Domingo, 17 de julio de 2005 | Hoy
DIARIO DE VIAJE UNA TRAVESíA EN ALTAMAR
Sea donde fuere, las salidas y las puestas de sol adquieren una magia particular, contagiosa. Semejante a las travesías por mar. En marzo de 1934, el futuro etnólogo Claude Lévi-Strauss inicia un viaje, mezcla de exilio y estudio. Lo hace a bordo del “Mendoza” y, desde su borda, traza los senderos de la luz que le ilumina.
Por Claude Levi-Strauss*
Para los sabios, el alba y el crepúsculo son un solo fenómeno, y así pensaban los griegos, pues los designaban con un sustantivo calificado de diferente manera, según se tratara de la noche o de la mañana. Esta confusión expresa con claridad la dominante preocupación por las especulaciones teóricas y una singular negligencia por el aspecto concreto de las cosas. Es posible que un punto cualquiera de la Tierra se desplace por un movimiento indivisible entre la zona de incidencia de los rayos solares y aquella de donde la luz se retira o vuelve. Pero en realidad, nada se diferencia tanto como la tarde y la mañana. El nacimiento del día es un preludio; su ocaso, una obertura que se produce al final y no al comienzo como en las viejas óperas. El rostro del sol anuncia los momentos que seguirán: sombrío y lívido cuando las primeras horas de la mañana sean lluviosas; rosado, liviano, vaporoso, cuando brille una clara luz. Pero la aurora no predice cómo continuará el día. Compromete la acción meteorológica y dice: va a llover, va a hacer buen tiempo. Con la puesta del sol ocurre algo diferente; se trata de una representación completa con un comienzo, una parte media y un final. Y ese espectáculo ofrece una suerte de imagen reducida de los combates, triunfos y derrotas que durante doce horas se han sucedido de manera palpable, pero también más retardada. El alba solo es el estreno del día; el crepúsculo es un repetido ensayo.
He ahí por qué los hombres prestan más atención al sol poniente que al sol naciente; el alba solo les proporciona una indicación suplementaria del termómetro, del barómetro y –para los menos civilizados– de las fases de la luna, el vuelo de los pájaros o las oscilaciones de las mareas. Mientras que el crepúsculo los exalta, reúne en misteriosas configuraciones las peripecias del viento, del frío, del calor o de la lluvia a las que ha sido lanzado su ser físico. Los juegos de la conciencia también pueden leerse en esas constelaciones algodonosas. Cuando el cielo comienza a iluminarse con los destellos del ocaso –así como en ciertos teatros lo que anuncia el comienzo del espectáculo no son los tres golpes tradicionales, sino las repentinas iluminaciones de las candilejas–, el campesino interrumpe su marcha a lo largo del sendero, el pescador detiene su barca, el salvaje guiña sentado cerca de una fogata amarillenta.
Recordar constituye una gran voluptuosidad para el hombre, pero no en la medida en que la memoria se muestra literal, pues pocos aceptarán vivir de nuevo las fatigas y los sufrimientos que, sin embargo, gustan rememorar.
El recuerdo es la vida misma, pero tiene una cualidad diferente. Así, cuando el sol desciende a la superficie pulida de un agua en calma, igual que el óbolo de un celeste avaro, o cuando su disco recorta la cresta de las montañas como una hoja dura y festoneada, el hombre encuentra especialmente, en una breve fantasmagoría, la revelación de las fuerzas opacas, de los vapores y fulguraciones cuyos oscuros conflictos percibiera en el fondo de sí mismo y a lo largo del día.
Así, seguramente muy sombrías luchas se habrán librado en las almas.
Escrito a bordo (...) La insignificancia de los acontecimientos exteriores no justificaba ninguna perturbación atmosférica. Nada había marcado especialmente esa jornada. Hacia las cuatro de la tarde –precisamente en ese momento del día en que el sol pierde su claridad, pero no todavía su resplandor, cuando todo se esfuma en una espesa luz dorada que parece acumulada para ocultar algún preparativo– el “Mendoza” había cambiado de rumbo. El calor comenzaba a sentirse con mayor insistencia a cada oscilación provocada por un oleaje ligero, pero la curva descrita era tan poco sensible que el cambio de dirección podía tomarse por un leve acrecentamiento del balanceo. Por otra parte, nadie la había prestado atención, pues nada semeja más un transporte geométrico que una travesía en altamar. No hay ningún paisaje que esté allí para atestiguar la lenta transición a través de las latitudes, el momento en que se franquean las isotermas y las curvas pluviométricas. Cincuenta kilómetros de rutaterrestre pueden dar la impresión de un cambio de planeta, pero 5000 kilómetros de océano presentan una faz inmutable, por lo menos para el ojo inexperto. Ninguna preocupación por el itinerario, por la orientación, ninguna conciencia de las tierras invisibles pero presentes tras el abultado horizonte; nada de eso atormentaba el espíritu de los pasajeros. Les parecía estar encerrados entre paredes ceñidas durante un número de días fijado de antemano, no porque había que vencer una distancia, sino más bien para expiar el privilegio de ser transportados de un extremo al otro de la Tierra sin contribuir en el esfuerzo; demasiado debilitados por las mañanas pasadas en el lecho y las perezosas comidas, que ya habían dejado de provocar un goce sensual y constituían una esperada distracción (con tal de prolongarla desmedidamente) para llenar el vacío de los días.
Además, nada había para comprobar la existencia del esfuerzo: sabíamos que, en alguna parte, en el fondo de esa gran caja, había máquinas y hombres a su alrededor para hacerlas funcionar. Pero éstos no se preocupaban por recibir visitas ni los pasajeros por hacérselas, ni los oficiales por exhibir éstos a aquéllos o viceversa. Sólo restaba deambular por el buque, donde únicamente el trabajo del marinero solitario que echaba algunos toques de pintura sobre alguna veleta, los gestos mesurados de los camareros en dril azul que empujaban un trapo húmedo por el pasillo de la primera clase, dando pruebas del regular deslizarse de las millas que se oían chapotear vagamente debajo del casco oxidado.
El ocaso de la luz A las 17 y 40, hacia el oeste, el cielo parecía abarrotado por un edificio complicado, perfectamente horizontal por debajo, a imagen del mar, que asemejaba despegarse por una incomprensible elevación encima del horizonte o también por la interposición de una invisible y densa capa de cristal. En su cima se fijaban, y colgaban hacia el cenit, por el efecto de alguna gravedad invertida, tinglados inestables, pirámides hinchadas, ebulliciones cuajadas en un estilo de molduras que pretendían representar nubes, pero que las nubes mismas imitaban –ya que evocaban el pulido y el relieve de la madera esculpida y dorada–. Este montón confuso, que escondía al sol, se destacaba en tintes sombríos con raros destellos, salvo hacia lo alto, donde se desvanecían pavesas encendidas. Más arriba aún, matices rubios se desataban en sinuosidades descuidadas que parecían inmateriales, de una textura puramente luminosa. Siguiendo el horizonte hacia el norte, el motivo principal se afinaba, se elevaba en un desgranarse de nubes detrás de las cuales, muy lejos, se desprendía una barra más alta y efervescente en la cima. Del lado más cercano al sol –aún invisible–, la luz bordaba esos relieves con vigoroso ribete (...)
Mientras tanto, detrás de los celestes arrecifes que obstruían occidente, el sol evolucionaba poco a poco; a medida que caía, uno cualquiera de sus rayos hacía reventar la masa opaca o se abría paso por vías cuyo trazado, en el momento en que el rayo solar surgía, recortaba el obstáculo en una pila de sectores circulares, diferentes en tamaño e intensidad luminosa. Por momentos la luz se reabsorbía como un puño que se cierra, y el manguito nebuloso sólo dejaba penetrar uno o dos dedos centelleantes y tiesos. O bien un pulpo incandescente se adelantaba fuera de las grutas vaporosas, precediendo a una nueva retracción.
En una puesta de sol hay dos fases muy distintas. Primero el astro es arquitecto. Sólo después, cuando sus rayos ya no llegan directos, sino reflejados, se trasforma en pintor. Desde que se oculta detrás del horizonte, la luz se debilita y hace aparecer planos cada vez más complejos. La plena luz es la enemiga de la perspectiva, pero entre el día y la noche cabe una arquitectura tan fantástica como efímera. Con la oscuridad todo se aplasta de nuevo, como un juguete japonés maravillosamente coloreado.
* Lévi-Strauss, Claude: Tristes Trópicos (1953); Eudeba, Buenos Aires, 1970. Trad. de Eliseo Verón.
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