LECTURAS DEL LIBRO “FAUNA ARGENTINA”
Los conquistadores españoles lo llamaron “puerco de agua” por su semejanza con el chancho. Sin embargo es todo un roedor; el más grande de esa especie, excelente nadador y un amante de asombrosa potencia, tal como lo describe Roberto Rainer Cinti en su ameno libro sobre la fauna argentina.
Por Roberto Rainer Cinti *
En las riberas del Nuevo Mundo, los españoles tropezaron con una criatura anfibia de tamaño inusitado, carácter apacible y pelaje entre bayo y sepia. La llamaron “puerco de agua”, a pesar de los poderosos incisivos que lucían sus mandíbulas. Ni siquiera se les cruzó por la mente que un bicho de tal porte (más de un metro de largo y 80 kilos de peso) pudiera estar emparentado con ardillas y ratones.
Sin embargo, el carpincho o capivara es todo un roedor: el más grande entre las especies vivientes. Vale decir, el soberano de un grupo que –si nos ceñimos a los números– domina entre los mamíferos (le pertenecen 4 de cada 10). Un auténtico rey de reyes.
La condición real, convengamos, se les nota poco en tierra, donde sus movimientos resultan algo torpes y pachorrientos. Pero las cosas cambian en el agua. Allí se convierte en un nadador de magnífico estilo, capaz de bucear durante varios minutos y doblegar ríos anchurosos como el Orinoco. Está equipado con “patas de rana” (sus dedos están unidos por una gruesa membrana) y un pliegue especial, que tapona el conducto auditivo cuando se zambulle. Además, tanto hocico como ojos y orejas ocupan la cima de su cabeza, lo cual le permite nadar con casi todo el cuerpo sumergido. El detalle no pasó inadvertido a los guaraníes, que lo bautizaron capiivá (origen de capivara): “Una cabeza y un lomo en el agua”.
De Panama a Necochea Es una especie exclusiva de América. Sus dominios corren desde Panamá hasta el noreste y este de la Argentina, englobando a todos los países de Sudamérica salvo Chile. Dentro de nuestras fronteras, se lo encuentra en Salta, Formosa, Chaco, Misiones, Corrientes, Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. La población más austral conocida vive hoy en el partido bonaerense de Necochea.
El carpincho fija residencia tanto en ambientes selváticos como en sabanas y pastizales. Siempre, eso sí, cerca del agua y donde prospere una vegetación capaz de brindarle alimento y escondrijo, ya que no se molesta en hacer cueva u otro tipo de refugio.
Convive pacíficamente con el ganado doméstico e incluso con los yacarés, aunque incorporen de vez en cuando sus crías al menú. También deja que algunas aves registren meticulosamente su pelaje o lo usen de atalaya para cazar insectos. Pero ante grandes felinos, perros y hombres –sus principales predadores– prefiere poner distancia. Si es sorprendido, lanza un gruñido sordo (parecido, según Darwin, al “primer ladrido ronco de un perro grande”) y, como una exhalación, gana el amparo del agua o las plantas. Sólo atina a defenderse –repartiendo mordiscones con desesperación– cuando lo arrincona una perrada. Por lo general, sale muy mal parado de estos encuentros.
Hipopotamo de bolsillo Más allá de estos sobresaltos, la existencia del carpincho transcurre con envidiable placidez. Dedica la mañana al descanso, aunque sin perder detalle de lo que ocurre alrededor. Hacia el mediodía, cuando el calor aprieta, se da un chapuzón para regular la temperatura corporal y, de paso, combatir los parásitos externos. Luego disfruta de una siestecita. Si vive en un “barrio” tranquilo –libre del acoso humano–, se levanta a media tarde y sale de su cobijo para pastar, con cierta displicencia, hasta bien entrada la noche. Caso contrario, se torna un bicho estrictamente nocturno. (...)
Su plato predilecto son los tiernos pastos de la costa. También hinca los incisivos –que crecen de continuo para compensar la abrasión– en la flora acuática y las cortezas de árbol. Y, sobre todo de joven, pierde la cabeza por la caña de azúcar, el maíz, las sandías y el trigo, al punto de destrozar cultivos enteros.
Charles Darwin conoció a los capivaras de visita por Maldonado, Uruguay. “Vistos desde cierta distancia su paso y su color les hace parecerse a los cerdos –escribió sobre ellos–; pero cuando están sentados, vigilando con atención todo lo que pasa, vuelven a adquirir el aspecto de sus congéneres los cavias (cuises) y los conejos.” No es el único paralelo posible. Al nadar –asomando apenas morro, ojos y orejas–, el carpincho evoca irresistiblemente a un coloso de la fauna africana: el hipopótamo. La impresión gana consistencia cuando consideramos la dependencia del agua de una y otra especie, sus hábitat, sus dietas, sus reposados géneros de vida. Y termina de cuajar cuando recordamos la alta sociabilidad que las caracteriza.
Placeres acuaticos El chigüiro –como llaman al carpincho en Venezuela– detesta la soledad. No bien alcanza la madurez sexual –entre el año y medio y los dos de vida–, corre a formar pareja. La iniciativa del cortejo corresponde al macho. Persigue ardorosamente a la hembra, empeñado en olisquear y tocar su región genital. Ella, con estudiada indiferencia, va conduciéndolo poco a poco hacia el agua, donde la persecución continúa con renovados bríos y múltiples zambullidas.
Tras unos diez minutos, en un remanso poco profundo, el galán cubre finalmente a su elegida, que suele celebrar con chillidos entrecortados. La acuática cópula dura apenas segundos. En compensación, los carpinchos la repiten alrededor de quince veces seguidas y hasta tres en un minuto. A este prodigioso desempeño se suma un comportamiento algo promiscuo: no es raro que un número mayor de amantes comparta escenario, produciéndose de tanto en tanto descarados intercambios de compañero.
Las crías –de una a siete– nacen ciento veinte días más tarde. El padre se limita a tolerarlas y la madre, a amamantarlas –siempre de pie– hasta los cuatro meses. Pese al desinterés, los carpinchitos no les pierden pisada. Así van asimilando la vida y afianzando un grupo familiar que, con el tiempo y los agregados, puede convertirse en manada, expresión cumbre del sentido gregario de la especie. (...)
Barranca abajo Cierta vez, cuenta una leyenda guaraní, el Sol chocó con la Tierra y un vasto incendio devoró la selva. Buscando escapar de las llamas, algunos hombres se arrojaron al río Paraguay y se transformaron en carpinchos y yacarés.
El antecedente no impidió que los guaraníes consumieran la sabrosa carne del capiivá (sólo se la prohibían a los jóvenes, para que no resultasen presa fácil de los jaguares como el roedor). Tampoco se privaron payagúas, abipones, tobas y mocovíes, que lo cazaban con una suerte de arpón. “Su carne es ponderada de los bárbaros”, certificó Félix de Azara a fines del siglo dieciocho.
La caza estaba relegada por mecanismos de carácter religioso. Los tobas, por ejemplo, creían –y aún creen– que los carpinchos tienen un Padre y una Madre encargados de velar por ellos, al igual que otros animales. “Debidamente invocados, ayudan al cazar en su tarea, pero no toleran excesos –señala el antropólogo Miguel Angel Palermo–. Las presas nunca deben ser más de las que se puedan consumir y no ha de desperdiciarse la carne. En caso contrario, castigan al desaprensivo con enfermedad o muerte.”
Con la llegada del “blanco”, estas sabias regulaciones cedieron terreno a un aprovechamiento imprevisor. “En principio –recapitula Palermo–, los españoles comían sólo las crías de los carpinchos, por resultarles muy fuerte el sabor de la carne adulta y por similitud, tal vez, con los ‘cochinillos’ de la gastronomía peninsular. De los adultos sólo usaban el cuero. Por otra parte, las depredaciones de estos roedores en los sembrados incentivaron su matanza.”
Luego el cuero pasó a tener demanda comercial. Resistente y de agradable apariencia, comenzó a usárselo para fabricar desde botas y cintos hasta piezas del apero de montar (el “sobresupesto”, sobre todo, que en algunas zonas llaman directamente “carpincho”). Esta valorización mercantil propició un incremento de la caza e, incluso, la aparición de especialistas: los “carpincheros”, aquellos “gitanos del agua” que Augusto Roa Bastos retrató en El trueno entre las hojas. Consecuencia: una marcada regresión poblacional, que las alteraciones ambientales desatadas por la actividad agropecuaria contribuyeron más tarde a acentuar.
Un recurso imperdible Pese a todo, el carpincho todavía no figura entre nuestras especies amenazadas. Su mayor ventaja, aunque suene paradójico, es el valor económico. Un ejemplar de buen tamaño rinde al menos 30 kilos de carne, cuero suficiente para dos o tres carteras, y grasa de virtudes medicinales. Además, se trata de un bicho sociable, dócil y sedentario, ideal para un manejo productivo que hasta puede compatibilizarse con la ganadería (no representa una competencia seria por el forraje). (...)
El INTA-Delta atesora una valiosa experiencia respecto de la cría en cautiverio. Pero estamos lejos de poner a punto la técnica más beneficiosa: el uso controlado de las poblaciones silvestres, que también promueve la conservación de los ambientes naturales.
El carpincho, mientras tanto, espera sentado como un Buda. Confía quizás en la racionalidad del hombre. O sabe que de poco vale correr. El Protohydrochaerus –su gigantesco antecesor del Plioceno– era Ben Johnson al lado suyo. Sin embargo, lo alcanzó la extinción
* Fauna Argentina. Dramas y prodigios del bicherío. Por Roberto Rainer Cinti. Emecé Editores, 2005.
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