Domingo, 8 de agosto de 2004 | Hoy
SANTA CRUZ EXCURSIóN AL GLACIAR UPSALA
Crónica de un paseo en barco hasta el Upsala, el mayor glaciar de la provincia de Santa Cruz, visitando la bahía de Onelli, donde confluyen otros tres glaciares en medio de un profundo valle. Una navegación entre centenares de témpanos descomunales y fulgurosas murallas de hielo.
Para muchos es la mejor
excursión que se puede realizar en Santa Cruz. El explosivo Perito Moreno
deslumbra a todos, sí, pero al visitar el Upsala también nos enfrentamos
a otro gran glaciar –mucho más grande–, con el agregado de
la caótica y cambiante geometría de los témpanos, esas
colosales fortalezas flotantes que despiden una imagen fría y abstracta
como la que reflejan los espejos vacíos.
Avanzamos en un cómodo catamarán que se desliza por las aguas
diáfanas del lago Argentino, en busca del glaciar Upsala. Tras los ventanales
se despliega un gigantesco valle montañoso que prácticamente nos
encierra a los cuatro costados. Al pasar por la Boca del Diablo –la parte
más estrecha del lago– aparece el primer témpano mediano,
que al no tener competidores con que compararlo nos deslumbra con la magia primigenia
de todo descubrimiento. El gran trozo de hielo tiene una parte blanca, otra
celeste y una transparente, resultado de los engañosos artificios de
la luz, que se descompone en un abanico de rayos celestes al pasar por un “prisma”
de hielo.
En la lejanía aparece el encendido resplandor del glaciar, y un silencio
reverencial se apodera de los pasajeros. A un costado pasan el segundo, el tercero
y el enésimo témpano, que quintuplica el tamaño de nuestra
embarcación. El bloque de hielo es como un galeón celestial de
30 metros de altura, con traslúcidas paredes, que flota misteriosamente
a nuestro lado. Impresiona pensar que esa gran mole reproduce su tamaño
seis veces por debajo del agua, y que flote inmóvil, como anclada para
siempre en el mismo lugar. Pero lo más extraño es que la solidez
de estos acorazados de hielo se agrieta con facilidad, preludiando una separación.
En poco tiempo el témpano se irá subdividiendo numerosas veces,
para achicarse luego y alcanzar el tamaño de un cubito que cabe en un
vaso de agua. Y por último se disolverá en la gran masa de agua
para convertirse en molécula.
La esencia
Las formas, tamaños y colores de los témpanos son tan caprichosos
y cambiantes como las nubes. Los hay de varias puntas, con forma de pirámide
casi perfecta, y están los que parecen un submarino que se insinúa
apenas en la superficie del agua con su periscopio. Otros se asemejan a una
meseta que nace en las profundidades del lago, y está aquel con insinuaciones
helicoidales. Más atrás, un témpano sumergido asoma un
pequeño triángulo, como la aleta de un tiburón. Algunos
se acercan ocultos con el sigilo de un cocodrilo, y otros parecen pequeños
barquitos de juguete meciéndose a la deriva.
Un pequeño giro del timonel nos hace bordear un témpano colosal
con una pared perfectamente lisa. Y de inmediato se despliega ante nosotros
el frente radiante del glaciar Upsala, arrojándonos en la cara todo el
brillo de su inabarcable esplendor. La primera imagen del glaciar produce un
inquietante asombro; un flash de belleza absoluta que se desvanece al instante,
como todo momento de perfección. Al salir a la cubierta, el desafío
inicial es develar el misterio del color del hielo. Y esa curiosa necesidad
de ponerle nombre a todo nos obliga en un principio a ir descartando colores:
no es blanco, tampoco es el azul del cielo, ni el celeste o el turquesa. Pero
hay algo de todos ellos en esas extrañas estructuras semitransparentes.
Si a esto se le suma que los colores van cambiando con el movimiento del sol,
y que cada sector de pared varía de tono según su altura y la
densidad del agua congelada, llegamos a la conclusión de que, en referencia
al color, todo segmento de espacio es de transición en el glaciar. Las
pequeñas variaciones en el gran contexto casi azul, casi blanco y casi
verde, conforman una verdadera composición minimalista de colores emparentados,
que se combinan infinitamente creando un universo de matices construido con
muy pocos elementos. Estamos, sin dudas, ante un nuevo color; un color cambiante
y en perpetuo movimiento; un color inconformista al que sólo cabe denominarlo
“color glacial”.
La forma
A simple vista el glaciar Upsala semeja la confluencia de varios aludes de nieve
que bajan por las montañas, acumulándose en la parte baja de un
valle. Un maremágnum de color blanco parece llegar desde atrás
de las montañas, deteniéndose justo antes de caer al lago, como
si una pared invisible le hubiese cerrado el paso. El paisaje sugiere un movimiento
potencial de fuerzas descomunales que fueron petrificadas sobre un plano inclinado
en el momento culminante de su caída arrasadora.
Una escarpada pared demarca el frente del glaciar, y detrás de ella se
vislumbran millares de picos de hielo que simulan cúpulas de catedrales
amontonadas en forma caótica, una detrás de la otra. Incontables
catedrales transparentes parecen sepultadas bajo el hielo, dejando vislumbrar
apenas las formas puntiagudas de sus ruinosas cúpulas.
El tamaño
El glaciar está rodeado de picos y montañas que miden un promedio
de 2000 metros de altura. La noción de las proporciones -totalmente inhumanas–
se pierde de inmediato en medio de la vastedad. Nadie en el barco se imagina
que esa muralla glacial que observamos con extrañeza mide 4 kilómetros
de ancho y además flota. Tampoco suena lógico que su altura supere
los 60 metros, y mucho menos que esa pared pueda extenderse unos 500 metros
por debajo del agua. Pero lo más asombroso es saber que el área
total ocupada por esa acumulación de hielo resulta ser tres veces más
grande que la Ciudad de Buenos Aires (60 kilómetros de largo por 10 de
ancho) y ha sido utilizada alguna vez como pista de aterrizaje.
El glaciar es a todas luces una majestuosa trama de universos concéntricos
que se extienden diáfanos ante la mirada. Nos enfrentamos a un mundo
de rectas transparencias con un brillo que encandila e impide ver más
allá de su superficie. Al asomarnos a su secreto, nos abruma la convicción
de que detrás de esas torres de hielo se esconden venturosas maravillas,
esferas de cristal y hasta el secreto de la perfecta belleza. Pero el hermético
microcosmos gélido permanece vedado y afuera de toda comprensión.
Intuirlo desde la lejanía es nuestro único consuelo.
Tres glaciares
El barco se interna por el brazo Upsala del lago Argentino hacia la bahía
Onelli. Allí desembarcamos para realizar una breve caminata en medio
de un bosque de lengas hasta uno de los paisajes más espectaculares de
toda la Patagonia. Allí, donde termina el sendero, se abre un pequeño
valle con una laguna colmada de pequeños témpanos que flotan muy
cercanos uno del otro. Desde la orilla da la sensación de que podríamos
cruzar el lago a los saltos entre témpano y témpano. Pero lo más
asombroso está justo detrás del lago –a unos 500 metros–,
donde confluyen tres glaciares que parecen caer desde lo alto de las montañas.
Son los glaciares Onelli, Bolado y Agassiz, que –y no es exagerado decirlo–
vienen a morir a nuestros pies.
Finalmente emprendemos el regreso, y en la primera fila de asientos del catamarán
una turista española lee justo la primera hoja del libro más famoso
de Gabriel García Márquez, que comienza así:
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento,
el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota
en que su padre lo llevó a conocer el hielo”
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