EE.UU. II > CALIFORNIA Y EL DESIERTO
› Por Graciela Cutuli
Un paseo en tranvía por las calles en cuesta de San Francisco sirve para confirmar que estamos ante la más europea de las ciudades norteamericanas, marcada siglos atrás por la fiebre del oro y el espíritu de los pioneros y más recientemente por el fenómeno hippy y la contracultura de los años sesenta, y por el rastro literario de las novelas de Dashiell Hammett y los poemas como puños de la beat generation. El puente Golden Gate, construido en 1937, merece ejercer de símbolo de una ingeniería norteamericana que nos han vendido desde hace años como sinónimo de progreso y de modernidad. Como inevitable banda sonora, le ajusta como anillo al dedo a San Francisco la canción de Otis Redding, Sitting on the Dock of the Bay, compuesta en 1967, poco antes de que falleciera en un accidente de avión.
Siempre hacia el sur, la costa de California aparece jalonada por un paisaje escarpado que se alterna con playas infestadas de surfistas que parecen moverse al ritmo de los Beach Boys y una serie de pueblos que han heredado los nombres de las misiones que en el siglo XVIII fundaron los franciscanos: Monterrey, Carmel, Santa Bárbara, San Luis Obispo... Y al final, de modo inesperado, surge la gran metrópoli de Los Angeles, la ciudad del futuro, el exceso por definición: mide 80 kilómetros de punta a punta, ocupa 1200 kilómetros cuadrados y tiene más de 1000 kilómetros de autopistas. Más que una ciudad parece un laberinto de asfalto en el que el hombre es tan sólo un peón sin importancia. El barrio de Hollywood, los estudios de las grandes productoras, las lujosas casas de Beverly Hills, el observatorio Griffith y la playa de Santa Mónica, punto final de la mítica Route 66 (3800 kilómetros desde Chicago), son referencias inexcusables de esta ciudad en la que logran convivir el espíritu de las novelas de Raymond Chandler, el desmadre de Bukowski y las imágenes trepidantes surgidas del cine de Quentin Tarantino o, en un ámbito muy distinto, de películas como Blade Runner o Pretty Woman.
A partir de Los Angeles, la ruta hacia el sur prosigue por la costa hasta San Diego y la frontera mexicana, con Tijuana al otro lado, pero es preferible virar hacia un interior inmerso en un paisaje que se desertiza por momentos. El cruce del Mojave, o el desvío hacia el Valle de la Muerte, un territorio desolado y asfixiante, permiten circular por un dramático escenario de no vida que, paradójicamente, se transforma unos kilómetros después en el estallido de luz y de color de Las Vegas, la gran ciudad surgida como una vibrante excepción en el desierto de Nevada.
Las Vegas, que vista desde lejos semeja un espejismo surgido de la nada, supone un punto y aparte en cualquier viaje. Cuando el viajero circula por el Strip, una avenida de 10 kilómetros de largo por 60 metros de ancho, no logra salir de su asombro. Los hoteles y los casinos de Las Vegas son en su conjunto el mayor parque temático para adultos del mundo, con imitaciones al por mayor de las pirámides de Egipto, de los palacios y canales de Venecia, de los callejones de la antigua Roma o de los galeones de la isla del tesoro. Nada es imposible en Las Vegas, la ciudad del dinero; cualquier sueño puede hacerse realidad en esta ciudad que parece diseñada para circular con un viejo descapotable de los años sesenta y con una banda sonora compuesta por canciones de Elvis Presley, y con luces de neón marcando el camino.
Cuando el viajero se sumerge en los parques nacionales de Utah y Arizona, una maravilla rocosa de formas caprichosas y tonos rojizos –con el impresionante Monument Valley a la cabeza–, constata que de allí surge el imaginario de casi todos los westerns del Hollywood dorado, con John Wayne como actor casi obligado. No muy lejos, el Gran Cañón del Colorado se abre como una grandiosidad esculpida a lo largo de los siglos por un río fangoso que recorre 2500 kilómetros antes de desembocar en el Pacífico.
El País Semanal
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