Domingo, 4 de junio de 2006 | Hoy
TRAVESIAS > POR EL MíTICO RíO DEL SUDESTE ASIáTICO
Cruza siete países y recibe seis nombres distintos. Desde su origen, un misterioso lugar del Tíbet, hasta su fin, cuando se desgaja en un delta de innumerables canales, el fértil gigante asiático serpentea por 4900 kilómetros desbordantes de vida.
Por Paco Nadal *
Un río no tiene edad, en esto radica su hechizo. Posee otros parámetros mensurables, sí, como longitud y caudal, nacimiento y desembocadura; pero el fluir de sus aguas es como un bucle, una cinta sinfín junto a la que nacen, crecen, se reproducen y mueren culturas, civilizaciones, cultivos, ciudades, imperios, templos y gente. Y mientras esto sucede, el río –siempre igual, pero siempre distinto– sigue fluyendo sin que nadie pueda aventurar cuándo empezó a trasladar agua y cuándo terminará de hacerlo.
¿Qué edad tendría el Mekong? ¿La de los templos de Angkor? ¿La de los arrozales que brotan en cada palmo de terreno libre en la época de lluvias? ¿La de la tradición china? El Mekong no es sólo el duodécimo cauce más largo del mundo y el tercero de Asia. Un venerable curso líquido en torno al que han crecido algunas de las civilizaciones más fastuosas de la antigüedad. (...) Descender el Mekong es como descender a las profundidades de una historia lejana. En sus orillas se levantan ruinas de templos fabulosos como los de la antigua capital jemer de Angkor, en Camboya, construidos con maestría arquitectónica en el siglo IX, cuando en Europa andaban haciendo cálculos para que no se nos cayeran las bóvedas de cañón.
El río Mekong nace en el Tíbet, al pie del Himalaya, y recorre cerca de 4900 kilómetros a través del propio Tíbet, China, Myanmar (Birmania), Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam, donde se mezcla con el Mar de la China Meridional, formando antes uno de los mayores deltas del mundo. Su cuenca tiene la extensión de Francia y Alemania juntas, y se calcula que el 80 por ciento de la población que en ella vive depende de la pesca y la agricultura de ribera. El arroz que se produce en la cuenca del Mekong sería suficiente para alimentar anualmente a 300 millones de personas.
Este coloso ha sido a lo largo de la historia una barrera de separación más que un vínculo de unión. El río fue y sigue siendo una vía de comunicación, sobre todo en zonas remotas; pero por esa calzada de agua también se colaron piratas chinos, saqueadores, colonizadores –entre ellos algunos españoles– y ejércitos invasores de las potencias locales –el antiguo Siam, Birmania y Vietnam–, que hostigaron y saquearon ciudades camboyanas y laosianas sin pausa ni piedad. No es de extrañar, por tanto, que del río se recele. Tanto como para que cada región geográfica le diera un nombre diferente. En 4900 kilómetros, el Mekong cambia de nombre seis veces. Para los tibetanos es Dza Chu (“agua que nace de los peñascos”), para los chinos es Lancang Jiang (“río turbulento”). Tras lamer la frontera birmana, el río gira al Este y se interna en Laos, donde se lo conoce como Mae Nam Kong (“madre de todas las aguas”). Con él seguirá casi mil kilómetros más, hasta que, al entrar en tierras de Camboya, se lo rebautizará otra vez como Tonle Thom (“gran río”), para volver a cambiar al cruzar la frontera vietnamita y aproximarse a su final, donde el río se desgaja en mil canales que irrigan el delta y se lo conoce como Cuu Long (“río de los nueve dragones”).
En Luang Prabang, como en todo Laos, la gente madruga mucho, pero las primeras en levantarse suelen ser las mujeres que venden sus productos en el mercado de verduras de la calle Talad. Viven al otro lado del río, y antes del amanecer indochino cruzan en sus piraguas el Mekong para conseguir un buen sitio y vender la mercancía antes de que los calores tropicales fundan la ciudad en una calma bochornosa. A pesar de esas prisas, el de Talad no es un mercado al uso. No es ruidoso y estresado. Nada lo es en Laos. El budismo impregna cada acción cotidiana, y el viajero occidental, acostumbrado a otros ritmos, termina dejándose acariciar por esa ingenuidad laosiana que tiene más de sentido inteligente de la existencia que de candor inexperto. Luang Prabang es la antítesis de la ciudad asiática atacada por la contaminación y el tráfico. Apenas hay vehículos a motor, y las pocas motos y coches que circulan no van a más de 30 kilómetros por hora. ¿Para qué ir más rápido? El mercado de Talad huele a cilantro y a leche de coco, y tiene el color dorado de la mañana incipiente. Hay una sonrisa beatífica en el rostro de estas mujeres que suena a natural. Esa paz de espíritu hace aún más subyugantes los viejos edificios coloniales franceses de Luang Prabang, un conjunto arquitectónico de casitas de madera de teca de dos plantas, supervivientes de la Conchinchina francesa, que le ha valido a Luang el reconocimiento de Ciudad Patrimonio de la Humanidad.
Luang Prabang es la primera gran ciudad laosiana que baña el Mekong y en la que el tráfico comercial por el río empieza a intensificarse, sobre todo en época de lluvias. (...) Los hena saa (“barcos lentos”), piraguas alargadas y majestuosas con la proa rojiza levemente erguida, remontan el Mekong hasta Bang Hue Xai, el puerto fronterizo con Tailandia, donde suelen recoger a decenas de jóvenes mochileros que hacen Indochina a golpe de guía de Lonely Planet. Desde Chiang Rai pasan a Laos por esta vía, y tras unos días en Luang Prabang siguen ruta a Vietnam Norte. (...)
Cuatrocientos kilómetros río abajo, las aguas del Mekong desfilan frente a Vientianne, la capital laosiana. Es tranquila y adormilada, y sólo tiene de capital el nombre. Hay algunas grandes avenidas de la época comunista que recuerdan la ampulosidad del urbanismo soviético; mucha vida local en torno a la ribera del Mekong, con restaurantes, cafés y terrazas que los vecinos inundan al atardecer y los días festivos, y un desproporcionado arco de triunfo, el Patuxai, levantado por la oligarquía gobernante en los años ‘60, antes de que llegaran los marxistas del Pathet-Lao, con dinero desviado de donaciones de Estados Unidos que debían servir para la construcción de un nuevo aeropuerto. Vientianne tiene una intensa vida nocturna, ya sea en prostíbulos camuflados como karaokes o en restaurantes y discotecas para la clase media y alta local y los residentes extranjeros. (...)
El Mekong entra de esta manera en Camboya. No así los viajeros, que debemos abandonar el río en este punto y cumplir los trámites de aduana en un pequeño puesto de madera que los laosianos han montado en el margen izquierdo del cauce. Hasta hace poco, el paso a extranjeros estaba vedado por esta frontera terrestre pero, aunque no hubiese estado prohibido, hubiera sido suicida intentarlo; en esta zona remota y frondosa se ocultaban los últimos femeres rojos de Pol Pot, un nombre asociado por toda una generación con los mayores crímenes contra la población civil. (...) Hoy, tras los acuerdos de paz de 1999, no quedan guerrilleros en la frontera con Laos y Tailandia, pero el tránsito sigue siendo igual de conflictivo. Según el mapa de la editorial Globetrotter, existe una carretera asfaltada que en paralelo al Mekong cruza Camboya y llega hasta el mar. Pero es sólo una declaración de intenciones. (...) Lo que sí ha llegado es la deforestación. Avanzamos por un paisaje marciano, con miles de árboles arrancados y kilómetros de selva quemada. Con la excusa de la apertura de la nueva calzada, el gobierno camboyano ha autorizado la tala de los árboles a unos 500 metros por ambos lados de la obra. (...)
El Mekong ha recorrido ya más de 4 mil kilómetros desde su nacimiento –donde quiera que se sitúe–, pero es al entrar en Vietnam y desperdigarse por los canales del delta donde de verdad se convierte en un torrente de vida. Vietnam y Mekong son dos realidades inseparables, dos siameses unidos por un cordón de aguas estancadas. El río deja de ser líquido para transformarse en recuerdo.
Recuerdos de la guerra de Indochina, de la colonización francesa, de la escuela de la madre de Marguerite Duras, de Graham Greene y el hotel Continental de Saigón, del coronel Kurtz y la Cabalgata de las valquirias, y de una generación de jóvenes norteamericanos desperdiciada en una guerra absurda. Pero también de la vida que renace después de cada Monzón, de los templos de tejados puntiagudos con grandes cornamentas al borde de los canales, de los mercados flotantes, de los arrozales que verdean eléctricos al sol justiciero del Trópico, de la vida que se escenifica enlas riberas y de ese “manto de opulenta vegetación que por abajo se encuentra ya trabajado subrepticiamente por el microbio humano”, como decía Pierre Loti, el viajero y escritor francés que visitó Angkor en 1900. En Vietnam, sus habitantes viven en el río. Como si este cauce sin edad fuera mucho más antiguo, más protector aún en el delta.
Los caminos de Vietnam son una sucesión de obstáculos, ya sean caminantes, motoristas, mercaderes, animales, camionetas, restaurantes, mercados o viviendas que ocupan los laterales de las carreteras en un disco rayado, sin que se sepa dónde acaba una aldea y empieza la siguiente. Parece que los más de 70 millones de vietnamitas se pasaran la vida haciendo algo al borde de los caminos. Detrás están los interminables arrozales. Hombres y mujeres se agachan y levantan de forma rítmica cubiertos con sus non la, los gorros cónicos tradicionales vietnamitas. El arroz en Vietnam es una forma de espiritualidad. La savia que mantiene el árbol de la vida, tan antigua como el propio río. Por eso la silueta minúscula de los aldeanos es parte necesaria del decorado. Tal como ocurre en las orillas del Mae Nam Kong desde hace más de mil años. z
* De El País Semanal.
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