RELATOS DE VIAJE > EN EL REINO DE NEPAL
Enclavada entre dos grandes civilizaciones –la china y la hindú, separadas por el Himalaya–, Katmandú es una ciudad legendaria de aspecto medieval, casi sin edificios modernos ni carteles luminosos. Entre sus callejuelas atestadas de gente abundan las reliquias milenarias y un aura religiosa budista e hinduista que impregna el ambiente de un lugar donde, literalmente, hay un templo o un santuario en cada esquina.
› Por Julián Varsavsky
“Tras la ventanilla del avión pueden ver el pico nevado del Monte Everest, que les da la bienvenida al histórico Reino de Nepal, lugar de nacimiento de Buda hace 2500 años”, dice el comandante, y entre creyentes y no creyentes se despierta un profundo o suave escozor emotivo que les sube todo por el cuerpo. Unos instantes después, en la cola de migraciones, espera su turno un hombre descalzo de aspecto mendicante, envuelto en una túnica blanca y exhibiendo con orgullo sus mechones de pelo trenzado hasta la cadera. Es un “saddhu”, con los pies negrísimos de suciedad; un hombre santo del hinduismo que abandonó (o casi) la vida mundana para dedicarse al ascetismo y a vivir de manera errante por las calles de Katmandú. Regresaba de la India, donde había asistido a un encuentro religioso.
Durante el viaje en taxi hasta el Thamel –un barrio con infinidad de hoteles y tiendas artesanales–, Katmandú empieza a exhibir algunos de sus misterios: ante los ojos se levanta una ciudad de casas bajas con ladrillos al desnudo, techos de madera carcomidos por el tiempo y algunas puertas diminutas de un metro y medio de alto. Infinidad de pagodas con techos romboidales superpuestos se entremezclan con las casas, y todo parece antiguo, casi ruinoso y algo sucio, pero rebosante de vida y actividad. Autos destartalados, rickshaws (triciclos-taxi a pedal) y motos humeantes recorren la ciudad y son una de las pocas pruebas de que estamos en el siglo XXI. Katmandú parece anclada en la Edad Media y es una de las pocas capitales del mundo donde la modernidad apenas ha posado su mano: no hay edificios altos, ni grandes cadenas de supermercados o carteles luminosos.
En cualquier ciudad occidental, la apertura de un camino arrasa con todo lo que se interponga a su paso. Pero en Katmandú las calles se desvían ante cada obstáculo: un templo hinduista, un santuario budista de 1000 años de antigüedad, o una piedra cincelada con caracteres sánscritos erosionados con el correr de los siglos, son razones suficientes para que los caminos caracoleen en contra de las reglas de la racionalidad moderna. El resultado es que las calles son un caótico laberinto sin sentido. Y si el tráfico es interrumpido por una vaca sagrada, son los vehículos los que se desvían mientras el animal descansa en medio de la calle. Es aquella lógica –de la cual este es apenas uno de los ejemplos más banales– la que hace de un viaje a Nepal uno de los más fascinantes que se pueden hacer hoy en el planeta.
Para los nativos, en su mayoría hinduistas y en menor medida budistas, cada acto cotidiano de la vida parece regido o al menos tocado por un ceremonial sacrosanto que parecen arrastrar desde la eternidad. Se dice que Buda caminó alguna vez por estas calles donde cada mañana, mientras el sol se asoma por sobre la cadena del Himalaya, incontables mujeres se dirigen con solemnidad hacia los templos de cada barrio portando bandejas con pétalos de flores y un polvillo rojo con el que frotan oscuras estatuas del siglo X expuestas al aire libre. El amanecer es bendecido con un concierto de campanadas que cada fiel hace sonar al ingresar a los templos. La intención es despertar a los dioses, que como nosotros también duermen.
El lugar más impactante de Katmandú es el templo de Pashupatinath, a orillas del río Bagmati –una arteria del sagrado río Ganges–, que al descender del Himalaya “comunica” a los hombres con los dioses. Así lo sentencia el Rig Veda, uno de los libros más antiguos de la humanidad. Existen crónicas que citan la existencia de este templo en el año 400 a.C. En su interior sobresale un gigantesco “lingam”, un monolito fálico que representa el poder destructor de Shiva. Siguiendo con una tradición milenaria, todos los días llegan fieles que descienden por las anchas escalinatas de piedra junto al templo hasta las aguas del Bagmati, donde realizan inmersiones en el río totalmente contaminado. Pero esto no debe sorprender a nadie, porque los peregrinos no van a refrescarse sino a purificar las almas.
La sensación más intensa del viaje me esperaba a un lado del templo Pashupatinath, donde asistí a una de las cremaciones que se realizan cada día sobre piras funerarias a la vera del río. Según el escritor Elías Canetti, cuando viajamos lo toleramos todo, y nos sentimos fascinados ante lo más atroz sólo porque es novedoso: “Los buenos viajeros son despiadados”. El cadáver yacía a cielo abierto sobre unos leños, mientras dos monjes realizaban los últimos rituales antes de encender el fuego. Toda la familia rodeaba el cuerpo del anciano muerto, pero nadie parecía triste porque para los hinduistas el fin de la vida no posee a priori un carácter trágico, sino que lo consideran una liberación del sufrimiento de la vida. El ritual continúa con el integrante más joven de la familia –un niño– dándole de beber al muerto un último sorbo de agua sagrada del río. Entonces se enciende la pira y en dos horas no quedará nada; las cenizas serán esparcidas en el río donde todos se bañan, y cada cual seguirá con su karma a cuestas.
La mayoría de los nepaleses van a parar al fuego al término de sus días, pero no los “saddhus”, que al ser hombres sagrados no necesitan purificación: simplemente son depositados en el agua para que se los lleve la corriente directamente al “cielo”.
En Pashupatinath la mente se encandila de imágenes portentosas, una tras otra. Crucé el río a través de un puente y me encontré en medio de un parque con colinas y árboles muy altos, lleno de templos abandonados casi en ruinas que alguna vez tuvieron el color del fuego. Una infinidad de monitos retozaban entre las estatuas milenarias de dioses hindúes; el parque estaba prácticamente desierto, y el ambiente místico remitía a la época en que Buda se internó por los bosques convertido en un asceta. Reinaba una paz absoluta matizada por el tintineo de un colgante de bronce que pendía del techo de un templo. Hasta que de a poco se comenzó a oír un monótono e interminable murmullo que provenía del interior de algún templo: “Om shri ganesha” (Yo saludo al bendito Ganesha). La curiosidad me impulsó a indagar uno por uno los oscuros santuarios, hasta que di con el “saddhu” que recitaba obsesivamente su “mantra”. Me asomé por detrás de una columna tallada con centenares de imágenes de Buda y lo vi en la penumbra, tras una cortina de humo, sentado sobre sus piernas enroscadas en posición de loto. El aroma a sándalo del sahumerio impregnaba con densidad la pequeña sala de este templo abandonado, y a decir verdad el “shaddu” tenía un aspecto casi monstruoso: el torso desnudo, la cara pintada –mitad de blanco y mitad de rojo–, y el pelo trenzado de dos metros de largo.
Caminar entre las 60 pagodas y santuarios de la Plaza Durbar de Katmandú es, sin exageraciones, un verdadero viaje en el tiempo 2 mil años atrás. Fue allí donde Bernardo Bertolucci filmó las escenas de su película Pequeño Buda sin la necesidad de ambientar nada.
Entre las calles de la Plaza Durbar nacen inexplicables corredores y pasadizos con techos bajos que desembocan en grandes patios con algún templo rodeado de casas que parecen a punto de desplomarse. Al azar elegí uno de esos corredores y enseguida me topé con otro más pequeño que estaba custodiado a la entrada por dos leones de piedra. Un hombre me indicó con el dedo que entrara, y al final había un estrecho patio con un sobrecargado y misterioso templo budista que albergaba una variedad de tesoros que jamás hubiera imaginado encontrar allí (ni en ningún otro lado). El santuario tenía forma de pagoda –con tres techos dorados superpuestos–, y a su alrededor circulaba un grupo de monjes tibetanos vistiendo túnicas carmesí, descalzos y totalmente rapados. Recitaban un antiguo rezo, el ambiente era enrarecido por las campanadas y no había un solo turista en el lugar. Entonces ingresé al templo y subí por una crujiente escalera de madera hasta un corredor decorado con estatuillas de bronce y plata con la imagen de Buda. En el piso superior, entre unos estandartes rojos, unas mujeres meditaban sentadas en el piso. Unos días después, leyendo una guía de viajes, supe que había estado en el mítico “Templo Dorado”, un lugar no muy visitado por lo difícil que resulta encontrarlo.
En Nepal los misterios y las revelaciones rigen los pasos del viajero. Funcionan como un cebo que estimula constantemente la curiosidad y nos impulsan a alcanzar rápido cada esquina con la ilusión de encontrar alguna maravilla. Ya lo dijo René Barjavel en su famosa novela Los caminos a Katmandú: “Quien llegue a esta ciudad no reconocerá lo aquí escrito. Quienes sigan los caminos que llevan allá no identificarán los caminos de este relato. Cada uno sigue su camino, que no es igual a ningún otro, y nadie desemboca en el mismo lugar”.
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