PUNTA DEL ESTE > LAS ONDULACIONES DE CASAPUEBLO
El museo-taller, residencia y apart-hotel del uruguayo Carlos Páez Vilaró fue modelado de a poco por el artista con sus propias manos como una obra más de las tantas que ha creado con arcilla. El resultado es una especie de palacio fantástico lleno de pasadizos, callecitas internas, recovecos y terrazas, donde está abolida la línea recta.
› Por Julián Varsavsky
Páez Vilaró instaló su primer atelier en Punta del Este en la década del cincuenta –cuando “Punta” no era lo que es hoy–, en la vetusta torre de un molino sin aspas del cual fue semidesalojado. Más tarde el molino fue demolido para construir el hotel Conrad, pero Páez Vilaró ya había elegido otro lugar sobre los acantilados rocosos de una península, donde construyó una casilla de lata y madera de tablones que traía el mar con los vendavales. Así surgió la precaria estructura de La Pionera –aislada, sin agua y sin luz– que el artista recubrió con alambre de gallinero en 1960 para luego agregarle cemento y ampliarla como quien le va agregando alas a un castillo encantado.
En su atelier, el entonces joven bohemio moldeaba piezas de cerámica con sus manos y luego salía al aire libre para seguir moldeando –también con sus propias manos– la casa que habitaba. Para hacer esta tarea, usaba unos guantes de cubiertas de auto que él mismo diseñó, con lo cual pudo darle a la superficie de la casa una textura muy particular, donde además no había ángulos rectos. Páez Vilaró nunca estudió arquitectura y afirma que aplicó en su casa la “arquitextura”, basada en el modelo del horno de pan. “Pido perdón a la arquitectura por mi libertad de hornero”, dice el artista con orgullo desbordado sobre su propia obra, que evoca la imagen de las casas blancas del Mediterráneo, las de la isla de Santorini en el mar Egeo, e incluso las líneas anárquicas de Gaudí.
Uno de sus famosos visitantes, el poeta brasileño Vinicius de Moraes, dijo que Casapueblo era un laberinto griego, y que una vez adentro no se sabía si se estaba entrando o saliendo. Al recorrer sus varios pisos escalonados según los caprichos de la montaña, aparecen pasadizos cuasisecretos, grandes esculturas de madera y metal, terrazas panorámicas, recovecos sin salida y cúpulas que terminan en soles, lunas o delicados cuernos. El edificio es como un gran queso gruyère con planos redondeados, pérgolas de caña junto a las piscinas que balconean el mar abierto, y muros ondulados con líneas que hacen una comba inexplicable, convirtiendo a Casapueblo en una gran escultura habitada; la verdadera obra cumbre del artista, cuya inspiración se expande por fuera de los límites del caballete y del atelier mismo, que está ubicado en lo alto de la cúpula mayor del complejo. Hoy, Casapueblo tiene cinco salas de exposiciones y setenta habitaciones que conforman un apart-hotel temático donde se hospedan viajeros de todo el mundo.
En la década del cuarenta, Páez Vilaró se integró a la vida del conventillo Mediomundo, un viejo caserón montevideano donde vivían familias de raza negra. Allí lo sedujo el universo del candombe y se dedicó a reflejar y recrear la estética de las comparsas y de los ritos africanos. Además de decorar la ropa de los lubolos, les pintaba la cara, los tambores y los estandartes, e incluso llegó a componer alrededor de trescientos candombes de carnaval. En el Museo-Taller de Casapueblo hay una completa muestra de pinturas y esculturas realizadas a lo largo de toda la carrera del “documentado” artista, que detallan cada aspecto de la cotidianidad y la cultura del negro uruguayo, incluyendo los cantos de cuna, las misas negras, los bailongos, los casamientos y los velorios.
Cuando Páez Vilaró dio por agotado el tema de la negritud en Uruguay, decidió partir en busca de las raíces, primero en los lugares más próximos como Bahía, República Dominicana y Haití, y luego en la “Madre” Africa, donde visitó Senegal, Liberia, Congo, Chad, Nigeria, Camerún... Durante su largo viaje, que llegó hasta Nueva Guinea y Tahití, pintó y talló máscaras de guerra, lanzas, fetiches y tótems, además de la selva y la cotidianidad de los masai, los papua, los samburu y los turkana, grupos étnicos con los que intercambió obras propias por objetos de arte africano que hoy integran la colección de Casapueblo.
En la actualidad, unas cien mil personas al año visitan Casapueblo, atraídas por el arte y la arquitectura de la singular construcción, pero también para admirar la puesta de sol más impactante de Punta del Este desde una azotea blanca donde no se ve otra cosa que el mar abierto.
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