Dom 16.05.2004
turismo

LA RIOJA POR LA SIERRA DEL VELASCO

La “costa”del cerro

Un recorrido por los pueblitos silenciosos que bordean los faldeos de la Sierra del Velasco y por eso los llaman “de La Costa”. En Pinchas, el taller de Doña Frescura, la tejedora que viajó a Europa y escuchó a Pink Floyd; en Santa Vera Cruz, un castillo tan extraño como su dueño.

› Por Julián Varsavsky

Se los conoce como “pueblos de La Costa”, pero como todo el mundo sabe, en La Rioja no hay ninguna costa. La denominación obedece a que estos pueblos están al pie de los faldeos de la Sierra del Velasco, bordeándolos como una “costa”. La principal característica de estos pueblos es que, a pesar de ser muy pequeños y estar casi pegados uno al otro, cada cual tiene su correspondiente iglesia de varios siglos de antigüedad. El pueblo más numeroso no supera los ochocientos habitantes, y el más pequeño –que se llama Santa Cruz– apenas ronda el centenar de parroquianos, que caben perfectamente todos juntos en el interior de su iglesia.
Allí, donde hoy se levantan casas de adobe, piedra o ladrillo, en los siglos XVI y XVII tenían sus moradas los indígenas de la cultura Aguada. Con la llegada de los españoles, las tierras fueron tomadas en encomienda por el fundador de La Rioja, Juan Ramírez de Velasco. Pero entre 1630 y 1667 los indígenas se levantaron en el marco de la gran rebelión calchaquí que terminó derrotada y con los indios expulsados definitivamente del valle. Y como la zona ofrecía condiciones ideales para el cultivo fue repoblada de inmediato y así surgieron estos pueblitos que, a decir verdad, crecieron bastante poco a lo largo de los dos últimos siglos.

En el camino La excursión a los pueblos de La Costa comienza desde la ciudad de La Rioja por la sinuosa ruta provincial 75, en paralelo a las Sierras del Velasco. A cada costado de la ruta se extienden pequeñas llanuras cubiertas de arbustos amarillentos como la jarilla, y al fondo se levantan los cordones montañosos. Al subir sobre los faldeos, el camino recorre elevadas cornisas con centenares de cardones que crecen en la montaña rocosa. Abajo, al fondo de una quebrada, caracolea el hilo de agua de un arroyo y un grupo de jotes volando en círculos indica la existencia de un animal muerto.
El primer pueblo de este recorrido es Sanagasta –un nombre indígena–, famoso por la iglesia de la Virgen de la Morenita, la misma de la canción de Cafrune. Enseguida se llega a Las Peñas, 55 kilómetros al noroeste de la capital, con sus casas levantadas sobre enormes peñones de granito y su iglesia de San Rafael. En Aguas Blancas se visita la capilla de San Isidro Labrador ubicada a la vera del camino, aunque la verdadera razón de esta parada es observar un algarrobo de cerca de 300 años que crece a su lado.

Manos artesanas Una singularidad de los pueblos de la costa es que sus casas están bastante separadas una de la otra y tienen a su alrededor mucho espacio verde y distintas clases de plantaciones. Prácticamente todas las familias fabrican dulces de varios tipos para consumo propio (muy pocos lo venden). También es común la preparación artesanal de vino patero de carácter dulzón, que no puede faltar en cada mesa a la hora de la comida.
El pueblo de Pinchas –espino en quechua– es emblemático en este sentido. Las casas son en su mayoría quintas rodeadas de nogales, vides, olivares y varias clases de frutales. Estas quintas tienen una alta variedad de especies, pero sólo uno o dos árboles de cada una. El pueblo –como todos– es silencioso, tiene calles de tierra y casas de adobe, y habitan en él unos 350 habitantes.
La casa que todo viajero visita en Pinchas es la de Doña Frescura, una tejedora de tapices criollos con antepasados indígenas. La señora Ramona Teodosia Millán de Frescura atiende a los visitantes y los invita a sentarse a charlar en su jardín, a la sombra de unos parrales. Allí cuenta que Millán era el nombre del encomendero que había recibido estas tierras en particular. El padre de Frescura era hijo de españoles y la madre era de origen indígena. Desde hace treinta y cuatro años Doña Frescura se dedica a tejer tapices con un bastidor de madera, un técnica milenaria de origen indígena. Se especializa en paisajes norteños y motivos de arte rupestre indígena como la serpiente bicéfala de la cultura Aguada (un tapiz de un metro por un metro cuesta $230 y uno más pequeño $70). Si bien es oriunda de la zona, Doña Frescura ha vivido en varios puntos del país y fue una de las fundadoras de la Feria Artesanal de Mataderos. Con sano orgullo nos muestra su casa de adobe mientras comenta que una vez fue invitada a Francia a exponer sus trabajos, y además se dio el gusto de ver a Pink Floyd en Venecia en 1995.
La otra especialidad de Doña Frescura es el dulce de membrillo. Produce 4 mil kilos por año y también fabrica unos bocaditos dulces tan sabrosos que varias veces le han hecho pedidos para exportar, algo que no puede hacer ya que las técnicas artesanales no permiten la fabricación en serie.

Aminga El paseo continúa rumbo al pueblo de Aminga. El camino pasa junto a una pequeña plantación de zapallos protegida por un “rastrojo”, una cerca típica de la zona que se construye con ramas espinosas acumuladas una sobre otra para evitar que entren las vacas y las cabras. Aminga es un pueblo levantado entre viñedos con antiguas casonas y quintas de naranjos donde cada 31 de diciembre se celebra el Festival del Tinkunako. En las afueras está la granja La Cecilia, cuyo tambo pertenece a Cecilia Bolocco. Más adelante están las plantaciones de tunas que la familia Menem exporta a Italia, y luego los viñedos del ex presidente solicitado por la Justicia. Por si alguna duda cabe, el próximo poblado es Anillaco, el único realmente distinto a todos los demás de La Costa, donde hay un lugar que justifica la visita: el negocio Dulces Regionales Anillaco. Ubicado sobre la calle Castro Barros, ofrece un sinfín de dulces de membrillo, durazno, higos, tomate, zapallo y damasco, alfajores de miel de caña, nueces confitadas y uvas en almíbar. Lo singular de este negocio es su mesa de degustación donde el visitante prueba de manera gratuita todos los productos en venta. Se puede comenzar por las aceitunas, las cebollitas en aceite o el ají picante en escabeche (huchuquita). Para beber se puede probar una copita de vino patero dulce o un licor. Entre las rarezas hay higos verdes en almíbar y patay (una harina hecha con la vaina del algarrobo). Los precios son bastante accesibles: $3 el vino patero, $5 la caja de bombones de nuez y $4 el medio kilo de dulce de leche.

Dionisio y su castillo El último poblado del recorrido es Santa Vera Cruz. Está rodeado de nogales, álamos, pequeños arroyos, y por sobre todas las cosas, un profundo verdor que avanza por todos los recovecos. La razón principal para detenerse en Santa Vera Cruz es la visita al castillo sin dudas “encantado” de Dionisio Aizcorbe, un ermitaño octogenario que llegó a este paraje hace 25 años en busca de un poco de paz. Su cabellera blanca sobrepasa los hombros y una frondosa barba blanca se extiende hasta la altura del pecho.
Dionisio habita en un castillo construido con cemento y piedra por él mismo al pie de los cerros. Es de forma rectangular y tiene unos cinco metros de altura. Se entra por un extraño portón de hierro cuyo arco superior reza: “Homenaje a Vincent Van Gogh”. Encima tiene unas aspas de molino similares a las que pintó el artista. De inmediato se desemboca en un pequeño jardín con imágenes budistas, y al frente está la representación del Via Crucis. Luego hay un pasadizo de columnas rematado en el techo por una escultura de un barco vikingo, que conduce hasta la entrada del castillo. Las salas interiores son espacios reducidos cuyas puertas y ventanas tienen formas asimétricas.
Dionisio vive totalmente solo en los laberintos de su castillo, menos complejos que los de su mente. Frente a los visitantes –a los que suele recibir con el ceño fruncido– profetiza a los cuatro vientos que Cristo, Buda y Mahoma están reunidos en Marte planificando su regreso. Además le advierte al mundo que Bush está poseído por Lucifer. Dionisio no se caracteriza por ser una persona diplomática y su carácter es muy cambiante según cada visitante.

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