ECUADOR > ECOTURISMO EN EL PACíFICO
Conocidas también como Islas Encantadas, las Galápagos exhiben un increíble despliegue de fauna y brillan en la historia de las ciencias naturales por haber sido el escenario de las observaciones que llevaron a Darwin a elaborar la teoría científica más revolucionaria del siglo XIX.
› Por Graciela Cutuli
Parecen surgidas de la nada, en medio de las nieblas del Pacífico. Durante siglos, fueron como espejismos que se aparecían a los navegantes en sus exploraciones de los mares del sur. Se asemejan a tierras de olvido y de aislamiento, apenas puntitos en los mapas de un remoto confín del mundo. Las islas Galápagos son todo esto a la vez, y también mucho más. Sobre todo desde el año 1835, cuando entraron de lleno en la historia de nuestro planeta gracias a un joven naturalista inglés de apenas 26 años. Charles Darwin les aseguró a las islas una fama mundial que hoy se mide en ingresos dejados por el turismo: a cambio, ellas le dieron al naturalista la posibilidad única de hacer observaciones que lo llevaron a elaborar su teoría de la evolución de las especies. Muchos años antes de los hombres en la Luna, Darwin hubiera podido decir que los pequeños paseos que dio por las Galápagos fueron pasos de gigante para las ciencias naturales.
Casi dos siglos más tarde, no se puede hablar de las Galápagos sin hablar de Darwin y de sus famosos pinzones. Y no se las puede visitar sin pensar en su obra científica y en este mundo que fue a la vez el teatro y el actor de sus observaciones y teorías. Las islas no tienen el mismo interés sin su excepcional capital natural, no tienen el mismo aura sin saber lo que legaron a las ciencias, ni tienen el mismo encanto sin ese aspecto de tierra primigenia que muestran por donde se las mire.
Como en tiempos de Darwin y de los descubridores, las Galápagos se visitan a bordo de un barco. No sólo porque es la mejor forma de llegar a ellas, pasando de isla en isla para explorar su increíble biodiversidad, sino también para contribuir con los enormes esfuerzos de preservación llevados a cabo por el estado de Ecuador y las entidades norteamericanas que aportan su conocimiento, fondos y personal en la vigilancia y el estudio de las islas.
A bordo de estos hoteles flotantes se hacen varias escalas cada día, mientras de noche se navega de una isla a otra. Es una comodidad que hubiera apreciado el monje español Fray Tomás de Berlanga, en 1535, cuando descubrió el archipiélago de manera fortuita, navegando de Panamá al Perú. A más de 1000 kilómetros de las costas del continente, las islas no hubieran sido halladas tan rápidamente si no fuese por las corrientes marinas que arrastraban hacia ellas a los barcos cuando amainaban los vientos. Seguramente gran parte de la flora y la fauna las colonizaron de la misma manera, desde el continente. Las Galápagos son de hecho muy “jóvenes”, si se mira su partida de nacimiento en tiempos geológicos. Tienen entre cuatro y un millón de años, y aún no terminaron su formación, como recuerdan las regulares erupciones volcánicas (que recuerdan también que las islas se encuentran sobre uno de los bordes de la placa tectónica de Nazca). Todo esto pasó desapercibido al fraile español, descubridor casual de nuevas tierras que llamó “Las Encantadas” porque parecían aparecer y desaparecer en medio de la neblina. Lejos de cualquier ruta marítima comercial a lo largo de las costas, las Galápagos fueron el refugio de piratas ingleses y holandeses, que además de azotar a los barcos españoles fueron los autores de una gran masacre de las tortugas nativas, tan grandes que Berlanga decía que “podían llevar a un hombre encima de ellas”. Los piratas, en cambio, se las llevaban para comerlas. Como los balleneros del siglo XIX, que prosiguieron con la masacre.
Las islas no fueron habitadas hasta 1812, cuando recibieron a su primer colonizador, un irlandés cuya historia figura en el relato “Las Encantadas” de Herman Melville. El joven gobierno ecuatoriano reclamó las islas en 1832, y las usó indistintamente como penal y colonia agrícola de dudosa reputación, hasta que en la Segunda Guerra Mundial Estados Unidos levantó una base sobre la isla Baltra para defender el canal de Panamá. El aeropuerto que construyeron los militares fue usado luego para hacer despegar el turismo, controlado de forma unilateral hasta que una huelga en 1995 hizo participar (tanto en las acciones como en las ganancias) a la población local. Sin embargo, el turista más famoso de las islas será para siempre Charles Darwin.
El naturalista inglés llegó a las islas en 1835 a bordo del Beagle, en un viaje científico por las costas y tierras de Sudamérica. Completando la gran suma de observaciones realizadas por el Atlántico Sur, Patagonia y otros lugares del continente, las Galápagos y sus pinzones fueron el detonador de la teoría de la evolución de las especies que presentó en un libro en 1859, revolucionando la visión y la comprensión de la fauna de nuestro mundo.
Muy probablemente Darwin se haya sorprendido en primer lugar por los paisajes atormentados del archipiélago: campos de lava, relieves marcados, paisajes apenas formados y vírgenes de plantas. Es una imagen que desconcierta a quienes, por estar las islas a escasos kilómetros de la línea del Ecuador, las esperan exuberantes y cubiertas de una vegetación tupida. Del mismo modo que esperan encontrarse con aguas cálidas y acogedoras. Sin embargo, no sólo son frías sino que las costas acantiladas son la prolongación de profundas honduras submarinas. En la estación seca, de mayo a diciembre, la temperatura apenas supera los 18ºC y una neblina casi permanente completa este frío traído por la corriente marítima de Humboldt, procedente del sur de Chile. Pero para Darwin, como para los turistas modernos, lo más sorprendente fue poder observar un reino animal que no conocía la desconfianza. Cada especie había llegado a las islas sin encontrar predadores, y las aves y demás animales no temían tampoco al hombre. Hoy todavía esta facultad de poder aproximarse a los animales que ofrecen las islas son quizá la mayor sorpresa y el mayor impacto que ofrecen las Galápagos, prueba de su naturaleza virginal.
Sin embargo, las tortugas son el desgraciado ejemplo de que las islas no siempre estuvieron a salvo de la depredación. Sobre la isla Santa Cruz, donde se levanta uno de los pocos pueblos permanentes del archipiélago, el Centro Charles Darwin estudia y participa de la protección de las distintas especies de tortugas galápagos. El símbolo de las masacres del pasado es el Solitario Jorge, un ejemplar centenario que es el único sobreviviente de su subespecie. Su hábitat, como el de las otras 13 subespecies (dos de ellas extinguidas), son las zonas más recónditas de ciertas islas, pero para los turistas el centro es el único lugar donde observarlas, ya que la mayor parte de las Galápagos mantienen acceso restringido para preservar eficazmente su tesoro natural.
Cruces de tortugas La principal ciudad de las islas, Puerto
Ayoras, cuenta con unas 10.000 personas. Está sobre la isla Santa Cruz, pegada al islote de Baltra, sede del aeropuerto. Primer contacto con las Galápagos, Baltra es tan desolado como la mayor parte del archipiélago: apenas unos cactus forman el comité de bienvenida en esta tierra alejada del mundo y también del verde.
Sobre Santa Cruz se encuentra también la única carretera, que cruza la isla de lado a lado. Tal vez sea la única ruta del mundo cuyos carteles advierten a los automovilistas que moderen la velocidad en zonas de cruce... de tortugas.
Las otras islas habitadas son las de San Cristóbal e Isabel, la más grande y la más alta (culmina a 1646 metros) respectivamente. Las demás, así como las zonas restringidas de estas islas, se visitan sólo respetando los trayectos marcados y delimitados. De hecho, los grupos de visitantes van siempre acompañados y no pueden desviarse, respetando el muy estricto sistema de control y preservación establecido en el lugar. Aunque a veces resulta algo frustrante, es el precio a pagar para participar de la preservación de este increíble mundo. Cada vez son más los barcos-hotel, y cada vez se agrandan más los pueblos y las ciudades, de modo que sólo un control firme pudo proteger hasta ahora a las Galápagos de la presión del turismo. Otra herramienta de contención es el derecho de ingreso al Parque Nacional que forma el archipiélago: 50 dólares por persona, con un cupo anual de 50.000 visitantes.
Otra isla habitada es Floreana, la más austral, cuya historia fue marcada por la figura de una baronesa alemana que se proclamó emperatriz de estas tierras. Y no faltan figuras novelescas que hayan pasado por aquí: nada menos que Alexander Selkirk, el mismísimo Robinson Crusoe, aquel marinero rescatado de la isla de Juan Fernández –junto a las costas chilenas– que participó de operaciones de piratería en el archipiélago. La historia de su naufragio inspiró a Daniel Defoe su célebre novela.
El primer contacto con las islas suele ser en la calle costanera de Puerto Ayoras, que se esfuerza en lograr un aspecto tropical, con tiendas de recuerdos, pelícanos en el puerto de pescadores, y casitas de fachadas coloridas y cubiertas de flores. Los barcos-hotel embarcan a sus huéspedes en general desde este puerto. Pero entre todas las islas que se visitan, la más fotografiada es la pequeña Bartolomé. Su paisaje de postal es a la vez lunar y dibujado como a propósito con formas y colores de gran belleza. Un pináculo emerge de la costa recortada, mientras los suelos varían en todos los tonos de ocres y rojizos. Los relieves de San Salvador, muy cerca, se suman a la belleza del sitio. Sin embargo Bartolomé no tiene la riqueza en flora y fauna de las demás islas, apenas algunos cactus que logran crecer sobre sus campos de lava.
En total se pueden visitar sólo 48 puntos del archipiélago. Algunos son apenas unos metros de sendero al borde de una playa, pero es suficiente para observar y convivir literalmente con muchas especies de aves, colonias de pingüinos, focas, iguanas y cangrejos. Cada sector transitable está muy bien marcado, y cada grupo debe ser guiado por personal del parque. Así se pasa a escasos centímetros de piqueros o de fragatas anidando, y hasta hay que alejarse de pichones de piqueros o jóvenes focas que vienen a curiosear con las cámaras de fotos. Generalmente se baja a tierra entre las 8.00 y las 10.00 por la mañana, y las 15.00 y las 18.00 por la tarde, los momentos de mayor actividad de las aves.
Lo que más se observa en las Galápagos son las distintas especies de piqueros: los hay de patas rojas, de patas azules y enmascarados. Se ven en las zonas costeras, y sobre acantilados de lava. Sus vecinos habituales son las fragatas, las comunes y las reales, las aves del paraíso y los pingüinos de las Galápagos (más pequeños pero de plumaje parecido al de Magallanes). En las costas se ven también gaviotas, petreles, pelícanos y albatros. Mientras tanto, en los montes interiores de las islas se ven pinzones, atrapamoscas, buzardos, halcones y lechuzas. Los otros animales emblemáticos de las islas son las iguanas, que se ven sobre las costas rocosas calentándose al sol antes de tirarse al agua en busca de comida.
En las horas más cálidas del día se puede hacer snorkeling, si el lugar lo permite. Debajo del agua hay otro mundo encantado que espera. Corales, peces multicolores, lobos marinos y pingüinos de regreso de sus salidas de caza submarina pueden divisarse con facilidad. Y con un poco más de suerte también se ven delfines, anémonas de mar y hasta tiburones martillo.
Encantado por donde se lo mire, este mundo aparte que forman las islas puede ofrecer las mejores fotos, las mejores vistas, las mejores visitas. Pero la mayor sensación al recorrerlas es la de haber sido partícipe del nacimiento del mundo. Severa y hospitalaria a la vez, áspera y amigable, la naturaleza de las Galápagos es un auténtico paraíso viviente.
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