Dom 08.08.2004
turismo

LA RIOJA LA MINA EL ORO EN CHILECITO

El fantasma del oro

Una excursión en 4x4 hasta la mina El Oro –a 3000 metros de altura en la montaña–, con su pueblito al estilo del “lejano oeste” que fue abandonado por la empresa norteamericana que lo construyó en la primera mitad del siglo XX. Un curioso paseo dentro de las minas y la planta procesadora con sus motores diesel oxidados, los hornos de fundición y los restos de un hotel de madera.

Por J. V.

Casi en el centro mismo de la provincia de La Rioja, existe una mina de oro ubicada en lo alto de la montaña que a lo largo de los siglos fue explotada por los indios diaguitas, los incas, los jesuitas, el gobierno de Facundo Quiroga y por una empresa norteamericana hasta que Perón la estatizó. En el lugar, donde también hubo un pueblo de 600 habitantes, han quedado 2800 metros de túneles que perforan la montaña, junto con los restos de una sofisticada infraestructura que parece haber sido abandonada de un día para el otro. Y así quedó para siempre, con sus clavos tirados en el piso, los bulones acumulados arriba de una mesa en un túnel, y el hornillo de fundición de lingotes con su puertita cerrada para que todo viajero lo primero que haga al verla sea abrirla con la esperanza de descubrir un tesoro.

En busca de El Oro
El vehículo parte desde la ciudad de Chilecito al amanecer con rumbo al cordón de Famatina y sus cumbres nevadas. Pero antes de dejar atrás la ciudad, se visita el museo histórico del antiguo cablecarril de la mina La Mexicana, ubicado en la estación donde descendían desde la montaña las vagonetas cargadas de mineral.
El camino sube la cuesta de Guanchín y al costado se extiende un inmenso valle cubierto de coirones, unos arbustos dorados típicos de las zonas de altura. Entre la inmensidad del paisaje se distinguen algunas casas solitarias rodeadas de árboles de membrillo y plantaciones de nogal. A lo lejos se vislumbra la cumbre del pico Belgrano, que atrae con la magnética imponencia de sus 6100 metros cubiertos por un radiante manto de nieve.
Después de una hora de viaje, se cruza el río El Oro, llamado así por el color ocre brillante de sus aguas que arrastran un mineral llamado pirita (el oro del tonto), y se toma una cuesta ascendente hasta el puesto Las Placetas. Allí, el guía Oscar Lhez –quien conoce al dedillo la historia y los secretos de la mina El Oro porque su padre fue el último administrador– ha instalado una rústica cabaña para los almuerzos turísticos. Junto a la casa aún se conservan las ruinas del asentamiento minero construido con paredes de piedra que datan de la época jesuítica (siglo XVIII).
Al final de una quebrada aparece una especie de vallecito muy profundo y cerrado donde está la mina. Sobre un enorme peñasco permanecen las estructuras de acero y cemento que albergaban un pequeño pueblo y toda la maquinaria para procesar el oro, a 3000 metros de altura. El estado de las cosas es bastante ruinoso, a pesar de que hasta 1984 todo se mantuvo en pie gracias al extremo aislamiento, hasta que se corrió la voz de que podía haber lingotes escondidos y llegó gente a destrozar todo, una vez más, queriendo cumplir el esquivo sueño de El Dorado.

El pueblo y las maquinarias
Junto a un precipicio hay una plataforma de cemento sin paredes con una solitaria chimenea de piedra. Es lo que queda del hotel donde se hospedaban los empresarios norteamericanos. Su estructura de dos plantas era de madera pinotea, al estilo del lejano oeste norteamericano, pero como se creía que en sus paredes se escondían fabulosos tesoros, fue reducida a cenizas.
El fantasmal circuito continúa a través de la vía de trocha angosta abandonada, por donde se trasladaban las vagonetas con el mineral. Cruzando un puente colgante sobre un precipicio de 300 metros se llega a los socavones. A decir verdad, impresiona un poco pararse frente a la entrada de uno de esos oscuros túneles para ingresar al corazón de la montaña. Pero el guía asegura que no hay peligro, y como la curiosidad es más grande que el miedo todos deciden entrar. En el interior hay una mesa con tuercas gigantes desparramadas, herramientas rotas y viejas vagonetas oxidadas. Y en una de las paredes hay pequeños orificios hechos con un taladro, donde se ponía la dinamita. Al salir del socavón se observa un túnel más pequeño que albergaba el polvorín, y junto a un precipicio está la enorme estructura de acero con sus chapas caídas donde funcionaban la usina eléctrica y la planta de procesamiento de oro. Allí hay un gigantesco motor diesel y una polea de transmisión que trasladaba las vagonetas con el mineral. También están los restos del molino que trituraba el material y las piletas donde se hacía la fundición. A un costado del recinto permanece intacto el hornito que servía para preparar los lingotes, que a simple vista es igual que uno de pan casero.
Al recorrer lo poco que queda del pueblo el guía muestra dónde quedaban la cantina –junto a la cual vivía su propio padre– y la heladería, mientras aparecen desperdigadas algunas salamandras y un tanque australiano.
Al final de la visita se regresa al puesto de Las Placetas, donde esperan al viajero los humeantes costillares y la carne crepitante de un singular asado, que depara un suculento banquete entre las montañas.

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