ESPAÑA > LA GIRALDA, EL MIRADOR DE SEVILLA
Un recorrido paso a paso por la rampa que trepa al antiguo minarete del sultán de Marruecos, cuyos cimientos son las piedras de templos romanos, hoy campanario de la catedral de Sevilla, más conocido en todo el mundo como La Giralda. De tramo en tramo, un encuentro con la historia de dos culturas.
› Por Jorge Pinedo
Abu Yacub Yusub llega desde el Sur y de un galope atraviesa el centenar de pasos que separan su regio palacio, el Alcázar, de su espléndido minarete que domina, a setenta metros de altura, toda Sevilla. El sultán de Marruecos pasa junto a la judería y es saludado desde la laberíntica barriada antes de ingresar a la torre y trotar por las caracoladas treinta y siete rampas que lo llevan a la cúspide del mundo, el suyo, el de la cultura árabe. En 1198, el Guadalquivir era tan color esmeralda como hoy y Triana, el barrio en la ribera de enfrente, igualmente popular, como que albergaba a los albañiles, operarios y artesanos que construyeron la mezquita, la torre, el patio salpicado de naranjos. Musulmanes, judíos y cristianos convivieron a lo largo de más de cuatro siglos en la Andalucía mora, sembrando arquitectura, letras, ciencias y una marca que la posterior reconquista católica procuró borrar hasta la aniquilación.
Hoy, La Giralda sigue siendo esa torre espléndida, cuyos cimientos son las piedras de los templos romanos, que se divisa desde cualquier punto de la ciudad. Desde allí se aprecia una panorámica, que si bien no ha de evitar que el visitante practique el sensible arte de perderse en esos laberintos a cielo abierto, al menos cumpla su destino de flanêur dotado de una vívida imagen en la cabeza.
UN ASCENSO POR LA HISTORIA Dos torres, una dentro de otra, componen en la realidad material el antiguo minarete, hoy campanario de la catedral que se conoce como La Giralda. Concéntricas, se hallan unidas por una rampa que la trepa, a razón de doce pasos por tramo, separadas en cada curva por descansos de un metro cuadrado. Cada tanto se abren sendos ventanales de uno o dos cuerpos, de manera que durante el ascenso se experimenta el mismísimo paso de la historia. Parece como transcurrir por las capas estratigráficas de una excavación arqueológica que arranca de la piedra íbera, pasa por el templo romano, se engrandece con el tan sutil como adusto refinamiento de los constructores almohades, hasta llegar a la recargada superposición de los intentos cristianos. Por el interior de la fresca piedra el oído evocativo capta aún el eco de los cascos martillados por el caballo del sultán en su carrera por llegar a tiempo para orar hacia La Meca. Setenta metros de piedra, tosca y ladrillo andaluz que en el siglo XVI fueran recubiertos y elevados hasta completar los casi noventa y ocho metros, mediante un campanario al que se accede a través de diecisiete estrechísimos peldaños, tan angostos que garantizan que jamás un infiel equino los atraviese. A sus pies, la antigua mezquita a su tiempo fue aplastada por esa catedral que, todavía antes de ser construida, se erigió bajo la premisa “que nos tengan por locos”; y así es. Megalomanía que se aprecia al ir subiendo las rampas de La Giralda y, por las aberturas, ir saliendo de la lúgubre oscuridad de sus recovecos hacia la creciente luz del cielo que a todos ilumina, pasando por las infernales gárgolas, los pesados arcos arbotantes que sostienen las gigantescas cúpulas, las agujas góticas que imploran gloria para los creyentes y fuego para los herejes. En los descansos, impíos en general y argentinos en particular ilustran su banalidad con groseros graffitis.
Internas a la torre interna, las cámaras destinadas a albergar originalmente los servicios de mantenimiento hoy guardan los testimonios obtenidos en las sucesivas excavaciones e intervenciones restauradoras. Al poco tiempo de comenzar el ascenso, una reliquia casi contemporánea: el antiguo reloj de madera alrededor del cual se ha dispuesto una docena de espejos a modo de facilitar la visión del mecanismo.
Ya en el cuarto piso, donde se halla la primera cámara externa habilitada, se guardan elementos relacionados con la etapa fundacional del edificio islámico, entre el año 1172 (567 de la Egira) y el 10 de marzo de 1198 (594 de la Egira). Hay un plano de la planta de la mezquita, surgida del tablero del arquitecto Ahmad Ibn Baso, superpuesta a la planta de la catedral actual. Se lucen las aldabas de bronce de la Puerta del Perdón, las auténticas almohades; también dos humildes lamparillas aparecidas enlos cimientos del edificio durante recientes excavaciones arqueológicas. A la derecha se ve una representación giratoria de La Giralda, desarrollada en tres etapas básicas: la almohade al momento de la inauguración, la cristiana a partir de su “acrecentamiento” por el arquitecto Hernán Ruiz en 1568; finalmente una imagen convencional que refleja la disposición actual.
Dentro de la cámara Mudéjar de la novena planta se aprecian planos y maquetas del palacio árabe y el edificio de la mezquita que se inició en 1248 y sirvió como catedral hasta su paulatino derribo en 1434. Durante estos años se fue transformando en una construcción híbrida mudéjar. Las hojas de una puerta del siglo XIV ostenta letreros góticos y párrafos del Corán; delante, en una urna de cristal se muestran restos de vestiduras regias del siglo XIII, aún de la fase musulmana, desde ya lo suficientemente herejes como para hallarse fuera del perímetro sacro, aun hoy.
Seis plantas más arriba se exhiben algunas herramientas utilizadas en la construcción de la catedral, entre ellas máquinas y una colección de roldanas, algunas fechadas. Las más modernas son de hierro del siglo XVI, llevan ruedas de bronce y carcaza de madera y las más antiguas están hechas en tabla de encino. También, artefactos propios de la parafernalia de los obreros de la construcción de aquel lejano entonces: carros para transportar sillares, la réplica de una tenaza, elementos para tallar y pulir bloques. Un par de silleros, uno con una marca de cantero, un mazo y una cuña de hierro y un curioso rulo de forma prismática usado hasta fecha reciente, destinado tanto para moler incienso como para triturar la cal y los pigmentos de las pinturas murales.
Una suave brisa se cuela por entre los ventanales, lo que despliega un alivio estival y un llamado al abrigo durante el invierno. Inversamente, la empinada subida acalora los pasos y exige, en cualquier estación, una reserva de agua que riegue la vertical travesía. Momento para detenerse en el nivel diecinueve, dedicado a los albañiles y canteros foráneos que trabajaron en la catedral durante los setenta años de su construcción. Hay gárgolas, crochet y pináculos. Los carpinteros dejaron sus cuñas y los artesanos de Triana (muchos de los cuales aún conservaban sus originarios nombres musulmanes) aportaron para los desagües canaletas y atanores, además de una ingente cantidad de tiestos de mediados de siglo XV.
CARILLON SEVILLANO Agotado, el visitante arriba al mirador del campanario en el que aguarda que comience, a cada cuarto, a sonar el carillón mientras toda Sevilla se despliega ante sus ojos, uniendo los cuatro puntos cardinales en esa espiga áurea de tronco almohade y testa gótica. Extraña mixtura coronada por la torre instalada en 1568 y que le agrega casi veinticinco metros a la construcción original. A la vera del cuerpo de campanas, el estuco oferta en sus esquinas cuatro jarras de azucenas de bronce, restauradas por el artista Fernando Marmolejo. En ese estilo, donde el barroco acaricia el kitsch –si no fuera original–, la arquitectura renacentista da lugar al “cuerpo de carambolas”, luego al “cuerpo de estrellas”, la cúpula, el cupulín y finalmente la gigantesca Estatua de la Fe, en figura de mujer con vestidura clásica romana que lleva en una mano un escudo y en la otra una palma. Allí, la desmesurada veleta, el Giradillo, brilla a toda luz que se le interponga; impone su marca transformándose en el símbolo sevillano por excelencia en esa mixtura histórica de pueblos y saberes.
Torre que supo ser durante siglos la más alta del orbe, La Giralda amerita el arduo trajín sobre sus rampas internas al solo fin de agregar dos puntos cardinales a los cuatro sobre los que la ciudad se vierte: hacia abajo el anclaje en una historia que insiste en emerger desde sus albores contra toda profanación y borramiento; hacia arriba apuntando a un mañana donde las culturas vuelven a encontrarse.
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