un celador. A la vista de todos los reclusos había siempre un ataúd preparado para la siguiente víctima.

Las fugas Una parte de los presos salía del penal todos los días en un trencito que los llevaba al bosque para hachar madera. La locomotora original, que avanzaba por un riel de trocha angosta, se exhibe hoy al público en los jardines del presidio. Si bien ir al bosque implicaba una salida de trabajo, era muy preciada por la posibilidad de poder al menos respirar un poco de aire puro y ver el sol. Y también era la oportunidad para intentar una fuga, aunque el problema era que no había a dónde ir. Por lo general a los pocos días de la huida los presos se dejaban capturar, doblegados por el cansancio, el hambre y el frío. Uno de los casos más curiosos fue el de un ladrón de apellido Nievas, quien en el puerto del penal había trabado amistad con un marinero que le regaló su uniforme. El hecho es que Nievas salió de la cárcel por el lugar más obvio –la salida–, caminó por el pueblo con su uniforme de marinero y compró vino, mortadela y salame en un almacén. Luego se escondió en el campanario de la iglesia. Por las noches Nievas bajaba de su escondite y se tomaba el agua bendita de una botella que había a la entrada de la iglesia. Al cura le llamaba la atención la milagrosa desaparición del agua, pero el muy incrédulo la dejó vacía una noche para desorientar al ladrón. A Nievas no le quedó otra alternativa que alejarse en busca de una canilla, con tanta mala suerte que encontró una frente a la casa de un feroz sargento guardiacárcel que lo reconoció y lo devolvió al penal.
Pero la fuga más célebre fue sin duda la de Simón Radowitsky, confinado en la cárcel del Fin del Mundo por haber arrojado una bomba mortal al comisario Ramón Falcón, quien había sido el responsable de una masacre de obreros anarquistas. El 7 de noviembre de 1918 los diarios del país anunciaron que el joven anarquista se había fugado del penal. Lo hizo con la ayuda de compañeros políticos que planearon la huida por mar, contratando para ello a Pascualín Rispoldi, conocido como “el último pirata del Beagle”, por ser un contrabandista de alcohol. Radowitsky salió de la cárcel por la puerta principal, vistiendo un uniforme de guardiacárcel, y en la Bahía Golondrina se embarcó en la goleta “Sokolo”, donde lo esperaban el pirata y sus amigos anarquistas. Estuvo veintitrés días navegando por los canales del sur de Chile, hasta que la marina de ese país lo capturó a 12 kilómetros de Punta Arenas. Fue el único preso que logró escaparse del penal por cierto tiempo. Hubo otros que también lo hicieron, pero se cree que murieron en el mar.
Durante su paso por la cárcel Radowitsky gozó del respeto y la admiración de sus compañeros. Lideró una huelga de hambre hasta lograr suprimir la tortura en el penal, y también donaba el dinero que le mandaban sus compañeros para ayudar a los enfermos más graves de la cárcel. Después de estar recluido 19 años, el 13 de abril de 1930 salió en libertad, junto con otros 110 presos, indultado por Hipólito Yrigoyen.
Rigurosa vigilancia Lo más interesante de observar durante la visita es la estructura general del penal, que se puede recorrer de punta a punta como lo hacían los reclusos todos los días de su vida. La cárcel comenzó a construirse en 1902 y tiene cinco pabellones que confluyen en un hall central llamado rotonda, donde se concentraba a los presos antes de distribuirlos por los talleres de trabajo. Esta estructura permitía una mirada panorámico de control. En el penal había 380 celdas individuales con un pequeño orificio vidriado a un metro del suelo que permitía vigilar desde afuera. El aire entraba por una abertura de 20 x 20 centímetros ubicada cerca de la altura del techo. O sea, era un encierro solitario y absoluto. Hoy, la estructura arquitectónica, las celdas y el mobiliario de la cárcel están rigurosamente intactos. En el lugar, sigue flotando un ambiente húmedo y lúgubre, y en cada celda está ahora la foto del preso que la ocupaba. También hay réplicas tamaño natural de reos y guardias, y murales muy bien documentados que les ponen palabra escrita a las historias encerradas entre sus paredes.
Una singularidad de este presidio es que nunca se levantó a su alrededor un muro, ya que esa función la cumplía el mar. Sólo había una alambrada de dos metros de altura con cuatro hileras de alambre de púa en lo alto. De esa forma toda la población de Ushuaia podía ver a los reclusos dentro del penal. Y también ellos podían ver tras el alambrado el territorio perdido de la libertad.

CONFINADOS AL CONFIN

Cuando un grupo de presos era confinado a Ushuaia, viajaba durante un mes en la bodega de un barco con los tobillos unidos con grilletes e imposibilitados de salir a cubierta. El polvillo del carbón de las calderas se filtraba por todas partes y los presos llegaban totalmente tiznados y tosiendo un aliento negro de muerte. Hubo casos famosos como el de José Domínguez, quien tenía una condena por homicidio y había jurado que jamás se dejaría embarcar al fin del mundo. El 12 de febrero de 1926 lo sacaron de su celda en Buenos Aires y cuando subió la planchada del barco se tiró al río. Estaba engrillado y su cuerpo inerte reapareció recién 24 horas después.
Gran parte de los presos, y en especial los criminales más crueles, llegaba al penal con sus facultades mentales alteradas. Y una vez allí terminaba de enloquecer. Uno de ellos, extrañamente llamado Ladrón de Guevara, fue condenado por asesinar a su esposa e hijos. En cierta ocasión un periodista del diario Crítica lo fue a entrevistar y le preguntó por su familia, y Ladrón le respondió con extrañeza: “¿De qué habla este forastero?, ¿no sabés que todo aquello es cosa de otra vida, de una vida muerta?”.
Fuente: El Presidio de Ushuaia, de Carlos Pedro Vairo.

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En el patio del presidio, la locomotora del trencito que llevaba a los presos al bosque para hachar madera.
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