Domingo, 30 de enero de 2005 | Hoy
JUJUY > CARNAVAL DE HUMAHUACA
En Humahuaca se celebra uno de los carnavales más particulares del continente, donde la liturgia católica se combina con ritos indígenas ancestrales. El culto a la Pachamama y la liberación del diablo (pusllay) en nueve días de fiesta callejera con mucha chicha y gente disfrazada bailando al ritmo del erque, el charango, los sikus y los bombos.
Por Julián Varsavsky
En las últimas décadas, el célebre Carnaval del poblado de Humahuaca (y de toda la quebrada en general), se convirtió en el más popular y visitado del norte argentino. Los preparativos comienzan para año nuevo, cuando se organizan las comparsas. A mediados de enero se inicia el laborioso ritual de elaborar la chicha, la confección de los disfraces y el temple de la “caja”, ese instrumento percusivo de origen prehispánico que marca los latidos del Carnaval.
El preludio del Carnaval es el Festival de la Chicha (este año será el 3 de febrero), cuando todo el pueblo se reúna por la mañana en el Anfiteatro Municipal, donde un jurado elige la mejor chicha. Varias familias con antigua tradición chichera como los Quispe, Mamaní, Tolay y Silisque, presentan su producción en cántaros de 50 litros: la chicha de maní por un lado (maní tostado, azúcar, canela y clavo de olor), y la de maíz por el otro (maíz molido fermentado), de sabor más áspero. Luego la chicha se vende a un peso el litro y comienza la fiesta al ritmo de bombos, charangos, quenas y anatas, donde todos bailan el típico “saltadito” jujeño. A la noche llegan la cumbia en vivo, los cuartetos cordobeses, las sayas bolivianas y algunas zambas y chacareras.
Al día siguiente –el 4 de febrero– en el vecino pueblo de Uquía hay otro Festival de la Chicha y a las 21 horas en Humahuaca se realiza un encuentro nocturno de instrumentistas norteños frente al Monumento a la Independencia. El 5 de febrero por la mañana se celebra una misa callejera con la presencia de todas las comparsas, que luego se dirigen a su correspondiente apacheta (mojón de piedras junto al cual está enterrado el diablillo de nombre pusllay) para desenterrar el Carnaval. Allí se come un asado comunitario que precede al ritual de “corpachar” la tierra. De esta forma, los mismos que dos horas antes asistían a una misa católica, ahora colocan dentro de un hoyo en el suelo diversas ofrendas como alimentos, hojas de coca, cigarrillos y chicha, agradeciendo a la Pachamama el éxito en las cosechas.
Al “desentierro” que realiza la comparsa más popular –la Juventud Alegre- asisten hasta 3000 personas (el número de integrantes oficiales se acerca al millar). A las 19.30 se “desentierra” el pusllay, sepultado allí el año anterior, y suenan tres estruendos... simbólicamente le han abierto las puertas al diablo para que salga a divertirse y el Carnaval queda oficialmente inaugurado. De inmediato aparecen por todos lados los diablos y la comparsa desciende del cerro bailando en doble fila el carnavalito jujeño, al ritmo de una banda de saxo, trompeta, bombo y redoblante. Van con su emblema al frente, dando la “vuelta al mundo” (al pueblo) y entran a los patios de aquellas casas donde los han invitado a beber y bailar.
Cada comparsa tiene entre 200 y 300 diablos. Visten con llamativos colores y usan una máscara con grandes ojos y un agujero en la boca para tomar chicha. Además portan cascabeles y hablan con voz aguda para que nadie los reconozca, perdiendo así la vergüenza. La desinhibición aflora gracias al anonimato y al alcohol, dando origen a las ya clásicas declaraciones amorosas de Carnaval que, de otro modo, no pasarían el tamiz de la timidez innata de los collas. Mientras los diablos acechan a las mujeres ataviadas de gitanas con “diabólicas” intenciones, uno disfrazado de doctor se dedica a perseguirlos con una gran jeringa. También se ven mujeres collas vistiendo su indumentaria tradicional (sombrero ovejón, coloridos pompones, una manta para sostener a la “guagüita” sobre la espalda y ojotas de cuero crudo).
En lugar de agua, aquí se tira talco –nunca en los ojos–, a tal punto que todas las prendas quedan de color blanco. La mayoría de la gente porta sobre el sombrero o en las solapas alguna ramita de albahaca (se la considera afrodisíaca), cuya fragancia es el perfume del Carnaval. Las bandas de sikuris –una clase de aerófonos– andan a la deriva por las calles empedradas y llama la atención no ver gente borracha tirada en las veredas, a pesar de tanta bebida (las hojas de coca en la bocacontrarrestan los efectos del alcohol). En la noche se arman peñas folclóricas en bares tradicionales como el de Fortunato Ramos, y cada comparsa converge en su propio “fortín” donde hacen una fiesta con grupos en vivo hasta las 6 de la mañana (se cobra una entrada muy barata). El domingo 6, alrededor de las 11 de la mañana, se reanuda la celebración con la misma rutina.
La gente mayor celebra a la par de los demás, pero también realizan reuniones copleras un poco más intimistas en los patios de las casas, donde se juntan a bailar en ronda, con los brazos sobre los hombros del vecino a cada lado. La ronda, de unas 20 personas, gira lentamente al ritmo de la caja, y a su turno cada uno va cantando con el tono monocorde de la vidala, unas coplas que el resto repite a coro. Se entablan verdaderos diálogos copleros donde se lanzan propuestas amorosas prohibidas, arengas patrióticas, bienvenidas a los parientes... la mayoría de las veces con mucha rima y doble sentido (también las hay de inspirada poesía sobre los lugares de origen de cada coplero). Las rondas comienzan por la tarde y se extienden hasta la madrugada. El ritmo monótono e incesante, sumado a los efectos del alcohol y la marcha circular, sumerge a los participantes en un tranquilo trance, donde los movimientos parecen fruto de un estado de hipnosis.
El domingo, después de 9 días de bailar, tomar y comer a destajo, la fiesta concluye con el entierro del Carnaval. Cada comparsa se dirige a su mojón en la falda de los cerros, al compás del carnavalito, con el pusllay colgando de un palo. Cuando oscurece, cesa la música y los diablos comienzan a llorar a lágrima suelta porque se les está acabando el tiempo de vida (las lágrimas detrás de las máscaras delatan que la cosa no es teatro). El ritual del entierro es exclusivo de los diablos (la gente observa a unos 10 metros de distancia). En medio de la oscuridad se enciende una gran fogata junto a la “apacheta” y el pusllay es enterrado. En ciertos casos al diablito lo cargan de explosivos y estalla por los aires.
Un gran estruendo es la señal de que el fin del Carnaval ha llegado. Se tapa con tierra el hoyo a través del cual el pusllay regresó al centro de la tierra y los diablos se sacuden todo el talco y el papel picado, ya que no deben quedar restos del Carnaval. Allí mismo se quitan los trajes y lanzan al fuego los más viejos. Junto con el pusllay desaparece la ilusión de la felicidad absoluta. Algunas personas bajan del cerro llorando sin disimulo, abatidos por una infinita congoja... fueron 9 días felices donde nadie trabajó ni se privó de casi nada de lo que le gustaría disfrutar durante todo el año.
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