BRASIL > EL MORRO DE SAN PABLO
Ubicado en la isla de Tinhare, al sur de Salvador de Bahía, el Morro de San Pablo es una villa agreste con un fortín colonial, cuatro playas cortadas por arrecifes y un enjambre de palmeras. Piscinas naturales con peces bufones, un clima tropical inmutable y todas las opciones para vivir en ojotas.
› Por Pamela Damia y Emiliano Guido
La Corona Portuguesa construyó el fuerte Morro de San Pablo para defender la isla de Tinhare de los furibundos ataques piratas que asolaban la costa bahiana en el siglo XVII. El anillo amurallado con sus derruidos y enmohecidos cañones ahora tiene estacado en pleno corazón de su defensa una formación de palmeras sedadas y en su retaguardia atesora playas de ensueño.
Hasta la década del ’70 los hippies lo adaptaron como refugio y antídoto contra sus fobias urbanas; aún hoy se ve un puñado de artesanos nómades ofreciendo una bijouterie estrafalaria. Pero la colonia de pescadores fue convulsionada ante las febriles visitas de las familias de Salvador de Bahía que lo agendaron como centro de veraneo. El Morro vive una carrera ascendente de popularidad que se potenció en los últimos siete años para posicionarse como el tercer destino turístico del estado de Bahía, después de Salvador y Porto Seguro. Por eso, en una comarca de apenas seis mil habitantes funcionan más de cien posadas y una decena de resorts de lujo.
Todos los caminos de Bahía conducen al Morro. Los botes y lanchas rápidas, a no más de 10 reales desde la pintoresca ciudad de Valenza, atracan en un pequeño muelle enlazado con la histórica puerta del lugar: un arco del siglo XVII. Desde allí, una escalera de piedra muy pronunciada conduce a un espacio abierto donde se concentran los artesanos cuando atardece. A la izquierda está la principal vía de comercios: una calle estrecha donde el trajín de la gente levanta motas de polvo que se ven a contraluz, como suspendidas bajo el ardiente sol. Calle abajo está el mar, seductor y transparente.
La peculiaridad de la villa es que no pueden circular los autos. Para trasladar el equipaje de los turistas directo a la posada, los morenos del Morro, vestidos con remeras amarillas o azules que sponsorean a sus patrones, bordean la playa utilizando una carretilla pintada como si taxi fuera, con cartel y todo. A salvo del asfalto, en la pequeña montaña cubierta por palmeras y arbustos, las calles parecen gusanos de tierra que suben y bajan por el relieve del morro erosionado. También hay múltiples escaleras para sortear las pendientes pronunciadas.
El Morro disemina a sus huéspedes en cuatro “praias”. La numeración guarda cierto correlato: de menor a mayor varían los precios y con ello el “target” de sus peregrinos. La “primera” es minúscula y todavía conserva algunas tradicionales casas de veraneo. La “segunda” es un estanque de agua tibia cerrado por un semicírculo de arrecifes que concentra todos los atractivos para los más jóvenes. La “tercera” es una costa angosta más concurrida por embarcaciones. Y quien pueda desembolsar 500 reales por día será un jeque en la “cuarta” playa.
Uno de los paseos más tradicionales es la subida hasta el faro, el punto más alto de la isla, desde donde se obtiene una panorámica de la costa hasta la tercera playa. El ascenso se inicia en los restos del fuerte colonial y continúa en una picada cubierta con una prolífica vegetación. Se recomienda concurrir al atardecer, es decir a las cinco y media de la tarde, porque en el morro también atardece más temprano. A pocos metros, los turistas audaces pueden acortar el camino de regreso con la “tirolesa”. La aventura de colgarse de un cable para aterrizar con una refrescante brusquedad en las aguas de la primera playa, cuesta 30 reales y mucha adrenalina.
Las excursiones náuticas se hacen a bordo de botes y lanchas cuyos nombres revelan una intensa imaginación tropical: “Delirio o mar”, “Aguas del infierno”, “Ñao temas”. El primer punto de la vuelta más clásica y económica por la isla es un banco de arena en el medio de mar, puesto allí como milagro divino. Luego, dorarse al sol en una playa desierta de frutales rojos y arenas pálidas que rechinan como tiza. Según un vivaz guía de ocho años, esta sequedad implica que también son movedizas. Aunque pueda ser una exageración, lo cierto es que los talones se hunden constantemente. Después de un contundente almuerzo que puede variar entre ostras y moqueca (pescado enguisado) en el cercano puerto de Gamboa, el paseo puede culminar con un baño de barro curativo en charcos de lodo mostaza que se forman al pie de un morro por un sistemático goteo desde las alturas. Una terapia más humorística que balsámica ya que todos lo que se sumergen quedan teñidos como seres de una dimensión desconocida.
Es notoria la presencia de italianos y argentinos, pero no sólo en clave turística: muchos lo eligieron como su lugar en el mundo y con sus ahorros a cuestas impulsaron la construcción de varias posadas y restaurantes. La gastronomía es una ventaja comparativa para estas comunidades, ya que la cocina brasileña se centra fundamentalmente en el arroz y las frituras. Es así que las pastas italianas y el asado argentino se han convertido en las dos vedettes del arte culinario en el nordeste brasileño.
Los pobladores son más que amables, disposición entendible ya que todos están sujetos de alguna manera a los servicios turísticos, y hacen todo para que la ecuación “más placer a menos gasto físico” sea posible. Desde las cómodas reposeras se accede a un menú variopinto elevando un poco la voz o consintiendo con un mínimo gesto. Ensaladas de frutas con helados, milho (choclo) caliente con manteca, agua de coco, masajes...
Los locales prefieren no descansar en la playa y menos dilatar el tiempo en una lectura de verano. Como si fuera un sambódromo todos hacen piruetas con esa pizca de vedettismo con el que están sazonados: vueltas circenses, capoeira y axé estimulado con buenas dosis de cerveza. Además de pelota a paleta durante todo el día, la competencia predilecta cuando cae el sol es el fútbol-tenis: los astros del balompié juegan con las manos esposadas para realzar su destreza mientras todos apuestan y gritan alrededor.
La noche junto al mar tiene su encanto para las parejas. Es un escenario intimista ideal que gana en fantasía con la misteriosa vigilia del faro y sus rítmicos destellos. Los restaurantes de la “segunda” playa, a pasos del mar, disponen las mesas directamente sobre la arena y solo utilizan una lánguida lumbre de vela. Se puede cenar descalzo o con la poca ropa del día; ni las miradas ni la temperatura lo impedirán. Con el aplacado susurro del mar de fondo, casi todos los lugares cuentan a esa hora con una banda que deleita con la suave música popular brasileña mientras un promotor gentil invita a no perder más tiempo y sentarse ya bajo las palmeras. Para los menos comprometidos a nivel sentimental, hay algunos boliches de música electrónica más alejados, incluso uno de varios pisos en las alturas del morro, que duran hasta el amanecer.
Más cerca de la orilla, una ronda de medio centenar de puestos con tragos frutales endulza la previa de las veladas. Bajo los toldos, los “barman” acomodan el abanico cromático tropical de las frutas que manan en cada rincón de la isla. Caipiriña y caipiroska son los clásicos, pero la caipifruta aventaja por ser un trago refrescante y de libres combinaciones al deseo del consumidor: abacaxi, limao, manga, acerola, ciriguela, con un toque de bebida blanca por supuesto. Los más románticos llevan su copa para rozar el mar bajo un cielo plateado, narcotizados por una suave brisa nocturna y el ronroneo de las olas. Pero a veces caldea el ambiente alguna guitarreada de amigos a modo de “fogón” cual campamento en la cordillera. ¿Qué más? Después de una exuberante noche en el Morro, sólo resta un sueño relajado.
Cómo llegar. Desde Salvador: una lancha rápida por 50 reales tarda 4 horas ($ 70). La alternativa más económica no llega a los 20 $ pero incluye varios tramos: desde el puerto San Joaquín a la isla de Itaparica se llegaen ferry. Luego hay que tomar un colectivo a Valenza donde se abordan las embarcaciones hasta el Morro.
Alojamiento: Las posadas con vista al mar y habitación doble con desayuno incluido no baja de 120 reales ($ 170). Las más baratas, que están en el interior del Morro, cuestan 25 reales ($ 35) por persona.
Más información: Embajada de Brasil, Cerrito 1350. Atención de lunes a viernes de 9.30 a 12.30 y de 15.30 a 17.30.
Email: [email protected]
Página oficial de turismo: www.morrodesaopaulo.com.br
www.bahia.com.br
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