LA RIOJA TALAMPAYA
El cañón colorado
Es uno de esos desbordes que tuvo la naturaleza en nuestro país: imponentes paredones de 150 metros de alto encajonando el río Talampaya en roca colorada. A 200 kilómetros de la capital provincial, el cañón es la frontera de la Ciudad Perdida de rocas talladas por una misteriosa y gigantesca mano.
Por Graciela Cutuli
La Argentina es rica en desbordes de la naturaleza y en paisajes de dimensiones sobrehumanas. Algunos de estos lugares ofrecen una fusión tan curiosa entre la riqueza geológica y la belleza del paisaje que desprenden una sugestión rara, casi única: entre ellos se encuentra el cañón del Talampaya, en la provincia de La Rioja, que hace menos de dos años fue declarado Patrimonio Natural de la Humanidad por la Unesco.
Las postales, ya clásicas, muestran a la gente diminuta al pie de los gigantescos barrancos de extraordinaria lisura, excavados por el agua a lo largo de millones de años. Estos paisajes se ven sin necesidad de penetrar demasiado en el Parque. Para quienes dispongan del tiempo suficiente como para adentrarse un poco más en la aventura, hay circuitos que llevan a lugares insólitos y bellísimos, desiertos de roca muy parecidos al famoso “desierto rojo” australiano en el que vive un mundo discreto de animales y plantas del presente y el pasado.
De piedras y cóndores Cualquiera sea la duración del circuito elegido dentro del Parque Nacional –entre uno y cinco días– hay que hacerlo partiendo del playón general donde se recibe a los turistas y se encuentran los guardaparques. Desde allí salen los distintos itinerarios, en camionetas acompañadas por guías que ayudan a interpretar las claves de un paisaje a veces reacio a revelar todos sus secretos a quien no tenga los ojos muy abiertos para descifrar huellas del pasado.
Hay que recordar que Talampaya es uno de los ejemplos más interesantes del período Triásico continental en América y que el estudio detallado de sus sucesivos estratos es muy importante para darse una idea de la conformación geológica de nuestro país.
Los primeros pasos se dan en la Puerta del Cañón y el cañón del río Talampaya, una zona privilegiada para la observación de cóndores y para interiorizarse, gracias a las indicaciones del jardín botánico El bosquecillo, sobre las variedades vegetales que se verán en el Parque: algarrobos, chañares, cardones, retamas y jarillas. Unos pocos kilómetros más adelante se puede observar con toda claridad la conformación del cañón: los visitantes caminan por el lecho del antiguo río, cuyas aguas dejaron totalmente lisas las paredes de roca circundantes, y no es difícil adivinar que las pocas veces que el agua de lluvia riega este desierto la zona se vuelve intransitable.
Con un poco de suerte, sobre todo si es la hora más adecuada del día, la mañana temprano o el atardecer, se podrán divisar algunos de los habitantes de Talampaya: guanacos, liebres, maras, hurones y ardillas serranas. El parque está lleno de sorpresas, en la forma de figuras de roca que fácilmente hacen pensar en un rey mago y su camello (este símbolo se puede apreciar en los escudos de los guardaparques), en una catedral, en un fraile y otras formas. No menos sorprendente es probar el eco en Las Canaletas, una suerte de larga hendidura en la roca que ayuda a devolver la propia voz, con extraordinaria nitidez, a varios segundos de distancia. No es difícil, entonces, intentar buscar al fenómeno la explicación sobrenatural que alguna vez le buscaron los indios que vivían en el lugar. Porque Talampaya, además de su hermosura natural, es un yacimiento arqueológico fundamental para los estudiosos de las culturas Ciénaga y Aguada, que dejaron como mudo testimonio urnas funerarias, pinturas rupestres y restos de primitivas casas.
El camino sigue hacia la zona conocida como Los Pizarrones, una suerte de extenso mural de 15 metros de largo, sobre la margen derecha del lecho del río, donde se ve representada la fauna del lugar a través de figuras concretas y símbolos. A 25 kilómetros de allí, un estrecho desfiladero lleva hasta la zona conocida como Los Cajones. Al día siguiente, siempre en vehículos doble tracción, se alcanzan las formaciones triásicas del río Los Chañares, donde las excursiones de varios días de duración fijan campamento en el sitio llamado El Salto. El tercer día, la caminata lleva hasta Ciudad Perdida, gran depresión de unos dos kilómetros de diámetro en cuyo centro aflora El Mogote Negro, una formación de basalto rodeada de laberintos y ríos internos al que se puede ascender para observar desde lo alto una imponente vista panorámica del cráter. Finalmente, el último día los trekkers levantan campamento para dirigirse hacia Chilecito por la Cuesta de Miranda. Los rollos fotográficos suelen llevarse decenas de imágenes de sitios desérticos y salvajes donde la erosión, las erupciones, los derrumbes y los plegamientos modelaron la tierra como si fuera un mero trozo de arcilla; los visitantes se llevan, además de estas fotos impresas en los ojos, el recuerdo del viento silbando entre las rocas y en la piel la huella del sol ardiente que al anochecer da paso a un frío capaz de partir las piedras.
Estudiando el paisaje El paisaje de Talampaya impresiona por las formaciones, pero también por los colores, casi blancos en algunas áreas e intensamente rojos en otras. Esta coloración rojiza que distingue a muchas de las formaciones se debe a la oxidación de los sedimentos depositados en la zona a lo largo de millones de años, sedimentos que contaban con escasa materia orgánica y que se deben en su mayoría a la acción de los ríos. Al parecer, estas red beds fueron formándose gracias a la alternancia de condiciones secas y húmedas, el depósito de areniscas y la oxidación: sobre estas tierras vivían grandes reptiles, lo que permite suponer además que el clima era lo bastante cálido como para que pudieran crecer y desarrollarse (lo confirma la existencia de troncos de la familia de las araucarias en la zona de Los Colorados).
Biólogos y geólogos de diversas universidades argentinas están estudiando el Parque Nacional Talampaya practicando una disciplina poco conocida, la icnología, que en lugar de buscar restos fósiles concretos -huesos, objetos petrificados– rastrea trazas, marcas y pisadas probablemente producidos por animales y plantas cuyos cuerpos no se han conservado, pero que dejaron esta otra huella de su existencia en el lugar. La aridez de Talampaya permite justamente que estas huellas frágiles, volátiles, se hayan conservado, y por eso desde este punto de vista la riqueza del Parque es excepcional.
Trabajando en torno de la zona de Ciudad Perdida, los investigadores descubrieron las marcas de numerosos organismos, que datan de un tiempo en que el clima era cálido y húmedo. Según reconstruyeron los científicos, había entonces un lago de unos 20 o 30 metros de profundidad, rodeado de un espeso bosque, en el que vivían peces y crustáceos con caparazón en forma de valvas. En el lago, que sufría tormentas con frecuencia, también había insectos –cuyas alas fueron halladas– y plantas acuáticas.
Toda esta reconstrucción pudo hacerse sobre la base de los restos hallados: entre las más comunes se encuentran unos surcos ondulados de pocos milímetros de diámetro, provocados por organismos en forma de gusano que se movían en el barro blando; también quedan pequeñas trazas de las aletas de unos peces que se supone medían menos de 50 centímetros, así como pequeñas huellas dejadas por insectos acuáticos que se movían por el fondo. Todavía no se han encontrado, pero se supone que puede haber en la zona pisadas de dinosaurios, como las hay en el Parque Nacional de Ischigualasto, en San Juan, que en realidad forma una sola cuenca geológica con Talampaya. De esta extensa cuenca, de unas 600.000 hectáreas de superficie, el Parque Nacional Talampaya tiene unas 215.000 hectáreas, y está destinado a convertirse en una de las imágenes de la Argentina enel mundo, como ya lo son el Glaciar Perito Moreno o las Cataratas, por la hermosura del ambiente y su importancia para la reconstrucción de una fase de la historia de la Tierra.