ESPAÑA: CRóNICA DE UNA VISITA A LA CIUDAD DE SEVILLA
La emoción, el deslumbramiento y el placer van marcando los pasos del recorrido por la histórica Sevilla. Balcones floridos y coloridos azulejos; bares, tabernas y “tablaos” donde vibra la pasión del flamenco; la imponente Catedral, la Plaza de Toros y los antiguos palacios. Bajo el ardiente sol andaluz, la ciudad revela sus siglos y su modernidad a orillas del Guadalquivir.
Texto: Leonardo Larini
Fotos: Oficina Española de Turismo
Hablaba Borges de “las patrias íntimas que un hombre trata de merecer durante sus viajes” y, si el hombre en cuestión es un hombre sensible y ávido de merecer semejante patrimonio para su alma, entonces cualquier ciudad del mundo se instalará en su corazón y será parte, para siempre, de esa otra patria tan propia y particular de cada uno –y a la vez tan ancha e infinita– llamada memoria. Será el recuerdo, entonces –con todas sus distorsiones y todos sus olvidos– lo que definirá al lugar visitado una vez transcurrido ese indefinido presente que caracteriza siempre a los viajes. Del resto, claro –de las exactitudes–, se encargan las guías turísticas, que para eso están.
Así las cosas, apenas transcurridos unos pocos del días del regreso, Sevilla retorna a la mirada interna del cronista como un radiante laberinto que huele a las flores del naranjo y tiene el color que tienen las santa ritas en plena primavera. Porque esos árboles y esas flores, abundantes en toda la ciudad, y las palomas blancas –y nada más que blancas– del Parque de María Luisa son las primeras imágenes que acuden a todo color potenciadas por el ahora lejano y caliente sol sevillano de principios de junio. Y no importa que los relojes de las avenidas marquen los 35 grados; el calor es seco y –¡hombre, vamos!– es hora de caminar y conocer.
La luz de Andalucia Ortega y Gasset la llamó “la ciudad de los reflejos”, quizás asombrado por los efectos producidos por la embriagante luz que anticipa el verano intersectada por las sombras de los toldos –aquí llamados velas– que cubren las calles peatonales para aliviar el paso de los transeúntes. Brillos torrenciales y claras y cálidas penumbras, como eclipses urbanos que sorprenden a quien pasea cada vez que dobla por alguna de las encantadoras callejuelas que se abren desde Sierpes, la calle principal del centro, peatonal al igual que su paralela Tetuán. En el primer recorrido –eufórico, nervioso, desordenado– todo se va yuxtaponiendo hasta conformar una múltiple postal que incluye coloridos frentes de color mostaza y ladrillo, elegantes enrejados de minuciosas formas geométricas, vidrieras con elegantes zapatos y sombreros, pequeñas iglesias de magníficas fachadas y decenas y decenas de bares y tabernas –uno más pintoresco, lindo y acogedor que otro– con sus correspondientes terrazas sobre las veredas. De todos, el Bar Europa, ubicado en una poética esquina enfrente a la llamada Plaza del Pan, es el que se queda con todas las promesas de regreso y fidelidad eterna. Y algo más: los azulejos, los fascinantes azulejos presentes en casi todas las paredes e interiores, ya sean tiendas, confiterías, joyerías o casas particulares. Incluso adentro de los bares –cuyos pisos de deslumbrantes mosaicos también provocan el asombro– existen antiguos avisos publicitarios realizados en la más fina de las cerámicas.
Paso a paso, en la caminata inaugural, los ojos se van llenando de bellas imágenes hasta que, sorpresivamente –con esa clase de sorpresa tan especial que el destino siempre nos tiene reservada para algún momento de nuestras vidas–, inesperadamente también se humedecen de emoción. Porque el cronista cree escuchar que alguien, a sus espaldas, lo está llamando. Pero, sabiendo que está bajo los eufóricos efectos del abandono de la rutina, que pueden provocar cualquier tipo de alteración en los sentidos, sigue tranquilamente su camino hasta que, cuando escucha por segunda vez su nombre con absoluta claridad, se da vuelta y ve a su viejo amigo acomodado en una encantadora callecita, con su guitarra sobre una banqueta, su set de bases grabadas y los CD dispuestos prolijamente para la venta. Ahí está Juan Gabriel, en los alrededores de la Catedral, hecho un andaluz de pies a cabeza, pero tocando tangos impecablemente como hace más de diez años lo hacía en distintos bares y plazas de Buenos Aires.
Parte de las religiones Ingresar a la Catedral de Sevilla después de semejante reencuentro duplica la conmoción. Y aquí, dentro de este monumental edificio, el tercero en tamaño del cristianismo, detrás del de San Pedro de Roma y del de San Pablo de Londres, sí que es necesario apelar a los conocimientos ajenos. Porque la historia de Sevilla –y la de España toda, claro– es tan vasta y rica que lo mucho o poco estudiado en su momento no alcanza para abarcarla como corresponde. Hay que saber que este gigantesco templo se inauguró en el año 1184 como mezquita musulmana y que con el tiempo –y el avance de la religión cristiana– se fue transformando con las construcciones de estilo gótico, renacentista, barroco y neoclásico que se le anexaron a partir de la Reconquista que encabezó Fernando III de Castilla en 1248. Apenas se ingresa, los altísimos interiores y los enormes y bellos vitreaux causan el deslumbramiento del visitante, que es mayor aún cuando se enfrenta con el impresionante altar principal y –hacia el otro lado– con el descomunal órgano de 7000 tubos. Además de las capillas y las numerosas y valiosas obras de arte expuestas en diferentes espacios –pinturas de Goya, Zurbarán, Murillo y Luis de Vargas, entre otros–, el templo cobija los restos de Cristóbal Colón –parte de ellos– y de su hijo Hernando, y los de Fernando III y su hijo Alfonso X el Sabio. Del período musulmán –el templo original fue derribado– sobrevive el antiguo alminar de la mezquita, torre conocida mundialmente como La Giralda. Sus 97 metros de altura pueden ser recorridos a través de rampas lisas que facilitan el ascenso y permiten contemplar excelentes panorámicas de los exteriores –como los ciento cuarenta y nueve capiteles romanos y visigodos– y de toda la ciudad.
Allí, en las alturas, las cosas tienden a acomodarse. Uno toma distancia de las emociones y tiene la posibilidad de imaginar con calma los tiempos en que Sevilla, gracias a su Guadalquivir, fue elegida como puerto único para comerciar con las Indias Occidentales después del descubrimiento del entonces llamado Nuevo Continente. El río divide a la ciudad en dos, dejando del otro lado de la costa a los barrios más tradicionales: Los Remedios, Santa Cecilia y Triana. Este último –al que se llega cruzando el puente de Isabel II– es el que atrae a los turistas, que se instalan en las terracitas de la calle Betis, sobre el río, para contemplar por las noches la catedral iluminada, postal que se completa con la sutil iluminación de la Torre del Oro. Construida en 1220, esta fortificación formaba parte del sistema defensivo de la ciudad y fue llamada así debido a que en sus primeros años tenía un revestimiento exterior de azulejos dorados cuyos reflejos bajo la luz del sol se podían ver a varios kilómetros de distancia.
El recorrido por las construcciones de mayor importancia de Sevilla incluye el Ayuntamiento, el Museo Arqueológico, el Antiguo Hospital de las Cinco Llagas –que es hoy en día el Parlamento de Andalucía–, el Archivo de Indias, la Antigua Fábrica de Tabacos –donde actualmente funciona la Universidad de Sevilla–, el Museo de Bellas Artes, el Palacio Arzobispal, la Casa de Pilatos y el Palacio San Telmo. Y, por supuesto, es ineludible conocer los Reales Alcázares, la residencia real en uso más antigua de Europa. Situado en la Plaza del Triunfo, este conjunto de palacios y jardines tiene sus orígenes en la Alta Edad Media, y está rodeado con murallas desde los primeros años del siglo X. Sus interiores mezclan conceptos arquitectónicos y de diseño almohade, nazarí y mudéjar junto con rasgos de los estilos utilizados durante el cristianismo, dando forma a frentes, techos y rincones cuya meticulosa ornamentación maravilla a quienes los contemplan con detenimiento. En los exteriores sobresalen jardines de ensueño, una delicada fuente de bronce y una santa rita que –sostenida por una inmensa estructura de hierro– es, sin dudas, la más grande del mundo.
En cuanto a los templos religiosos, además de conocer la Catedral, merece la pena contemplar las sobrias fachadas de las parroquias de Santa Ana y San Esteban, la Iglesia del Salvador, el Convento de Santa Paula, laIglesia de San Luis de los Franceses, la Basílica de la Macarena y la Iglesia de San Jorge, Hermandad de la Caridad.
Modernidad y tradiciones Después de las primeras enloquecidas caminatas en las que uno quiere absorberlo todo de una sola vez, se puede hacer una pausa, sentarse en una fonda, pedir una fresca limonada y –ahora sí– ir a los datos más precisos: Sevilla, que tiene poco más de 700.000 habitantes, está situada en el sudoeste de España y es la capital de la provincia del mismo nombre a la vez de ser la sede del gobierno y el Parlamento de la Comunidad Autónoma de Andalucía.
Su fisonomía se vio enriquecida en el siglo XX por dos sucesos fundamentales: la Exposición Iberoamericana de 1929 –gracias a la que se hicieron numerosas reformas urbanísticas, de las que conservan plazas, avenidas y todos los magníficos pabellones de los países participantes en aquel evento– y la Exposición Universal de 1992, que aportó la edificación de la moderna estación de trenes de Santa Justa, la incorporación a la vida urbana de los terrenos de la vecina Isla de la Cartuja –con seis nuevos puentes sobre el Guadalquivir–, la ampliación del aeropuerto de San Pablo, la instalación de flamantes hoteles y la construcción de nuevas avenidas de circunvalación. Con el impulso que esa exposición le brindó a su vida social y económica, Sevilla consolidó su posicionamiento en España y Europa, y le mostró al mundo todas sus bellezas y su potente infraestructura.
Se trata de una cuidada ciudad –tierra natal de Velázquez, Bécquer y Machado– que combina a la perfección su condición cosmopolita con un apacible ritmo provinciano. Y, si bien es notorio en sus calles el pujante presente europeo, su identidad y su esencia bien lejos están de los valores impuestos por la globalización. Sería obsceno, por ejemplo, ver a un grupo de porristas incitando al público en una corrida de toros. No; aquí las tradiciones se respetan rigurosamente y los amantes de la actividad taurina –más allá de las controversias– la desarrollan y disfrutan en la Plaza de Toros de la Real Maestranza. Situada en el barrio El Arenal, casi a orillas del Guadalquivir, y a unas pocas cuadras de la Torre del Oro, esta bella y antigua plaza con capacidad para casi 14.000 espectadores es otro de los tesoros arquitectónicos de la ciudad. Aun vacía, deslumbra con su soberbia galería de arcos de medio punto, su magnífico Palco del Príncipe –reservado exclusivamente para los miembros de la familia real– y su reja señorial en la denominada Puerta del Príncipe, por donde salir en andas es la máxima aspiración de todo torero. La temporada taurina comienza el Domingo de Resurrección y continúa con los festejos de la Feria de Abril, brindándose entre 15 y 18 espectáculos. También se celebran corridas durante la festividad de Corpus Christi; el 15 de agosto, en ocasión de la festividad de la Virgen de los Reyes, que es la patrona de la ciudad; el último fin de semana de septiembre, para la Feria de San Miguel, y el 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar, con la que finaliza la temporada oficial, aunque eventualmente se pueden agregar otras fechas.
Debajo de las gradas –en las que hay un lugar reservado para la orquesta que ejecuta la música durante el evento, y que va cambiando de ritmo según las alternativas de la corrida– se encuentra el Museo Taurino, donde es posible adentrarse en los secretos y la historia de esta tradición a través de antiguos afiches, vestimentas, trajes, pinturas, objetos utilizados por los toreros y, por supuesto, cabezas de toros.
Latidos gitanos Ni el zapateo, ni las palmas, ni la voz del cantaor, ni los furiosos rasgueos de las guitarras evitan que una de las japonesas de la mesa de al lado cabecee y cabecee casi al punto de chocarse el intacto bacalao depositado en su plato; es un espectáculo aparte. El otro, el que nos convoca a El Palacio Andaluz, es un magnífico despliegue de color, brillo, destreza física y virtuosismo musical que representa la otra grantradición sevillana, el flamenco. Canto y baile endemoniado y pasional cuyos orígenes musicales –mezcla de ritmos judíos, musulmanes e indios– se remontan al siglo XV, con la llegada de los primeros gitanos a Andalucía. Género que salió de las ferias de ganado y llegó a los más prestigiosos escenarios del mundo. Además de escuchar las voces y las guitarras y contemplar el baile –el movimiento de las manos, la inclinación de las espaldas, la ductilidad de las cinturas, el sudor transparente–, también hay que prestar atención a los vestidos de las bailaoras, verdaderas obras de arte del diseño textil. La pasión flamenca también reverbera en otros “tablaos” de la ciudad, como El Patio Sevillano, El Arenal y Los Gallos. Y es recomendable buscar los bares de Triana donde se brindan espectáculos con artistas de menos renombre pero de igual calidad que los consagrados y con una mayor improvisación que en los shows for export.
Entre tapas y copas De todos los variadísimos y deliciosos sabores probados durante la estadía, el cronista se queda con el de las aceitunas de tipo gordal, cuyo tamaño bien podría pasar por el de los pulposos fresones que se sirven como postre. Sólo morderlas es ingresar al exquisito mundo de los olivos y del aceite extraído de sus frutos, de presencia imprescindible en las comidas sevillanas. Es, incluso, viajar hasta la época del Imperio Romano, cuando desde esta zona del territorio español, entre los siglos I y IV, se abastecía de aceite a Roma transportándolo por el Guadalquivir almacenado en ánforas. En aquel entonces tuvo un uso muy variado, haciendo las veces de ungüento perfumado en los baños públicos, de combustible para la iluminación de hogares y –mezclado con vino– de líquido curador de heridas. Ahora, claro, es momento de disfrutarlo en cualquier restaurante o taberna de la ciudad durante ese rito tan local que es “ir de tapas”. Aunque la gastronomía sevillana merecería una nota aparte, no hay que dejar de mencionar, y de probar nuevamente, las tortillas de camarones, el pastel de pollo y pistacho, las albóndigas de cordero con canela, el famoso gazpacho –sopa fría de tomate con ajo, pepino, pimiento rojo, vinagre de vino y aceite de oliva–, los boquerones fritos, la riquísima cola de toro, la “mermelada de cebolla” –preparada con vino tinto y azúcar e ideal para acompañar carnes como la carrillada– y un atómico revuelto de huevo, ajo, chorizo y morcilla. Hay que animarse, también, a extrañas construcciones semánticas como “helado frito”, “patatas a la importancia”, “papas en paseo” o “morcilla de arroz”. ¿Y cómo no ceder a la tentación de una frase como “bacalao al perfume de ajos confitados”? Todo, obviamente, acompañado con vino de jerez o manzanilla. En cuanto a los fiambres, es obligación ir a cualquiera de las tres sucursales del Mesón Cinco Jotas y probar allí el mejor y más rico y transparente jamón crudo del mundo, fabricado por los mismos dueños de este tradicional restaurante.
Corazon sevillano Lejos ahora de esos manjares, Sevilla retorna como soñada en una noche de verano, con sus encantadores patios y balconcitos del antiguo y pintoresco barrio de Santa Cruz; con su Calle del Beso, un estrecho pasaje de ensueño cercano a la Catedral; con sus nochecitas de cerveza en los bares de los barrios La Alfalfa y La Alameda; con los solemnes silencios de sus preciosas parroquias, y con sus reflejos nocturnos sobre el Guadalquivir, y sus palmas gitanas, y sus cálidos “besos gordos” cerrando los e-mails posteriores al regreso.
Retorna como un tango con aroma a oliva y naranjos, con el eco de las campanas de La Giralda, y el recuerdo último de un beso suspensivo en una callejuela de nombre Santa Bárbara Delgada.
Y así, entre lo que uno se trae y lo que uno deja, se forma esa patria tan particular de la que hablaba Borges. Esa pequeña porción de pertenencia que bien merecida se tienen aquellos de corazón amplio.
¡Y ya hombre, que se te ha acabao el espacio!
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