Dom 15.01.2006
turismo

CAMPO BONAERENSE > TURISMO RURAL, PESCA Y ARTE AéREO

La Niña despega

En el pueblo de La Niña, sus habitantes no se rinden ante las desgracias. Después de las grandes inundaciones que anegaron los campos, descubrieron que con el agua habían llegado los pejerreyes. Y con los peces, los pescadores y la actividad turística. Pero aquí no termina la imaginación, ya que se acaba de inaugurar en esas tierras una original mega-exposición artística con cultivos, cuyos diseños se admiran sobrevolándolos en una avioneta.

› Por Julián Varsavsky

La Niña es un pueblo rural ubicado a unos 300 kilómetros de Buenos Aires cuya economía prácticamente se asfixió bajo las aguas de las inundaciones del año 2001. El golpe fue tremendo para los ánimos y la identidad local de los pobladores, muchos de los cuales se quedaron sin trabajo y tuvieron que emigrar. Pero en lugar de encerrarse a llorar la desgracia, un porcentaje importante de ellos –la población es de cerca de 500 habitantes– decidió buscar una reconversión económica a través del turismo.

En primer lugar descubrieron que los campos inundados se habían llenado de pejerreyes. En cuanto se corrió la voz, comenzaron a llegar en masa los pescadores y para darles alojamiento unas 25 familias se asociaron y abrieron las puertas de sus casas. Hoy, también los llevan a conocer algunas reliquias arquitectónicas de este pueblo perdido en el tiempo y les ofrecen comida.

¿COMO ES LA NIÑA?

El pueblo tiene calles de tierra arenosa y un centro urbano de casas de ladrillo a la vista que están alrededor de una plaza arbolada con tilos de copa piramidal. En los alrededores se despliega una segunda serie de casas desperdigadas con huertas al frente y al fondo, una vaca lechera pastando en el jardín, un horno de barro y algunas colmenas junto a la bomba de mano para extraer agua del subsuelo en algunos casos. En total son ciento veinte casas de las cuales treinta son el típico rancho tipo “chorizo” de adobe reformado con ladrillos, que a duras penas se mantienen en pie e inclinados sobre un costado, luego de más de cien años de existencia (no tienen columnas sino un precario palo a pique que cede de a poco). Además hay muchos ranchos que se desplomaron de viejos, cuyos restos le otorgan un toque fantasmal a ciertos rincones del pueblo.

El lugar más interesante y significativo de La Niña es su centenaria panadería con paredes de adobe, donde lo verdaderamente extraño se encuentra del otro lado del mostrador, traspasando una pequeña puerta. Ingresar en la cuadra –el enorme galpón donde se prepara el pan– es un viaje en el tiempo: allí hay una gran mesa de madera para amasar el pan y detrás, el horno de ladrillos de ocho metros de largo por ocho de ancho que funciona a leña. El actual encargado de la panadería lleva 17 años preparando el pan en soledad. En un principio les alquilaba la propiedad a sus dueños, pero cuando éstos murieron ya no tuvo a quién pagarle. Y ésta es una de las singularidades del pueblo: no existen los títulos de propiedad de las casas. De hecho el pago de una escritura y de los impuestos superaría el valor comercial de estas casas.

ARTE EN LA CATITA

Quizás uno de los exponentes más emblemáticos del inesperado e ingenioso giro turístico del pueblo es el establecimiento rural La Catita, ubicado en las afueras de La Niña. Sus dueños son Laura y Ricardo Gallo Llorente, un matrimonio que, ante la imposibilidad de plantar sus campos anegados, reacondicionó el casco para recibir turismo independiente y grupos de colegio. Y para estos visitantes, además del descanso y las actividades educativas según el caso, la propuesta es conocer de cerca y en profundidad la vida de campo y sus labores diarias, que van desde la inseminación artificial de una vaca hasta la desparasitación de un becerro en una manga de madera.

Entre los viajeros que visitan La Catita para disfrutar del campo, estuvo el año pasado May Borovinsky, una docente del Instituto Universitario Nacional de Arte. Una tarde, al comentar con Gallo Llorente un libro sobre Land art, es decir, intervenciones artísticas en la superficie de la tierra, el dueño de casa le propuso hacer algo similar en La Niña, un pueblo donde sus habitantes han desarrollado un sexto sentido para arreglárselas con lo que hay.

La docente llevó la iniciativa a su cátedra de Proyectual de escultura y le propuso a su titular Edgardo Madanes realizar una serie de obras de Landart como parte del trabajo artístico y pedagógico con los alumnos. Así se armaron los grupos de trabajo, hubo reuniones con expertos en geomensura y agricultura satelital, se habló con el arrendatario de las tierras –quien cedió el espacio por amor al arte y también para probar nuevas tecnologías–, y los alumnos y docentes hicieron un convenio con la Universidad de Buenos Aires para aprender rudimentos de agronomía. El proyecto comenzó a llamarse Fin de zona urbana y ya con los diseños en el papel, los artistas se fueron al campo. Después de superar algunas dificultades, se logró comenzar con la siembra de semillas en las parcelas que determinaron los artistas en un área de 76 hectáreas que hace apenas dos años estaban bajo las aguas. Para conseguir la variedad cromática se combinaron semillas de dos variedades de maíz –que crecen a diferente altura– y se plantó soja, que del verde muy fuerte pasa al amarillo dorado y adquiere un color cobrizo cuando las hojas se caen. Ahora, además de producir soja, trigo y maíz, el sembradío es una especie de megaexposición artística al aire libre que se utiliza para vuelos turísticos desde el aeropuerto de la localidad de 9 de Julio.

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