Dom 03.07.2005
turismo

LA RIOJA: EL PARQUE NACIONAL TALAMPAYA

El desierto rojo

Crónica de una excursión por los inmensos murallones rojos de Talampaya que, junto con el sanjuanino Valle de la Luna, conforman la cuenca Ischigualasto-Villa Unión, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Un paisaje prehistórico con extrañas formaciones de arenisca que datan del período Triásico y afloraron a la superficie como consecuencia de los movimientos tectónicos, dejando al descubierto su fauna fosilizada.

› Por Julián Varsavsky


En el oeste de La Rioja existe un desolado paraje prehistórico donde se descubrieron los primeros dinosaurios que caminaron sobre nuestro planeta. Es la cuenca Ischigualasto-Villa Unión, donde se encuentra el Parque Nacional Talampaya, limitando con la provincia de San Juan y su famoso Valle de la Luna. Esta cuenca encierra una larga serie de fósiles animales que están permitiendo completar los estudios sobre la aparición de los primeros dinosaurios y cómo estaban conformados. Por esta razón, y para resguardar una serie de tesoros naturales que todavía tienen mucho para aportar a la historia de la ciencia, la cuenca completa fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

El desierto que vemos hoy en Talampaya era durante el Triásico –hace 248 millones de años– un verdadero vergel surcado por ríos y lagos. Las condiciones eran ideales para la vida y había una rica vegetación y fauna que vivían al abrigo de este gran valle. Los helechos podían medir hasta 10 metros de altura y los árboles en su mayoría eran de especies similares a las actuales araucarias.

Las especies animales que poblaban la zona durante el Triásico inferior no eran los dinosaurios sino principalmente un género muy distinto agrupado bajo el nombre de reptiles mamiferoides. Estos reptiles, a diferencia de sus antecesores los anfibios, se adaptaron a la vida en la tierra. Y aquí estamos ante un dato fundamental a la hora de comprender la importancia científica de esta cuenca. Los reptiles mamiferoides encontrados en la cuenca son los antecesores de los primeros mamíferos, de los cuales provienen los primates y más tarde el Homo sapiens. Es por esta razón que el valor científico de la cuenca es incalculable, ya que en última instancia, a través de los fósiles de los reptiles mamiferoides se puede rastrear el origen del largo camino evolutivo que, luego de múltiples ramificaciones, derivó en la existencia del hombre. Pero ésta es una historia que se desarrolló muy lejos de aquí –seguramente en Africa–, cuando los continentes ya se habían vuelto a separar.

El recorrido Segundos antes del alba, la solitaria Ruta 26 traza una larga “U” alrededor de la Sierra de Sañogasta, y el primer rayo solar enciende de rojo un cerro en la lejanía. Un camino nace hacia la derecha y nos conduce al portal de madera junto a la entrada del parque, donde corretean algunas perdices. Atravesamos una gran llanura de piedra y arena –casi sin vegetación–, donde apenas sobresalen unas viejas ramas blanquecinas que a lo lejos parecen restos de esqueletos. El viento zonda crea pequeños remolinos de arena roja y el ambiente nos remonta a épocas tremendamente distantes. Al fondo se levanta una “Gran Muralla”, tan majestuosa como aquella construida en Oriente; un farallón de fuego rojo como la arena del camino.

Recorremos el lecho seco del río Talampaya, junto a paredes erosionadas que condensan 250 millones de años de historia geológica. Por allí –donde hoy descansa un lagarto somnoliento–, hace millones de años se pasearon los primeros dinosaurios (en este parque se descubrió la osamenta del Lagosuchus talampayensis, uno de los dinosaurios más antiguos jamás encontrado).

El recorrido en camioneta continúa al pie de un descomunal paredón de 150 metros de altura. En el camino surgen caprichosas formaciones de sedimento y solitarias columnas sosteniendo una gran roca en lo alto. Y a lo lejos parecen erigirse antiguas ciudades amuralladas, sobrecargadas catedrales góticas y esfinges rojas esculpidas por la erosión a lo largo de los siglos.

Talampaya es un viaje directo al inicio de los tiempos; a un desolado parque triásico de 215.000 hectáreas, donde pareciera que en cualquier momento surgirá volando tras los murallones un grupo de pterodáctilos. Su infinita trama –de apariencia inmóvil–, se teje y desteje al arbitrio del viento.

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