TRAVESIAS > DE IQUITOS A MANAOS
Desde Perú a Brasil, siete días en el “pulmón del planeta” navegando el río más caudaloso del mundo. Iquitos, excursiones por la selva y contacto con comunidades indígenas, en una travesía por el universo casi apocalíptico del Amazonas.
Según los poemas homéricos, hubo una raza de guerreras que se mutilaban el seno derecho para usar con mayor facilidad el arco y la fecha. Fueron las míticas amazonas. Con el paso del tiempo, y con la llegada de los conquistadores españoles, el nombre cobró otra significación y se convirtió en el gigantesco río que fluye desde la Cordillera de los Andes hasta el océano Atlántico. Con un caudal de 110 mil metros cúbicos por segundo, el Amazonas atraviesa cinco países, arrastrando arcilla, arena, sedimentos de madera y lodo. En su desembocadura, mide casi 250 kilómetros de ancho, en algunos tramos llega a tener 67 metros de profundidad, y con sus 6500 kilómetros de recorrido, es el segundo río más largo del mundo después del Nilo, pero el primero en cuanto a la extensión de territorio que cubren sus aguas: más de 7 millones de kilómetros cuadrados de superficie. Datos que ilustran el torrente indetenible del río Amazonas, nombre que también bautiza a una región incomparable como manantial de recursos en un futuro que se asoma como apocalíptico.
Iquitos es una de las ciudades más grandes del mundo entre las urbes a las que no se puede acceder por vía terrestre. En el aeropuerto, una delegación indígena de “Los Yaguas” le da la bienvenida a los pasajeros del vuelo 5613 de Taca Airlines bailando su danza típica. La humedad es agobiante. Las ventanas de los ómnibus no tienen vidrios para que el escaso aire pueda circular con supuesta facilidad. El camino está habitado por “mosquitos”, como llaman a los 23 mil motociclistas que han monopolizado el recorrido de las calles, donde además zumban los mosquitos que pican. Y en esta ciudad que abre la puerta al Amazonas, también hay una base militar norteamericana sobre la costa.
En un barrio humilde de Iquitos, más conocido como la Venecia del Amazonas por la disposición de las chozas de madera que se levantan sobre pilotes en las riberas del río, funciona el Mercado de Belem, una feria comercial diaria tan ecléctica como desordenada. En las calles de tierra se amontonan puestos de pescados, carnes sin refrigerar, aguardientes afrodisíacos, fuertes tabacos de la selva para espantar insectos o comidas como el Juane: arroz con pollo envuelto y hervido en una enorme hoja. Además de los licores reemplazantes del Viagra como el “Siete raíces” o “Rompecalzones”, es muy popular el aguaje: un carozo de piel dura naranja y sabor amargo con mucho componente hormonal, que según el mito, no sólo recarga la libido sino que también puede alterar el sexo de los niños si se come en cantidades abundantes.
En una callejuela del mercado hay una impactante farmacia botánica donde los lugareños ofrecen raíces, semillas y plantas capaces de archivar como un mal recuerdo úlceras, mala circulación de la sangre o directamente el cáncer. Según estudios botánicos, la información genética natural de las 125 mil plantas que hay en el Amazonas, sigue siendo un recurso decisivo para renovar la industria farmacéutica que apuesta a la ingeniería genética y a la biología molecular.
Las excursiones en la selva permiten descubrir un mundo infinitamente ajeno a los ojos de la Pampa Húmeda. Los brazos pequeños del Amazonas inquietan: aguas densas con burbujas terroríficas que parecen respiros de piraña y árboles secos de crecimiento incivilizado. En los recorridos nocturnos en canoa por esas aguas se descubre el excitante caleidoscopio de las luces y sonidos que reverberan en la aparente quietud de selva. Un mar de luciérnagas hace plataforma sobre las plantas acuáticas y unas ranas diminutas verde agua destellan en la oscuridad junto a la pupila roja del caimán agazapado entre los arbustos. Andar entre tarántulas y vampiros atraídos por las linternas potencia la adrenalina de quienes ven en vivo y en directo a los grandes protagonistas de los cuentos de terror.
Para caminar en la jungla se necesita respetar ciertas normas: no apoyarse en nada porque las ramas pueden ser filosas o tener espinas; observar las trampas del suelo porque si no se calzan botas, las hormigas pueden devorar los pies; y no seguir a las seductoras mariposas desviándose del recorrido porque puede ser difícil volver a encontrarlo. Pareciera que para avanzar por la selva, lo mejor siguen siendo las lianas y epífitas, aquellas que usaba Tarzán para despegar del suelo.
Pero vayamos con la gente. Los mestizos o ribereños son las comunidades indígenas que habitan en la “baja selva” y tienen alguna relación con la sociedad urbana, los nativos pertenecen a la “selva media” y en la “alta selva” viven los mal llamados aborígenes, quienes plantan arroz y bananas que intercambian o venden para conseguir los tres elementos básicos de supervivencia diaria: fósforo, querosén y sal.
Debido a la hibridación cultural, los ribereños se ganan la vida con oficios que, en principio, suenan extraños. Leyton, de 45 años, locuaz y extrovertido, se interna en la selva para capturar animales como tigrillos, perezosos, boas y anacondas que devuelve a la jungla pasadas algunas semanas. Es que Leyton persigue una ilusión: ganar los 500 mil dólares que promete un zoológico de Nueva York a quien capture una anaconda de 14 metros.
La tribu “los Yaguas” (animal con mucho pelo) permite que las agencias de turismo organicen excursiones dentro de sus comunidades a cambio de un puñado de
Billetes. Los hombres lucen una pollera hecha con filamentos de palma (con los mismos también se cocina los “spaguettis” de la selva), sus compañeras llevan una tela roja como falda y rebajan su cabello con un diente de piraña. Por unas horas ofrecen su danza típica tocando el bombo y el cicus, lanzan dardos con la cerbatana y maquillan a los visitantes con la tinta roja que desprende la curcumala. El paseo culmina con la venta de artesanías elaboradas con los insumos del río y la selva: semillas, dientes de piraña, huesos de anaconda, plumas de aves y pinches de puercoespín. Los ribereños siempre se sorprenden de que su cotidianeidad se cotice en dólares.
Desde Iquitos, una lancha rápida por 50 dólares llega hasta Leticia, la ciudad colombiana de la Triple Frontera con Santa Rosa (Perú) y Tabatinga (Brasil). Colombia y Brasil están separados por una avenida que también divide los husos horarios. Esta esquizofrenia territorial genera desórdenes diarios: al pagar con una moneda local pueden ofrecer el vuelto con un bille-te distinto. Además de sus historias de frontera, Leticia también se recuerda porque aquí estuvo –e incluso dirigió un equipo de fútbol– el entonces estudiante de medicina Ernesto Guevara, después de haber pasado por un leprosario de San Pablo en su primer viaje por América latina.
Una gran embarcación con capacidad para 200 personas bautizada “Manoel Monteiro II” zarpa desde Tabatinga con destino a Manaus, navegando por el Amazonas durante tres días que parecen una eternidad. Se duerme sobre coloridas hamacas paraguayas y la intimidad se reduce a un baño minúsculo donde apenas cabe el cuerpo de una persona. Hay que comer a horarios castrenses (el desayuno es a las 6 de la mañana), formando fila para entrar en un pequeño comedor colmado de cuadros religiosos, entre ellos, valga la paradoja, uno de “La Ultima Cena”. “Manoel Monteiro II” atraca en puertos del estado brasileño de Amazonas, desembarcando y recogiendo pasajeros, alimentos y correspondencia, mientras los pobladores revolotean y admiran la nave, ya que su llegada es el acontecimiento más celebrado por todos.
Con las primeras palpitaciones del día, el Amazonas vuelve a impactar con su eternidad primitiva, su andar cansino y poderoso, su oasis de aguas turbias, su fachada tupida que extiende un recorrido indetenible como reguero de pólvora sólo flanqueado por el paso de otros ríos y arroyos, y el idioma rufián de los animales. Mientras el barco continúa su monótona marcha, también continúa la consumición de cerveza porque apaga el fuego de la atmósfera amazónica. Increíblemente, en el “pulmón del mundo” parece faltar el aire. Por la noche, infinitas perlas plateadas trazan figuras surrealistas en el cielo de una selva en peligro debido a la sistemática deforestación ejercida por empresas fundamentalmente asiáticas que se llevan una buena tajada de la biodiversidad.
Ya cerca de Manaos, las orillas se ensanchan, la vegetación comienza a cambiar y no es tan frondosa, y el horizonte gana claros para vislumbrar chozas a lo lejos; cada tanto un inmenso árbol viejo se convierte en un rascacielos juglar. Finalmente el barco atraca en los muelles de la cosmopolita capital del Amazonas brasileño, un gigante de 2 millones de personas con una periferia industrial donde llamean las petroquímicas, y un centro urbano donde los antiguos esplendores coloniales coexisten con la modernidad y las favelas. Más allá, sigue palpitando el fascinante mundo de la selva y el río.
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