Domingo, 21 de mayo de 2006 | Hoy
JUJUY FIESTAS POPULARES EN LA QUEBRADA
La Quebrada de Humahuaca fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Pero el verdadero patrimonio está en sus habitantes, portadores de una cultura viva y palpitante que renace una y otra vez en sus tradiciones y en sus fiestas populares, cuando el pueblo evoca en esos actos mágicos la fuente inagotable de su diversidad.
Por Marina Combis
Una calle de piedra que parece de otro tiempo se pierde poco a poco entre los cerros. En la vieja esquina, un farol anuncia el comienzo de un pictórico atardecer. Dos changuitos de andar sereno y mirada lejana se acercan, y con voz suave y una ancha sonrisa proponen: “Si me da un caramelito le canto una coplita”.
Dicen que habla poco, pero que canta lindo la gente de la Quebrada, una tierra de paisaje árido poblado de cardones y de cerros que parecen encresparse para desafiar al cielo. “Las coplas son mis hijas”, decía un viejo coplero de Maimará, pero en realidad son hijas de todos. Se cantan al ritmo de la caja y a veces del erkencho, en rueda de copleros o en soledad, para los otros o en desafío pero siempre con picardía, y se cantan sobre todo cuando es tiempo de fiesta.
En esos cerros de cien colores, en esos valles surcados de ríos de piedra, las fiestas son hijas mestizas de las antiguas tradiciones prehispánicas, de las celebraciones del santoral cristiano y de algunas fiestas paganas, como el Carnaval. Es un estandarte de memoria e identidad la Wipala, la bandera del Tahuantinsuyo, que se vuelve a levantar para celebrar las tradiciones que no han quedado en el olvido: el culto a la Pachamama, la Señalada o el Tinkunaku habitan día a día el alma de los cerros.
A veces, el símbolo del viejo Imperio incaico también acompaña las peregrinaciones, porque hasta en los santos se esconden los antiguos dueños de la tierra. La conquista llegó temprano a la Quebrada de Humahuaca. La primera encomienda en la Puna fue la de Cochinoca y Casabindo, concedida a Juan de Villanueva y Martín Monje en el “Repartimiento de indios” que hizo Francisco Pizarro en 1539. Unos años más tarde, en 1557, la confirmaba el virrey Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, en esta entrega de gentes que formalizó la esclavitud de los conquistados: “Os deposito en la provincia de Tanja, el cacique Quipildora señor de Omaguaca con todos sus pueblos e indios”.
De la mano de la apropiación de tierras y personas llegó la imposición de nuevas costumbres, y los santos intentaron reemplazar a los viejos dioses. Peregrinos y promesantes bajan de los cerros y renuevan el sincretismo de tanta historia. La Fiesta de Casabindo, la de Nuestra Señora de la Candelaria o la Semana Santa hacen rica esta mezcla de pensamientos, y la mantienen como si el tiempo se hubiera detenido para pensarse a sí mismo.
Pero la verdadera fiesta de la Quebrada es pagana, y allí se abrazan los sueños con la memoria. En el Carnaval confluyen la tradición andina y los viejos ritos de la festividad europea: los “enharinados”, las máscaras, las bandas de sikuris, el Diablo que en realidad es el Pujllay, el dueño eterno del inframundo. Entonces todo es de todos.
Aunque es abierta y no impone fronteras, la fiesta es cosa de la comunidad, un espacio para compartir el desenfreno y olvidar los sinsabores de la vida cotidiana, una oda a la alegría que será breve pero memorable. Es difícil imaginar una fiesta en la Quebrada donde no brote el canto de ese pueblo siempre silencioso, donde no suene la música en el eco interminable de los cerros, donde no estén las manos unidas en un interminable paso de danza.
Temprano llegó el Carnaval a las tierras de la América recién conquistada. Una de las Ordenanzas de Hernán Cortés para que “se gobiernen los vecinos, moradores y estantes y habitantes de las villas pobladas y que en adelante se poblarán”, no olvidaba garantizar la provisión de carne y alimentos entre la Navidad y los carnavales. Pero el Carnaval era popular, y la Inquisición y la Iglesia no veían con buenos ojos tanto festejo desenfrenado, que muchas veces terminaba en verdaderas batalles campales. En 1747, el padre Comendador de la Merced de la Ciudad de La Paz escribía: “El carnaval del diablo ha sido muy pecaminoso, los hombres, con pretexto de untarles con harina la cara y los pechos a las hembras, cometían tratamientos que conducen al pecado”. Sin embargo, no era pecado sino pura alegría esta gran fiesta del pueblo donde convivían las tradiciones, y entonces siguió siendo. El Carnaval de la Quebrada empieza temprano, cuando llega el tiempo de los abrazos, y hombres y mujeres renuevan sus vínculos en la antigua costumbre del “compadrazgo”, el Tinkunaku que redime los pesares y renueva la convivencia comunitaria. El “Jueves compadre” y el “Jueves comadre” nacen antes de la fiesta, y allí renacen la coplas que cantan penas y desconsuelos, que enarbolan reproches y los perdonan, conservando casi intacta la métrica de los versos del Siglo de Oro Español. El verdadero Carnaval comienza unas semanas más tarde, cuando se ofrenda a la Pachamama y se desentierra el “diablo”, el viejo Pujllay, para que reine por todo el tiempo de la fiesta mientras las comparsas y las bandas de sikuris quiebran el silencioso estar de las montañas. Entonces las olleras sacan a relucir su grandes cántaros de chicha, las comadres preparan el asado de cordero con mote, papa y choclo o el picante de pollo, los hombres preparan el papel picado y la harina para coronar de nieve los rostros cansados de los danzantes.
Y así sigue el pueblo toda una semana, entre huaynos y coplas, entre sikureadas y tarkeadas, desgranando sueños que habrán de llegar. Es el tiempo del “entierro del Carnaval”, y el Pujllay vuelve a la tierra donde podrá dormir hasta el año siguiente: “Ya se ha muerto el Carnaval, ya lo llevan a enterrar. Echenle muchita tierra, no se vaya a levantar”.
Vienen bajando de las alturas, en una procesión serpenteante, peregrinos de las nubes que cargan en andas una virgen de madera. Es la Semana Santa, y desde Tilcara han subido para alcanzar el santuario de la Virgen de Copacabana, una tradición que data del siglo XIX y que nació en el Abra de Punta Corral, a 4200 metros sobre el nivel del mar.
No están tristes esos miles de fieles que han subido hasta los cerros, porque los acompañan más de cuarenta bandas de sikuris, esa “flauta de pan” andina que en sus cañas recoge el viento profundo de las montañas y lo hace música. Algunos grandes bombos marcan el ritmo, como queriendo apaciguar el corazón de los promesantes. En lo alto han levantado unas habitaciones dispuestas como si fueran parte de una antigua Plaza Mayor, para que se alojen las bandas de sikuris y los promesantes. Es como una gran feria de pueblo: carpas para los peregrinos, vendedores de comidas, bebidas y de todo un poco, miles de fieles que han subido el lunes que sigue al Domingo de Ramos y que esperan, en ese páramo de soledad, que la Virgen baje a visitar el pueblo. Visten como antiguos soldados romanos los que custodian a los “esclavos” que cargan sobre sus hombros a la Virgen de Punta Corral. Y visten como pueblo, de colores alegres, quienes comienzan a bajar la pendiente a veces abrupta, serpenteante, envueltos en el sonido estruendoso de los bombos, redoblantes y matracas, en el sonar incesante y confuso de los sikuris. Descansan por un momento a un lado del Río Huasamayo, y siguen bajando. Así entran en Tilcara, recorren las estaciones del Via Crucis, engalanan el pueblo con fervor religioso, y así la llevarán a dormir en la cumbre de los cerros, cuando termine la Semana Santa.
Pero son esos cerros interminables los que custodian la memoria ancestral del alma andina, y son otras fiestas las que alientan tiempos de bonanza. La Madre Tierra, la Pachamama, presidirá cada acto cotidiano, cada celebración, cada vivencia, se alimentará con hojas de coca y con chicha fresca para devolver al pueblo buenas cosechas, para multiplicar el ganado, para sembrar la esperanza. Y vive en las coplas de ese pueblo generoso que no olvida sus raíces. “¡Adiós, Jujuycito, adiós, te dejo y me voy llorando. La despedida es muy triste. La vuelta, quién sabe cuándo.”
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