BOLIVIA: EL TITICACA Y EL PUEBLO DE COPACABANA
El lago que roza el cielo
Situado a más de 3800 metros de altura, el Titicaca es el lago navegable más alto del mundo y uno de los lugares legendarios de Sudamérica. Heredero de antiguas tradiciones y mitos, rodeado de montañas y jalonado de islas, es una invitación a descubrir la belleza y los misterios del altiplano boliviano.
› Por Graciela Cutuli
Un espejo de agua abierto en el altiplano, donde la altura corta el aliento, guarda el secreto del origen del imperio incaico, la fuente de una cultura que sigue proyectando su luz, después de años de oscuridad, sobre la civilización que se le impuso. El Lago Titicaca, en el pasado venerado por los incas y hoy considerado como uno de los lugares más puros del mundo, es el origen de este imperio. Las leyendas abundan: una de ellas asegura que el Sol y la Luna se refugiaron en sus aguas, en la oscuridad, durante los días del diluvio, y allí se encontraron los dioses que dieron origen al mundo. También contaban los pobladores del imperio incaico que un día el Inca Manco Capac y su hermana y consorte, Mama Ocllo, salieron de las aguas del lago con el mandato de su padre, el Sol, de fundar el imperio uniendo las culturas indígenas en nombre de la paz y la civilización. Ese imperio fue el Tahuantinsuyo, que tenía en esta región del Titicaca –hoy compartido entre Bolivia y Perú– un tesoro natural donde criar llamas y alpacas, cultivando quinoa, papa y café. En este “suyo” o región del imperio, además, las entrañas de las montañas eran ricas en oro y plata, los metales que los incas ofrendaron a los dioses... y los conquistadores a sus reyes.
El más alto del mundo
El Titicaca es digno de un capítulo en el libro de los records: situado a más de 3800 metros de altura, es el lago navegable más alto del mundo, se extiende sobre unos 8000 kilómetros cuadrados y tiene una profundidad máxima de 280 metros. Está situado a sólo unos 70 kilómetros al oeste de La Paz, desde donde se realizan excursiones por el lago, las islas y las regiones naturales de los alrededores. Un camino asfaltado une La Paz con Copacabana, junto al Titicaca, cuyas aguas de rara transparencia son alimentadas por los glaciares de la Cordillera de Apolobamba y Real. Las montañas que lo rodean parecen estar muy cerca, pero en realidad se encuentran a unos 30 kilómetros de distancia, casi invisibles por la pureza del aire, que parece acortar las distancias. Otros turistas prefieren visitarlo desde Puno, del lado peruano, o bien integrarlo en un circuito más extenso que parte de La Quiaca, en Jujuy, pasando por Villazón (Bolivia), el salar de Uyuni, Potosí, Sucre, Cochabamba, La Paz y Copacabana. Justamente, el Titicaca es lo que queda de un antiguo paleolago, que se extendía sobre buena parte del altiplano boliviano, y formó luego el lago Poopó y los salares de Uyuni y Coipasa.
Cualquiera sea el itinerario elegido, el Lago Titicaca depara los más hermosos paisajes que puedan imaginarse, con sus aguas armoniosas volcadas contra los picos gigantescos de los Andes bolivianos, cuyas nieves eternas parecen vigilar para siempre los destinos de las islas que los indígenas consagraron a sus dioses. Estas islas que quiebran la superficie del agua no son sino afloraciones de la misma cordillera que rodea el lago.
La región del Titicaca puede visitarse durante todo el año, gracias a un clima soleado pero moderado por la altura, que refresca las noches del altiplano haciendo descender notablemente la temperatura. El impacto turístico en la zona, muy visitada también por viajeros que llegan desde Perú después de haber recorrido Cusco y Machu Picchu, es cada vez más importante: se estima que a Copacabana, a orillas del lago, llegan unos diez turistas por cada habitante (le sigue el salar de Uyuni, con unos ocho turistas por habitante).
Copacabana y las islas
A orillas del lago Titicaca se levanta el poblado de Copacabana, un centro turístico y arqueológico célebre por su Santuario, que fue en los tiempos precolombinos un sitio de culto, observación astronómica y ceremonial. Si hoy se venera a la Virgen Morena, antiguamente era meta de peregrinaciones hacia la Isla del Sol y de la Luna. La actual iglesia católica fue levantada en la plaza central de la ciudad en el siglo XVI, y es una pequeña joya blanca de cúpulas brillantes cuyo altar reluce de oro y plata. Desde Copacabana salen numerosas excursiones embarcadas hacia las Islas del Sol y la Luna, o bien caminatas hacia los miradores que se encuentran en los alrededores, en particular los sitios arqueológicos precolombinos como la Horca del Inca (un antiguo observatorio), el Kusijata o Intikala. Cuentan algunas crónicas que esta ciudad, antiquísima, toma su nombre de la expresión “Coppa-kcaguaña”, o el “camino de las estrellas que lleva hacia dios”: es que desde allí se aprecia claramente esa brújula precolombina que es la Cruz del Sur.
Uno de los sitios más interesantes para visitar es la Isla del Sol, en el Lago Mayor, donde quedan muchos vestigios de las culturas Tiawanakota, Aymará y Quechua que poblaron este lugar desde tiempos inmemoriales, antes de los incas: las escalinatas del Yumani (todo un desafío para las piernas), el palacio de Pilkokaina, la Chincana, las Huellas del Sol y la Roca Sagrada. También se llega en lancha a la Isla de la Luna, también conocida con el nombre nativo de Koati, segundo lugar sagrado del pueblo indígena local, y donde se concentraba el culto femenino bajo la forma de las Doncellas del Sol.
El lago tiene otros sitios imperdibles, como la Isla de los Uros, donde todas las construcciones se levantan sobre pilotos de eucaliptos, y todo está hecho con los flexibles tallos de las totoras, la misma planta con que se realizan las típicas canoas que surcan las aguas del lago, y que son todo un símbolo del Titicaca. Aunque naturalmente también hay catamaranes, alíscafos y otras lanchas, las “totoritas” o “caballitos de totora” conservan una tradición única y son la postal más buscada de estas aguas. Bien lo saben los habitantes de Suriqui, tan hábiles en su construcción que fueron elegidos por el noruego Thor Heyerdahl para construir la embarcación de totora con la que pudo probar que estas canoas eran aptas para largas travesías oceánicas.
En la Isla de los Uros, los habitantes viven sobre todo de la confección de artesanías en totora, la caza y la pesca. Las tradiciones locales también están a flor de piel en la Isla de Taquile, donde se encuentran varias ruinas incaicas. Sin embargo, uno de sus principales encantos es que se puede pasar la noche en casa de los habitantes, que organizan ellos mismos los servicios turísticos y son conocidos por su hospitalidad. Igualmente interesante es la Isla de Amantan, la más poblada del lago, que también tiene gran valor arqueológico. Cualquiera sea la isla que se visite, donde hay gente hay movimiento, comercio, charla, regateo, y la calidez de los hombres y mujeres que hoy pueblan el altiplano es uno de los recuerdos más entrañables que se llevan los visitantes de estos lugares aptos para cóndores. Cuando hay un poco más de tiempo, o si interesa en especial el ecoturismo, los alrededores del lago son ideales para el trekking y el montañismo.
Mientras tanto, el espejo del Titicaca sigue custodiando celosamente sus secretos, bien protegido por la doble barrera de la altura y la profundidad: desde las invisibles sirenas que oculta en el fondo, ese fondo que alguna vez se pensó sin fin, hasta tesoros hundidos... sin olvidar una ciudad entera, una Atlántida andina donde se dice que aún relucen, sumergidos, el oro y la plata de los incas
CRONICA DE UN VIAJERO: Atardecer en el Titicaca
Las aguas brillantes
Por Rosario (“Charo”) Moreno
Los hombres que manejan los lanchones a través del estrecho que une Puerto Tiquina con Copacabana son personas rústicas, sencillas, pero con un conocimiento de su trabajo que es extraordinario. Calibran a ojo el peso de lo que transportarán y lo ubican en la embarcación de acuerdo con ello. Delante de nuestro vehículo había un camión. Nos hicieron subir primero y el camionero nos increpó, creyendo que nos estábamos colando. No era así. Lo que ocurrió es que la parte que nos tocó ocupar era algo frágil. Partimos. Las tablas del piso se movían amenazadoras, crujían. La serenidad de los que conducían era tal que me infundían confianza. Las olas azules batían los costados de la casi improvisada embarcación. Atracar en la orilla opuesta no fue sencillo, pues el oleaje era bravo, y perdimos el mejor muelle por el movimiento de las olas, que nos llevó a otro, algo desnivelado. Con largos palos o picas, los “marineros” ubicaron el lanchón lo mejor posible y finalmente ayudé a colocar maderos para que el auto pudiera descender sin inconvenientes. Así llegué, y muchas personas y vehículos más, al pueblo de Copacabana. Mi emoción y mi alegría de tan profundas, eran silenciosas.
Tenía hambre, y a pocos metros encontré una casa de comidas. Pedí papas fritas y truchas. Todo vino una hora más tarde, como es costumbre en Bolivia. El retraso tiene una loable razón: la cocinera comienza a trabajar cuando viene el pedido. Nunca tiene nada preparado de antemano. Quizá para mí no sea práctico, pero así la comida es más exquisita, caliente, sabrosa y auténtica. Se usa muy poco la heladera, el frescor de los interiores es suficiente para que los alimentos se conserven perfectamente.
Luego de almorzar opíparamente fui al pueblo de Copacabana, a 35 kilómetros del puerto, por un camino que bordea la península con acantilados y playas hermosas. Buscaba un albergue y encontré uno a pocas cuadras de la plaza central, un simpático hotelito llamado “Copacabana”. Las habitaciones eran pequeñas y prácticas, con lo mínimo indispensable. Tenían baño privado con una regia ducha. Este detalle me convenció para comenzar a desempacar algo del equipaje.
Fui a ver la puesta del sol sobre el lago Titicaca. El espectáculo era imponente, paradisíaco. El sol descendía rápidamente tiñendo de sangre el lago, el cielo era un estallido de anaranjados, rojos y amarillos. Desapareció tras unas nubes en el horizonte tan remoto para reaparecer tocando ya las aguas que parecían hervir. Cuando se hundió en ellas, todo se volvió color plata: el lago, las olas, la espuma, el cielo, las rocas. El frío se hizo intenso. Buscando reparo, ascendí conmovida y en silencio, hacia la plaza del pueblo. Eran las seis en punto de la tarde.
Al día siguiente me dediqué a disfrutar del pueblo y conocerlo. Escribí un par de horas hasta que el sol comenzó a descender. A dos cuadras de nosotros estaba el mágico lago. Y hacia él fui. Los quechuas dicen que Dios, el Inti, surgió de sus aguas brillantes y luego creó todas las cosas. El Titicaca brilla siempre de modo extraño. De día brilla al sol, de noche a la luz del firmamento preñado de estrellas. Siempre brilla, refulge. En quechua su nombre significa “aguas que brillan” o “aguas brillantes”
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