CALIFORNIA > DE SAN FRANCISCO A LOS ANGELES
La ruta 1 bordea el Pacífico entre la bahía de San Francisco y la gran telaraña de autopistas de Los Angeles. Los californianos la consideran como la ruta más linda de Estados Unidos. Pegada a los acantilados o pasando por puntos en los mapas que apenas reúnen un par de casas, llega hasta el Castillo Hearst (la residencia de Citizen Kane), la perfecta consagración del lujo hollywoodense.
› Por Graciela Cutuli
El tramo de los Estados Unidos que une la bahía de San Francisco con la ciudad de Los Angeles es considerado uno de los paseos más espectaculares del país a nivel paisajístico. Es la famosa ruta 1, que en su trayecto entre Big Sur y San Luis Obispo recorre todo el perímetro costero, que fue calificado por Jack London como “el encuentro más feliz de la tierra con el mar”. Sin duda se puede tenerles fe a las opiniones de London en cuanto a paisajes, y la ruta 1 de hecho sigue toda una sucesión de postales que compiten en belleza y armonía. La escasez de autos y la tranquilidad de los caseríos que apenas si se asoman al asfalto hacen de este viaje un recorrido hacia una California original.
La ruta 1 nace en realidad mucho más al norte, como un desprendimiento costero de la autopista 101, cerca de Mendocino, al norte de la bahía de San Francisco. Se transforma en una calle en la gran ciudad, para reaparecer bordeando la costa oeste de la península. Es la ruta de las playas, adonde van a descansar las familias de clase media los fines de semana en busca de un lugar para un picnic a orillas del Pacífico. Para los turistas, la ruta no ofrece ningún atractivo mayor hasta Monterrey y Salinas, dos ciudades marcadas por la obra de su hijo más famoso, el novelista John Steinbeck.
Tras Steinbeck y Miller En la somnolienta Salinas, además de su casa natal, se puede visitar la biblioteca que lleva su nombre y el Steinbeck Center, un moderno centro cultural dedicado al escritor. A mediados de año, sin embargo, la biblioteca cerrará sus puertas: Salinas se convirtió en la primera ciudad norteamericana en intentar reducir de este modo el déficit de sus arcas públicas. En la portuaria Monterrey, en cambio, se puede ir tras las páginas de Cannery Row, una de las novelas de Steinbeck, aunque la calle que lleva ese nombre cambió las industrias de enlatado de pescado por centros de compras para turistas y un famoso acuario. Al sur de Monterrey, El Carmel tiene una de las misiones jesuíticas mejor conservadas de California. También en esta localidad se puede empalmar con la ruta 1 para empezar el recorrido de su mejor tramo, hacia el sur, en dirección de la primera parada: la mítica Big Sur.
Saliendo del ordenado pueblo de muñecas de El Carmel, la ruta alterna las vistas deslumbrantes sobre el mar con tramos que entran en densos bosques. Las importantes lluvias, a lo largo de todo el año, hacen que sea común que la niebla envuelva enteramente la costa. Es prudente tomarse un par de días para recorrer el camino con tranquilidad y disfrutar del paisaje sujetándose a los caprichos del tiempo.
La primera parada es para los naturalistas. La reserva estatal Point Lobos protege colonias de lobos marinos y el ciprés de Monterrey, una especie de pino capaz de sobrevivir con aguas dulces y saladas. Antes de llegar a Big Sur, se pasa por el puente de Bixby Creek, que atraviesa con su único arco una abrupta garganta: la obra se ganó en el año de su construcción (1932) el título de puente más alto del mundo.
Hay que reconocer que la llegada a Big Sur es un poco decepcionante para quienes hayan pensado que lo de “big” (grande) era al pie de la letra. A pesar de la fama de su nombre, es apenas un grupo de casas dispersas en la espesa vegetación. Las casas con madera a la vista y los negocios con desprolijos carteles rinden un visible homenaje al período hippie de Big Sur. Algunos miembros de las comunidades del “flower power” se convirtieron en dueños de cabañas o de pequeños negocios en cuyos locales se siente que allí aún es posible cultivar marihuana sin excesivos problemas... Gracias a una biblioteca, cerca de Nepenthe, kilómetros más al sur, sigue vivo el recuerdo del paso de Henry Miller por la región. Para el escritor, este rincón de California era “la faz de la tierra como el Creador quiso que fuera”.
Una visita a Citizen Kane Desde Big Sur, la ruta sigue bajando y pasa una sucesión de reservas naturales, donde el máximo espectáculo es el de una cascada de 30 metros de altura que cae directamente desde los acantilados al mar. Se encuentra en el Julia Pfeiffer Burns State Park, no muy lejos de Nepenthe, cuyo hotel suele ser visitado por estrellas de Hollywood y miembros del jet-set que van a disfrutar del espectáculo de la puesta del sol en el océano, siempre y cuando no haya niebla.
Otro punto en el mapa –Gorda–, no es más que una estación de servicio y una confitería. Vale la pena detenerse para disfrutar del decorado de los locales, bajo el signo de las ballenas, que se pueden divisar desde este punto de la costa durante sus migraciones anuales. A pocos kilómetros, el Esalen Institute es un centro termal otrora frecuentado por los indios, y ahora uno de los puntos de reunión de los adeptos del new-age en California. La parte mística de la ruta 1 se termina por ahí, cuando la vegetación se hace más baja y los acantilados más despejados. La ruta sigue rumbo a San Simeon, hacia propósitos más terrestres: mezclas de lujo y poder gracias a fortunas colosales.
San Simeon es el último lugar de importancia sobre la ruta 1, antes de que se una con la Autopista 101 en las afueras de San Luis Obispo, en medio de un tránsito que ya indica que estamos bastante cerca de la gran aglomeración de Los Angeles. San Simeon también es poco más que un paraje, pero al mismo tiempo es la atracción principal de este circuito. En realidad es el segundo lugar más visitado de California después de Disneylandia. En estas montañas se levanta el castillo de todos los sueños, de todas las fantasías, de todos los extremos. Es una suerte de castillo de Baviera repasado por los delirios de arquitectos formados en Hollywood. La enorme mansión levanta sus torres gemelas sobre un laberinto de piezas y edificios en donde se mezclan todas las épocas y los estilos, y que guardan muchas valiosas obras de arte provenientes de iglesias y castillos de toda Europa. Es nada menos que la residencia de Citizen Kane, es decir, el magnate de la prensa William R. Hearst.
Hearst construyó y vivió en este castillo entre 1919 y 1947, algunos años antes de su muerte. Cada fin de semana decenas de invitados entre las estrellas de Hollywood y las personalidades de Estados Unidos llegaban en un tren especial animado por una banda de jazz para disfrutar de las proyecciones privadas de películas todavía inéditas (Hearst proyectó Lo que el viento se llevó en su sala privada seis meses antes del estreno), de las inmensas piletas decoradas como baños romanos o de las cenas presididas por Hearst en persona en una sala gótica. Los miles y miles de hectáreas de la estancia fueron parquizados y entre las piletas y las terrazas se podían avistar los numerosos animales salvajes que Hearst criaba: osos, leones, avestruces y hasta elefantes. Desde los años ‘50, el Castillo Hearst, como se lo conoce, es propiedad del estado de California, que lo transformó en un museo para que todos puedan visitarlo y tener la ilusión –aun habiendo pagado una entrada a un museo– de haber logrado lo que California no deja de prometer a todos: fortuna y buena vida.
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