Dom 11.09.2005
turismo

UCRANIA EN LA PENíNSULA DE CRIMEA

Dachas en el mar Negro

La península de Crimea, con sus paisajes magníficos, sus huellas de antiguas civilizaciones y sus evocaciones históricas y literarias, ha comenzado a abrirse al turismo internacional. Frente a las aguas profundas y limpias del mar Negro, los zares construyeron palacios, y los dirigentes de la ex Unión Soviética, dachas y residencias que formarán parte de un circuito por la historia de la costa ucraniana.

Por Pilar Bonet *


Tras la desintegración de la URSS en 1991, Ucrania heredó un patrimonio inmobiliario-cultural de lujo, que utiliza con fines representativos y para el descanso de sus líderes políticos. Los servicios de seguridad del Estado protegen mansiones y villas, pabellones de caza, playas recónditas, parques de exótica flora y bosques vírgenes, que están diseminados por la geografía de la península y administrados desde la presidencia en Kiev. En Crimea hay maravillosos palacios abiertos al público, como la residencia de los zares en Livadiya, el lugar favorito de Nicolás II, donde transcurrió la Conferencia de Yalta en febrero de 1945; el de Alupka, residencia del conde Mijail Vorontsov, el gobernador general del Cáucaso, o el de Alejandro III en Masandra. (...)

Mi viaje a Crimea comienza, de hecho, en Kiev. Allí, Igor Tarasiuk, intendente jefe de la Presidencia y hombre de confianza de Yushenko, da permiso a El País para visitar el patrimonio estatal de acceso restringido. Su gente nos acompañará al fotógrafo y a mí a algunos objetos (como se llaman todavía las dachas, con terminología de servicios de seguridad) de su competencia. La lista incluye dos residencias de Stalin (el palacio del príncipe Félix Yusupov y una cabaña), otra de Brezhnev y la dacha número 11 (la Zaria de Foros), donde estaba veraneando el presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, en agosto de 1991, cuando un grupo de altos funcionarios intentó un golpe de Estado que precipitó el fin de la Unión Soviética. (...)

Yalta y la Dama del Perrito En espera de que los servicios de seguridad nos abran las puertas de los territorios cerrados a los simples mortales, el fotógrafo, Ruslan –que es oriundo de la región occidental ucraniana de Lvov–, y yo nos instalamos en la costa. Yalta es un lugar infinitamente más seductor que la esteparia y calurosa Sinferopol, la capital de Crimea, y desde allí comenzamos a explorar esta región placentera que me recuerda Mallorca antes de que el turismo deformara la isla. A la nostalgia mediterránea contribuyen las adelfas, las sabinas, el aroma de lavanda y romero, y también los detalles de una cotidianidad que ha sobrevivido al veraneo multitudinario. En el hotel, en el centro de Yalta, sirven comida casera, y algún que otro borracho casual despierta a los huéspedes por la noche con sus gritos. De madrugada, los pescadores echan el cebo en el paseo marítimo, frente a la estatua de Lenin y el letrero del McDonald’s, y el mercado ofrece frutas con el sabor de los huertos donde se cultivaron.

Estar en Yalta y no acordarse de Antón Chéjov sería imperdonable. Así que salgo al paseo marítimo a identificar el lugar donde Dmitri Gurov vio por primera vez a Anna Sergueyevna en La dama del perrito. Le pido al fotógrafo que evite, de ser posible, el horrible monumento erigido en honor de la pareja protagonista. Ruslan confiesa no haber leído el relato, pero dispara su cámara frente a las franquicias internacionales de ropa y las filiales de los restaurantes de Kiev especializados en patatas y comida mexicana. El resultado son mujeres y perros. El lugar exacto del encuentro, en 1899, me lo clarifica Ala Golovachova, subdirectora de la Casa Museo de Chéjov. Fue en un pabellón de madera que ya no existe. En su lugar, en la playa, hay decorados, escenarios de colores chillones con el trono ruso y el águila bicéfala, donde los turistas pueden retratarse con trajes de época. La idea de Igor, un fotógrafo de Kiev, que ha fundado un negocio familiar de temporada, tiene éxito. El y su mujer diseñan el vestuario y buscan telas, encajes y brocados para confeccionar los trajes.

Chéjov se construyó una villa en las afueras de Yalta en 1899, y allí pasó varias temporadas hasta mayo de 1904, poco antes de su muerte. La villa es un museo conocido y popular. Golovachova nos guía por sus salas entre turistas japoneses, turcos y norteamericanos. La afluencia es grande, pero –nos dice– los 25.000 visitantes anuales de ahora no pueden compararse con los 100.000 que llegaban en época soviética. Entonces, las visitas culturales a este lugar eran parte del itinerario de las delegaciones deturistas organizadas por los sindicatos. Entre retratos, libros y cachivaches se exhiben el abrigo, las camisas y las corbatas del escritor. También hay cuadros de valor, entre ellos seis paisajes del pintor ruso Levitán. “Auténticos”, asegura nuestra guía. “Por eso tenemos vigilantes, que trabajan pese a que llevan varios meses sin cobrar por nuestras dificultades presupuestarias”, dice.

Stalin, Brezhnev, Gorbachov Un jeque árabe nos obliga a retrasar la visita a la dacha de Gorbachov. (...) Mientras esperamos, visitamos el “pequeño pinar” donde están la cabaña de Stalin y la choza de Brezhnev. Un soldado de uniforme nos abre la valla. El coche recorre cuatro kilómetros de carretera entre frondosos árboles antes de llegar a la cima de la colina. Cuenta la leyenda que, en un descanso de la Conferencia de Yalta, Stalin subió a la montaña y se quedó prendado del paisaje, aunque después nunca llegó a utilizar la cabaña que fue construida para él y que ahora sirve para reuniones oficiales. Unas ancianas riegan el césped del jardín. Son supervivientes del “noveno departamento” del KGB que complementan su pensión cuidando estos recintos casi siempre solitarios. Valentina, de 74 años, comenzó a trabajar aquí para el “noveno departamento” en 1961. Su trabajo le reporta 400 grivnas, que se agregan a su pensión de 274 (un euro equivale a seis grivnas). “Todo está carísimo. Pago más de 100 grivnas de piso, y cuando sales al mercado no te queda nada en el monedero. El tocino está a 20, y el azúcar, a cinco. ¿Adónde iremos a parar?”, exclama.

El jeque árabe sigue sin hacerse a la mar. Así que vamos al palacio de Yusupov, donde Stalin y el ministro de Exteriores Viacheslav Molotov se alojaron durante la Conferencia de Yalta. Stalin durmió en un sofá de cuero y Molotov descansó en otro de crines de caballo. Al desintegrarse la URSS, el palacio fue transferido a una sociedad que lo comercializó como hotel para ricos caprichosos y amantes de la historia. Después, Leonid Kuchma lo recuperó para el Estado. Ahora, la intendencia presidencial lo está restaurando y quiere abrirlo de nuevo al público como hotel de lujo.

Llegamos a la dacha número 11 cuando el último miembro de la comitiva del jeque, sosteniendo en alto un haz de camisas limpias y planchadas, abandona el edificio en dirección al embarcadero. Nuestro acompañante, Stanislav Spateruk, era un oficial del KGB y trabajaba en esta dacha en 1991. El 19 de agosto estaba allí. ¿Estaba prisionero Gorbachov? “Nadie hubiera podido impedir marcharse al presidente de la Unión Soviética, si hubiera querido”, contesta.

Antes de alojarse en Foros, los Gorbachov habían veraneado en el palacio de Masandra. Raisa, sin embargo, no quería vivir entre los fantasmas de Brezhnev y convenció a su esposo de que debía construir una residencia nueva. Recorrieron en barco la costa sur de Crimea y recalaron en Foros. Así surgió la dacha número 11. Raisa quiso también que el palacio de Masandra dejara de ser un lugar secreto y abriera sus puertas a los turistas. (...) Un agente de seguridad nos custodia desde que penetramos en el territorio de más de 20 hectáreas con 1350 metros de costa reservada para los huéspedes. La dacha se edificó en dos años y se acabó en 1988. Tiene algo más de 2000 metros cuadrados, repartidos entre tres pisos y un tejado de cuatro vertientes de color rojo que cubre un patio central y los aposentos circundantes. Aquí está aún el despacho del presidente con manuales de consulta, algunos libros de arte, y otros de política y sociología. Hay una sala de gimnasia con una bicicleta fija, comedores con cristalería de Bohemia, un televisor gigantesco, y hasta un cine al aire libre, en el jardín, que hoy tiene un aspecto algo descuidado. Si se exceptúan los sillones de mimbre de la terraza, el mobiliario es aparatoso y hasta de mal gusto.

Descendemos a la playa por una escalera mecánica de dos tramos que recuerda las del metro, sólo que esta está cubierta con un material transparente y se desliza, como una oruga de plástico y metal, por un paisaje de sauces, pinos y sabinas. Abajo hay una piscina cubierta de 25 metros, una pista de tenis, una cabaña para descansar y desvestirse, una gruta para refrescarse, una terraza, dos playas y un embarcadero. El día es radiante; el mar, un espejo; cantan los grillos y gimen las gaviotas. Sin embargo, algo en el aire resulta agobiante. Creo estar en las ruinas de una civilización desaparecida, en el búnker de alguna guerra lejana, en un templo de dioses olvidados. Es curioso que ninguno de los dirigentes de Ucrania haya querido vivir en este lugar, que parece haberse congelado en el tiempo. Para devolverle la vida haría falta abrir sus puertas de par en par.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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