BRASIL > EN EL ESTADO DE PERNAMBUCO
El estado de Pernambuco, en pleno nordeste brasileño, tiene algunas de las playas más hermosas del país: Porto de Galinhas, a 60 kilómetros de Recife, y las del archipiélago Fernando de Noronha. Además de las blancas arenas tropicales, el estado preserva una joya colonial: la ciudad de Olinda, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, famosa también por su vistoso y auténtico Carnaval.
› Por Julián Varsavsky
El estado de Pernambuco es una especie de suma nordestina donde confluyen todos los elementos típicos de esta región de Brasil en su máxima expresión. Si bien el gigante de Latinoamérica tiene 8 mil kilómetros de playas, las más paradisíacas de todas están en el nordeste. Y entre éstas quizá las más hermosas sean las del archipiélago de Noronha, que poco tienen para envidiarles a sus semejantes caribeñas. En este estado también sobrevive un símbolo evocativo de los tiempos esclavistas: las casitas coloniales de colores que aún se mantienen en pie en Olinda. Los ritmos autóctonos como el frevo, el maracutú y el forró completan una esencia sociocultural que vibra en el famoso carnaval de Olinda, mucho más tradicional y espontáneo que los de Río y Salvador.
Recife, fundada en 1537, es la capital pernambucana, una típica ciudad litoraleña brasileña de un millón y medio de habitantes, con la playa de Boa Viagem a sus pies y una hilera de edificios a lo largo de la línea costera. De su vieja planta histórica todavía quedan las huellas de los estrechos laberintos trazados por los lusitanos, que contrastan con la arquitectura planificada de los holandeses, quienes alternaron su dominio con la corona portuguesa. En el casco histórico de la ciudad –restaurado recientemente luego de una profunda decadencia– está el convento de Santo Antonio (1613), la iglesia Madre de Deus (1720) y la sinagoga Kahal Kadosh Zur Israel, levantada en 1636 como la primera de Sudamérica. Un rasgo muy singular de Recife es que está surcada por cinco ríos y 66 canales interconectados como en una Venecia tropical con 140 puentes.
Detrás de un “paredón” de edificios modernos de Recife se esconde el Patio de Sao Pedro, con sus casas coloniales de los siglos XVIII y XIX alrededor de la catedral. La vieja cárcel ha sido transformada en un centro de cultura popular, con tiendas de encajes, alfombras, artesanía de pita y paja, bordados y cerámicas.
Recife es también la capital del frevo en Brasil. En los carnavales, el grupo Galo da Madrugada abre los festejos y arrastra a más de un millón de personas por las calles de la ciudad, detrás de un gallo gigante que va sobre un camión.
La popular playa de Boa Viagem debe su fama a unos piletones naturales que se forman por los arrecifes cercanos a la costa. Es una playa llena de vida y ruidosa, como prefieren muchos brasileños. Pero para el gusto argentino, Pernambuco tiene sus mejores playas al norte y al sur de la ciudad. La más famosa de ellas lleva el curioso nombre de Porto de Galinhas y está a 60 kilómetros de Recife. Sus aguas son particularmente azules y transparentes, con cantidad de peces de colores que se acercan casi hasta la orilla o habitan en las piscinas naturales. Hasta hace pocos años, Porto de Galinhas era una escapada en el día desde Recife, aunque ahora los términos se invirtieron y la gente prefiere alojarse en esta playa más agreste –aunque con sofisticados servicios– y visitar en el día la capital pernambucana. En las encuestas que realizan las revistas especializadas, Porto de Galinhas ha ganado ya un par de veces el podio de “la mejor playa de Brasil”. Y no es para menos porque, además de arena blanca y mar azul, tiene, entre otras perlitas, una iglesia blanca con ventanas y puertas verdes cuya escalinata llega directamente hasta la arena; una piscina natural formada por un arrecife con millares de peces de colores; y un islote de arena virgen llena de caracoles y estrellas de mar al que sólo se llega en kayak.
Sin grandes lujos pero con mucho confort, las playas del archipiélago de Fernando de Noronha son –para muchos– las más hermosas de Brasil. Ubicadas frente a las costas de Pernambuco, la isla es parte de un Parque Nacional Marino con una exuberante vegetación y una variada fauna, donde se permite la entrada de apenas 500 turistas al mismo tiempo para preservar el hábitat, quienes deben pagar una tasa de preservación de 9 dólares diarios. Esto garantiza no sólo el cuidado de la ecología sino también un nivel de exclusividad que contrasta con la tradicionalmente bullanguera playa brasileña.
Desde la ventanilla del avión, la isla de Fernando de Noronha se ve como un punto solitario de color esmeralda en medio del océano, rodeado por un anillo de arenas doradas y un mar azulísimo, a 545 kilómetros de la costa de Recife. Y a su alrededor se despliega un archipiélago de veinte islas. Quien desee ir a un shopping en Noronha estará en el lugar equivocado. Aquí el aire que se respira es más bien bohemio, intimista y sin grandes luces ni alboroto. Las calles empedradas del poblado bajan suavemente por una ladera y van a morir al mar, casi desiertas la mayor parte del día. Tampoco hay grandes hoteles sino pequeñas posadas, muchas de ellas casas de pescadores que ellos mismos han acondicionado para brindar hospitalidad y confort al turista.
La riqueza de la fauna marítima es el tesoro mejor resguardado del parque. En primer lugar se protegen las tortugas marinas que llegan a desovar en las playas, y también los gráciles delfines, estrellas indiscutidas en todo el archipiélago. A Noronha se viene básicamente a la playa. Son un total de dieciséis y sus dones principales son la transparencia casi caribeña de las aguas y la tranquilidad de los balnearios.
Frustrados por no haber encontrado en Brasil los metales preciosos que los españoles saquearon en el Alto Perú, los portugueses se dedicaron al cultivo de la caña de azúcar en los territorios que les correspondió según el Tratado de Tordesillas. La mayor parte de las plantaciones se concentró en el nordeste de Brasil, donde se fundó en 1535 la capitanía de Pernambuco, cuya capital fue Olinda. Allí se acumularon las riquezas de la explotación de los esclavos y Olinda se convirtió en uno de los más importantes centros comerciales de la colonia, enriquecida a tal punto que disputaba en lujos y esplendores con la corona portuguesa. Las fortunas concentradas en el nordeste enseguida despertaron la codicia de los holandeses, quienes invadieron Pernambuco en 1630 y tomaron la Villa de Olinda. Pero la villa conquistada no permitía una defensa eficaz según los patrones estratégicos de los holandeses, así que pronto la abandonaron y la incendiaron, eligiendo para instalarse la vecina y pantanosa localidad de Recife, a la que rellenaron de tierra, como acostumbraban hacer en su país natal.
Tras la expulsión de los holandeses en 1654, Olinda fue reconstruida poco a poco, y lo que perdió en edificios administrativos se vio compensado con la construcción de los monumentales conventos e iglesias de las órdenes religiosas. Carmelitas, franciscanos, benedictinos y jesuitas ocuparon los altos de las colinas y desarrollaron las elegantes formas del arte barroco brasileño del período colonial. El reconocimiento internacional del valor artístico de Olinda data de 1982, cuando fue clasificada Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco.
Las torres de las iglesias sobresalen en el paisaje de la ciudad, junto con las palmeras. Entre las que sobrevivieron a los siglos están la Catedral de Olinda, el Monasterio de San Bento, el Convento de San Francisco y la iglesia Nuestra Señora del Carmo. La arquitectura civil, al contrario de la religiosa, es simple, como en todas las ciudades brasileñas de la colonia, con la influencia portuguesa estampada en las fachadas contiguas y grandes patios interiores, adaptadas al clima tropical.
Según los expertos en cultura popular brasileña, el carnaval de Olinda preserva las más puras tradiciones nordestinas. Todos los años desfilan por las calles de la Ciudad Alta centenares de grupos de carnaval que mantienen vivas las genuinas raíces de esta fiesta popular. Son los clubes de frevo, las troças, los blocos, los maracatús, los caboclinhos y afoxés ligados a las religiones africanas. Entre ellos van los famosos muñecos gigantes, creados cada año por habilidosos artesanos. En realidad, son una herencia europea del siglo XV, cuando se los utilizaba para acompañar los cortejos religiosos.
El carnaval de Olinda es una festividad popular en la que cada sujeto participa de una creación colectiva: la fabricación manual de los trajes y disfraces. Entre los artistas que participan, sobresalen dos figuras muy populares: el pintor Bajado (Euclides Francisco Amancio) y el fabricante de disfraces llamado Juliao, un artesano de las fantasías carnavalescas.
A 16 kilómetros de Recife, a orillas del río Capibaribe, se encuentra el estudio/museo del artista plástico Francisco Brennand. Es uno de los lugares más curiosos y originales que se visitan desde la ciudad, una especie de museo abierto y techado que parece un sueño tropical rodeado de exuberante vegetación. Nacido en 1942, fue discípulo del francés Fernand Léger y su estilo está influenciado por Picasso y Gaudí. Hablando acerca del “Mestre dos sonhos”, Jorge Amado escribió que “hoy él es el único –él y solamente él– artista brasileño con un lugar asegurado en el club de los principales del arte contemporáneo. Tan importante que él solito proclama la universalidad del arte brasileño”. La Oficina Brennand está en un predio de 10 mil metros cuadrados, donde se exhibe desde 1971 la mayor parte de la fecunda obra del artista en medio de fuentes y jardines geométricos, donde proliferan figuras totémicas con imágenes fantasiosas.
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