ECOTURISMO > EN LAS COSTAS DE LA PATAGONIA
A comienzos de octubre las pingüineras de la Patagonia ya están repobladas. Las simpáticas aves han vuelto a casa para aparearse y reproducir su especie, luego de una larga temporada en el mar. De Punta Tombo a Cabo Vírgenes, un recorrido por las reservas donde habitan las mayores colonias de pingüinos magallánicos. Y una visita a Puerto Deseado para conocer el exótico pingüino penacho amarillo.
› Por Julián Varsavsky
Existen restos fósiles que testimonian la presencia de pingüinos en la Patagonia desde hace 35 millones de años. Antonio Pigafetta, tripulante y cronista de la expedición de Magallanes, los llamó “extraños gansos”. Durante largo tiempo, los pingüinos siguieron poblando las tierras australes a salvo de extraños peligros hasta la llegada de los barcos balleneros, cuando comenzó la cacería para faenarlos y obtener su aceite. En cierta ocasión una flota inglesa sacrificó a 1,3 millón de ejemplares con esa finalidad. Con esos antecedentes, los pingüinos parecían destinados a la extinción. Y no fue así. Hoy, la subsistencia de la especie está fuera de peligro. ¿Qué los ha salvado? Según los naturalistas, la popularidad que alcanzaron por no existir otra ave de apariencia y comportamiento más humanos sobre la faz de la tierra. No hay relato de viaje o documental que no se refiera con ternura y emoción a estas pacíficas aves de andar chaplinesco, consagradas al cuidado de sus hijos.
Todos los años a finales de agosto arriban al continente los primeros machos de pingüino magallánico y las pingüineras comienzan a cobrar vida. Tratan de ocupar la misma cueva del año anterior o conseguir las más cercanas al agua y por eso se desatan violentos combates a picotazos. Tener una buena “vivienda” es fundamental para seducir a las hembras, que llegan una semana después. Antes de aceptar un desafío amoroso, el sexo débil observa la madriguera que se le ofrece, y si parece lo suficientemente cómoda, comienza el ritual del cortejo, con golpeteo de picos y lentas danzas circulares.
La hembra pone dos huevos a fines de octubre en un intervalo de cuatro días y ambos integrantes de la pareja se turnan para empollar por cuarenta días más. A comienzos de noviembre nacen unas “bolitas” de pluma gris de 80 gramos similares a un peluche. Los pichones dependen de sus padres hasta los dos meses y medio, y luego se dirigen instintivamente al océano rompiendo el lazo familiar. Durante diciembre y enero la playa reboza de ejemplares jóvenes amontonados a la orilla del mar. En marzo comienza la migración y hacia fines de abril las colonias quedan desiertas. Durante los ocho meses restantes del año los pingüinos viven en el mar –su lugar predilecto–, gozando de las cálidas aguas de la costa sur de Brasil.
En un primer vistazo, una gran pingüinera es como la superficie lunar, con 600 mil pequeños cráteres que revelan las bocas de las madrigueras. En plena temporada, puede haber cerca de un millón de pingüinos que no se ven todos al mismo tiempo pero se los puede escuchar. Al recorrer una pingüinera, el visitante camina por una “ciudad” rebosante de actividad donde sus bulliciosos habitantes viven en un profundo hacinamiento (casi una vivienda por metro cuadrado). El graznido, que se parece a un rebuzno, es constante y ensordecedor. Las parejas se llaman continuamente cuando uno de ellos se ha ido al mar. Los pichones hacen su aporte al alboroto y emiten un piar sibilante y continuado para reclamar comida. También se escucha a los pingüinos estornudar muy seguido... pero en realidad están expulsando bolitas de sal ya que beben agua de mar y su propio organismo lo desaliniza.
Otro aspecto interesante es la interacción de los pingüinos con la diversa fauna del lugar. En general, los ñandúes y los guanacos son bien recibidos en la pingüinera y se los ve pasear a sus anchas por la playa ante la indiferencia de los dueños de casa. Pero un ave como el petrel les pone las plumas de punta a los pingüinos. Vuelan a baja altura, atentos a cualquier descuido, con la pretensión de robar algún pichón. Cuando aterrizan en la playa, los pingüinos huyen en estampida empujándose unos a otros y cayendo al suelo con facilidad. Sin embargo, los petreles casi nunca se salen con la suya ya que no están en condiciones de enfrentar a un grupo de pingüinos, que en última instancia se guarecen en las aguas donde son amos y señores.
En Puerto Deseado está la única colonia del llamativo pingüino de penacho amarillo que hay en la costa patagónica. La distribución mayoritaria se encuentra en las áreas subárticas y subantárticas y en las islas Malvinas.
Como su nombre lo indica, este pingüino tiene unas plumas largas y amarillas a modo de ceja. También se distingue por un poderoso pico y fuertes uñas en las patas, sus únicas armas defensivas para enfrentar los frecuentes ataques de otras aves, razón por la cual es agresivo con cualquier especie. El “penacho amarillo” picotea a todo intruso que se acerque al nido, ya sea pingüino, pájaro o turista inescrupuloso. Su porte es más bien pequeño en comparación con otras especies, alcanzando unos 40 centímetros de alto y un peso de hasta 2 kilogramos.
Para verlo de cerca hay que llegar a la Reserva Provincial Isla Pingüino. La excursión se hace a bordo de un bote semi-rígido con motor fuera de borda que se interna 25 kilómetros en mar abierto hasta la playa resguardada por dos cañadones donde habita una colonia de aproximadamente 400 ejemplares. Allí se desembarca –no sin cierto trabajo y sólo los días de buen clima– para caminar por la pingüinera y observar en detalle las “delicias de la vida conyugal” de estos simpáticos liliputienses.
Pero no solamente hay pingüinos con look rockero en la Isla Pingüino, sino también otros de la especie más común en la costa patagónica –los magallánicos–, una gran colonia de skuas, gaviotas cocineras, gaviotas grises, ostreros y patos vapor. Entre las oquedades del inhóspito paisaje hay un pequeño apostadero de elefantes marinos y otro de lobos marinos de un pelo. En otro sector aparecen también los restos de una factoría donde se procesaba grasa de lobos marinos y un faro centenario fuera de servicio.
La Reserva Provincial Cabo Vírgenes está en la última puntita del mapa de la Argentina continental. Es donde realmente se termina el continente y su aire de desolación es acorde con su remota ubicación en la estepa patagónica. Pero con la salvedad de que entre octubre y marzo hay un área de 49 hectáreas de la reserva que está superpoblada de pingüinos.
La pingüinera de Cabo Vírgenes, ubicada a 130 kilómetros de Río Gallegos, es la segunda más grande de Sudamérica, alcanzando la cifra de 480.000 pingüinos alrededor de noviembre y diciembre, cuando nacen los dos pichones por pareja que duplican la población. Al acercarse a la pingüinera se observa una planicie arbustiva y ni un solo pingüino. Pero se oye un increíble griterío alborotado, como si un pequeño mundo se escondiera a los pies. En el recorrido por el sendero de 1500 metros se pueden curiosear los recovecos de esta ciudad-pingüino que bulle de actividad. En un mirador frente al mar se observa a los “enanitos de frac” caminando en grupos rumbo al mar.
Las ciudades de Trelew y Puerto Madryn se toman como base para visitar la pingüinera de Punta Tombo, una delgada lengua de tierra pedregosa de 3,5 kilómetros que se interna en el mar donde habitan más de un millón de ejemplares, la mayor colonia de pingüinos de Magallanes fuera de la Antártida y la más formidable concentración de aves marinas en el litoral patagónico.
Para llegar a Punta Tombo se debe hacer un tramo de 27 kilómetros por la ruta provincial Nº 1, y luego tomar un camino de ripio de 80 kilómetros hasta la reserva. A la derecha del estacionamiento nace un sendero cercado de tal manera que los pingüinos pueden pasar por debajo del alambre (pero no los hombres). Y ahora sí, se ven pingüinos a todo lo largo de la costa hasta donde alcanza la mirada.
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