SANTA CRUZ > VISITA A LAS MINAS DE RíO TURBIO
Las famosas minas de carbón en Río Turbio, con su museo y su escuela de mineros, están preparadas para recibir a viajeros curiosos que desean conocer la historia de esos socavones de la estepa patagónica. Un acercamiento a la idiosincrasia del trabajador minero, cuya vida transcurre gran parte del día en la oscuridad subterránea.
› Por Julián Varsavsky
Todo el mundo sabe que en la última provincia continental de la Argentina existen las minas de carbón de Río Turbio. Pero casi todo el mundo ignora que en esas minas hay una escuela de mineros donde el viajero puede curiosear en las entrañas y secretos de ese submundo oscuro y hermético que encierra, entre otras cosas, una compleja idiosincrasia que caracteriza al trabajador minero, un hombre de dos mundos que tiene mucho para contarles a “los de arriba” sobre sus vivencias en la profundidad de la tierra.
El museo-escuela está ubicado dentro de una mina, y frente al socavón recibe al viajero un experto minero llamado Julio Gómez, que oficiará de guía. Con 32 años de trabajo en las minas, el minero habla con cadencia salteña –firme y pausada– y denota la autoridad de un “soldado” curtido en el fragor de las batallas subterráneas.
Al visitante se le entrega su correspondiente casco e ingresa en el aula dentro de la mina donde se instruye también a los aprendices. Y para que se entienda mejor cómo funciona todo y dónde estamos parados, Julio Gómez comienza a dibujar en un pizarrón el esquema general de toda la mina.
La parte formal de la visita –y por cierto la más original– es en el sector de las maquinarias de la escuela, donde se las ve funcionar in situ (ver recuadro). Pero más interesante aun resulta sacarlo del libreto al locuaz anfitrión y acercarse desde la palabra oral al orgullo propio que es la esencia del trabajador minero.
LA DOBLE VIDA El primer rasgo que hace del minero de Río Turbio una persona muy especial es el hecho de que su vida está dividida en dos mitades por la superficie de la tierra: una bajo tierra –donde permanecen cerca de seis horas–, en la cual todo es oscuridad y ruidos de martillos neumáticos y explosiones de dinamita; y otra a flor de tierra, donde apenas lo esperan unas horas de luminosidad hasta la llegada de la noche, y un tremendo frío que durante casi todo el año hace la vida un poco más difícil. O sea que los mineros son personas habituadas a la oscuridad. Por otra parte, la mayoría de los trabajadores de estas minas son personas llegadas desde el norte del país (La Rioja, Tucumán, Salta, Jujuy), para instalarse en una tierra que ya de por sí es otro mundo radicalmente distinto del que dejaron atrás. Así que tenemos a un hombre dividido y multipolar que por necesidad y por elección ha desarrollado una hábil capacidad de adaptación, del calor al frío, de la luz a la oscuridad, del norte al sur.
Ir al frente Cuando un minero habla de la circunstancia de estar dentro de la mina se refiere al hecho de “ir al frente”. Y a medida que avanza la conversación cada vez se hace más común la terminología bélica que rodea ese trabajo desarrollado a 500 metros de profundidad y a varios kilómetros de distancia de la boca de salida. “Bajo tierra nosotros estamos en estado constante de microsismo a causa de la vibración de las maquinarias”, algo que el visitante comprueba no sin cierto pavor cuando en el interior de la mina alguien enciende el martillo neumático y su traqueteo le repercute en los huesos mientras que su eco queda retumbando luego en el corazón.
El minero Gómez explica que cuando en el frente hay buenas condiciones de explotación todo es alegría, el carbón corre por la cinta transportadora y las máquinas realizan con eficiencia el trabajo de extracción. Pero todo es muy distinto cuando la mina se torna mezquina y el trabajador se enfrenta a duras tareas manuales con un esfuerzo especial que a la larga puede derivar en algún accidente. La vibración del martillo neumático en la profundidad es lo más parecido que hay a un ruido de metrallas amplificado por el encierro. Además hay brillo de metales, explosiones de dinamita que ocasionan estruendosos derrumbes y vehículos que parecen tanques a los que llaman “panzer”.
Desde los años ‘70 a esta parte los trabajadores más viejos recuerdan que una vez murieron veinticinco compañeros por una explosión de gas. En otra ocasión el coletazo de la muerte alcanzó a nueve trabajadores que venían durmiendo en la caja del carrito que los llevaba a la superficie, cuando se desplomó sobre ellos un techo de piedras que los destrozó. Y en el último accidente de este año cayeron otros catorce compañeros más. “El azar elige quién muere”, suspira Julio Gómez, que como todos los hombres subterráneos ha perdido amigos y familiares que le hubiera gustado poder rescatar. Y como en toda guerra, “el enemigo puede venir desde atrás”.
Al mismo tiempo, los roces y las peleas que pueda haber en las vicisitudes de la superficie quedan anulados en medio de los avatares del “combate” bajo tierra contra la pared de roca: “Allí abajo hay que ser solidarios, hay que unirse porque si no pierden todos como en una guerra, cuando la mina golpea lo hace contra todos por igual. Esta es la esencia de nuestro trabajo: ganarle todos los días una batalla a la montaña cuando nos metemos en ella para romperle el equilibrio a la roca y sacarle así la producción, que es lo que nos permite vivir. Además uno se siente poderoso taladrando una pared, accionando una manijita que produce una explosión y después yendo a ver el resultado de la onda contra la pared”.
TRABAJANDO CON FANTASMAS Entre tanto ruido y oscuridad opera la sugestión. Muchos tienen visiones o sensaciones extrañas, como ocurrió poco tiempo atrás cuando un hecho misterioso desperdigó una onda escalofriante entre los trabajadores. “Uno enloquece un poco dentro de la mina”, dice Julio Gómez. “Hace poco el compañero más viejo del turno entró en un lugar oscuro a cargar carbón y sintió que alguien le apoyaba una mano en la espalda. Y al darse vuelta vio que no había nadie. Lo grave fue que éste no era un tipo de hacer jodas y se generó una psicosis tremenda y nadie quería entrar ahí; tuvo que venir el jefe, el más valiente, y entró para comprobar que no había nadie en ese lugar.”
Pero el fantasma omnipresente y temido por casi todos es una viuda negra que habría muerto muchos años atrás, cuando entró en la mina para rescatar a su esposo sepultado por un derrumbe, que luego la alcanzó a ella también. Cada tanto su sombra comienza a dejarse ver como una silueta tenebrosa que pasa de repente de una pared a otra de una galería. Hay que tener en cuenta que en la mina hay ciento por ciento de oscuridad y muchas veces se oyen martilleos donde no los debe haber y luces que no tienen razón de ser. Y a la larga tanta tensión provoca accidentes en el trabajo que coinciden casi siempre con los rumores de la aparición (tal cual ocurrió en el último accidente).
Orgullo minero A pesar de todas las contras, el minero es una persona muy orgullosa de su trabajo, que al estilo de los antiguos trabajadores manuales es depositario de un profundo saber con habilidades que la máquina no puede suplantar (a pesar de que las utilizan). Muchos son incluso técnicos en minas que transmiten sus conocimientos a los hijos. El ingreso a la mina es un momento de algarabía que denota una gran ansiedad por entrar. A veces, cuando se suspende el trabajo –incluso después del último accidente–, hay una tensión por volver a entrar atraídos por un misterioso influjo que los impulsa a bajar una y otra vez. Eso sí, la salida de la mina luego de varias horas de esfuerzo y de tensión es un momento de una ansiedad similar a la del ingreso, en este caso por salir. Los mineros desean con todas sus fuerzas regresar al mundo de la superficie; hay una necesidad de salir corriendo como en tropel, como aquella vez que se llevaron por delante al mismísimo jefe de personal. Y cuando llegan a los vestuarios lo único que quieren hacer es tirar la lámpara al diablo, marcar la salida y darse una ducha para volver a casa a descansar.
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