Domingo, 29 de octubre de 2006 | Hoy
BOLIVIA > LAS MISIONES JESUíTICAS DE CHIQUITOS
Las Misiones Jesuíticas de Bolivia son las únicas intactas en América del Sur y allí confluyen las raíces guaraníes y la herencia española. Las poblaciones chiquitanas, que todavía habitan en los antiguos pueblos misioneros, conservan la riqueza de su música barroca en la vida cotidiana y en el archivo musical de Chiquitos, con más de cuatro mil partituras del siglo diecisiete.
Por Marina Combis
Hace poco más de treinta años, un hombre que desde siempre se había sentido apasionado por la historia de las Misiones Jesuíticas caminaba pacientemente entre los abandonados muros de la iglesia de San Rafael de Chiquitos, en el Oriente boliviano. Hans Roth, un arquitecto jesuita, estaba empeñado en devolver su antiguo esplendor a los edificios de las reducciones que, hasta 1767, habían convertido a Santa Cruz de la Sierra en un inigualable centro cultural. Mientras examinaba un cuarto que había permanecido oculto por un muro de adobe durante más de doscientos años, Roth descubrió, incrédulo, desvencijados paquetes que contenían un tesoro singular: cuatro mil partituras originales del siglo diecisiete, además de instrumentos musicales construidos por los indígenas de las Misiones, algunos de ellos a medio terminar. Este fue, sin dudas, uno de los mayores hallazgos culturales del siglo veinte.
Aunque es la cabecera del Oriente boliviano, Santa Cruz de la Sierra tiene algunas cosas en común con Argentina. Los cruceños no hablan de “tú” sino de “vos”, disfrutan de las zambas y las chacareras, comen asado y toman mate. Su cultura es una rica mezcla de tradiciones donde confluyen las raíces guaraníes, la herencia española, la inmigración alemana y las costumbres recibidas de su fronteriza vecindad con Brasil.
A mediados del siglo dieciséis, el capitán Ñuflo de Chávez, que había llegado con la expedición de Irala, emprendió un duro viaje a través de la selva, partiendo de Asunción del Paraguay en busca de la mítica ciudad de El Dorado. Pero llegó tarde, porque las fabulosas minas de plata del Potosí ya habían sido descubiertas. Sin embargo, el conquistador vio otro tesoro en la tierra fértil y cálida, entrecortada por serranías, ciénagas, lagunas y bosques, y allí fundó en 1561 la ciudad a la que puso el nombre de Santa Cruz de la Sierra, como homenaje a su pueblo natal en Extremadura. No duró mucho este primer intento, porque los indígenas de la región se sublevaron y destruyeron la ciudad apenas un par de años más tarde.
Santa Cruz se trasladó entonces a su ubicación actual, para transformarse en una de las capitales económicas del país. En los últimos años, la región comenzó a poner en valor su potencial turístico gracias al atractivo de sus riquezas naturales, a sus monumentos arqueológicos como el Fuerte de Samaipata –un antiguo centro ceremonial prehispánico–, y a la fascinante tradición cultural guaraní. Pero la mayor riqueza de Santa Cruz son las Misiones Jesuíticas de Chiquitos, que en el siglo diecisiete constituyeron uno de los más importantes centros de difusión cultural en la América del Sur, y fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1991.
La región de la Chiquitanía parece haberse detenido en el tiempo. Los pueblos sencillos, las calles de tierra y las sombreadas casonas de paredes de adobe no advierten al visitante que allí se conserva, como parte de una cultura viva, una de las odiseas más impresionantes y menos conocidas de la historia colonial americana.
Las misiones de San Xavier, Concepción, Santa Ana, San Miguel, San Rafael y San José de Chiquitos conservan, restauradas, sus iglesias y muchas de sus características originales. La primera reducción fue la de San Xavier, fundada en 1691, y es la más cercana a Santa Cruz de la Sierra, a doscientos veinte kilómetros. Ubicada en el centro del pueblo, mantiene el esquema urbano común a todas las misiones chiquitanas, con la capilla, la iglesia, el patio del colegio y la casa parroquial, levantadas a un lado de la plaza. La iglesia fue construida por el arquitecto, músico y sacerdote jesuita suizo Martin Schmid entre 1749 y 1752, y restaurada por Hans Roth, también jesuita y arquitecto, en 1987.
A unos sesenta kilómetros de San Xavier, cuando termina el asfalto, se encuentra el conjunto misional de Concepción. El padre José de Arce, fundador de esta reducción chiquitana, escribió que “las casas no son más que unas cabañas de paja dentro de los bosques, una junto a otra sin algún orden o distinción; y la puerta es tan baja, que sólo se puede entrar a gatas, causa por la cual los españoles les dieron el nombre de Chiquitos”. Desde Concepción, el camino de tierra colorada comienza a penetrar en el verdor de la selva para llegar a San Ignacio de Velasco, que es el poblado más grande de la ruta misional y el punto de partida para completar el circuito de las reducciones: San Miguel, Santa Ana, San Rafael y San José. La reducción de San Miguel de Velasco cobijó a diferentes comunidades indígenas y fue, en su época, una de las más prósperas de la región. Un poco más allá se encuentra Santa Ana, fundada apenas doce años antes de la expulsión de los jesuitas. En el pueblo todavía se utilizan los grupos de viviendas en hileras, cuyas paredes de entramado de palos y cañas rellenadas con barro mantienen los criterios de la arquitectura misional. Más cercana a la frontera con Brasil, San Rafael se hizo célebre por combatir las invasiones de los bandeirantes paulistas en el siglo dieciocho. Su iglesia es la única que conserva seis cuadros originales de la escuela cuzqueña. La Serranía de Chiquitos ocasiona un cambio en el paisaje del camino que lleva a San José, el único conjunto reduccional construido en piedra.
La principal característica de las Misiones de Chiquitos fue haber logrado sintetizar la complejidad del barroco americano, otorgándole un carácter regional propio y diferente. Las pinturas murales que decoran el interior y el exterior de las iglesias –y hasta los frentes de las casas vecinas–- reflejan su inigualable raíz hispanoindígena, y de pronto los ángeles barrocos se hermanan con los motivos vegetales de la selva. Las columnas que se elevan en espiral hacia los techos, los retablos y los adornos de los laterales son de maderas delicadamente talladas y policromadas. La restauración ha logrado respetar los diseños originales, devolviendo a los conjuntos arquitectónicos la magnificencia que lucían hace siglos.
En cada reducción residían dos sacerdotes: uno dedicado a la enseñanza religiosa y otro a la administración y enseñanza de las artes. En poco tiempo, los chiquitanos se convirtieron en magníficos artesanos y en notables carpinteros, alfareros, tejedores, talabarteros, pintores, escultores y luthiers, pero fue en el campo musical donde su arte adquirió una dimensión diferente. Cada reducción contaba con un coro y una orquesta integrada por unos cuarenta músicos, que convertían a las ceremonias religiosas en verdaderos eventos artísticos y sociales.
“Soy misionero porque canto, toco y danzo”, escribía el jesuita Martin Schmid en 1744. Casi cien años más tarde, el viajero francés Alcides D’Orbigny, quien se encontraba recorriendo América del Sur, pasó por las misiones de Chiquitos, y no pudo ocultar su asombro al ver que las capillas musicales todavía estaban vigentes en San Xavier, y que eran indígenas sus maravillosos intérpretes y los cantantes.
Hans Roth encontró las primeras partituras en el coro de la Iglesia de San Rafael, porque había sabido de ellas por un informe del historiador boliviano Plácido Molina Barbery, quien en 1958 escribió que “al menos en la Iglesia de San Rafael de Chiquitos existen las partituras correspondientes a todas las voces del canto y a todos los instrumentos de la orquesta que, copiadas y usadas entonces por maestros de capilla y músicos indígenas, todavía las utilizan hogaño sus descendientes con imperfección que enternece.” La tradición seguía viva: aunque hacía varias generaciones que habían olvidado la lectura de la música, algunos ancianos se reunieron con Roth para ensayar aquellas misas y cantos litúrgicos que los cabildos indígenas habían custodiado por cientos de años.
Otras mil quinientas partituras fueron descubiertas en la casa parroquial de Santa Ana, junto a numerosos instrumentos musicales, y otras dos mil se encontraron en San Ignacio de Moxos, donde estaban ordenadas por obras, en cuadernillos de hojas sueltas, abrazadas por pequeñas tiras de cartulina que parecían provenir de paquetes de velas. Separadas por géneros musicales, estaban guardadas en nueve pequeños cajones de un delicado bargueño tallado.
Los nombres de muchos compositores figuraban en las mismas partituras, entre ellos Doménico Zipoli, el mismo Martin Schmid, Julián Knogler, Franz Brentner, Julián Vargas, Bartolomé Massa, Arcángelo Corelli, Nicola Calandro y otros compositores de la época. La impactante riqueza de esta memoria musical permitió la creación del Archivo Musical de Chiquitos, uno de los más importantes del continente. Así nació, en abril de 1996, el Primer Festival Internacional de Música Misiones de Chiquitos, que atrae cada dos años a los mejores conjuntos de música barroca del mundo, que a lo largo de dos semanas ejecutan las antiguas partituras, en los mismos recintos donde se interpretaban hace más de dos siglos. El Festival, organizado por la Asociación Pro Arte y Cultura (APAC) de Santa Cruz de la Sierra, está inscripto en el circuito de los festivales musicales más importantes del mundo y convocó, en su edición de este año, a casi 100.000 visitantes.
Para los chiquitanos de hoy, la tradición no ha perdido vigencia. Siguen habitando en estos pueblos de antaño, con sus calles excesivamente anchas y sus largas galerías, y conservan aquella pasión por la música que una vez despertó la admiración de los misioneros. Es que la música ocupa un lugar importante en la cosmovisión de estos pueblos con raíces y está relacionada con diversos aspectos de la mitología chiquitana, donde cada actividad cotidiana tiene que estar acompañada de formas musicales.
Los chiquitanos saben que tienen que tocar para poder obtener una buena cosecha, que si se regala algo a los compadres hay que tocar un secu secu para agradecerle, porque es un instrumento que debe tocarse entre dos personas. Y se entregan a la música y el baile cuando llega el tiempo de bendecir las cosechas, en la “danza de los Yarituses”, o cuando ejecutan en las fiestas populares el “baile de los Abuelos”, las danzas de la “Tamborita” o de los “Lanceros”. Cada pueblo tiene su propio coro y su orquesta, o está en camino de tenerlos.
A unos cien kilómetros de Concepción, el pueblo de San Antonio de Lomerío es un lugar de costumbres arraigadas y la única comunidad en la cual se mantiene gran parte del legado cultural en su arquitectura, en la música, en el trabajo artesanal y en el lenguaje. La gente habla en beisiro, y canta y baila al ritmo de sus cinco instrumentos principales: la flauta, el secu secu, la yoresomanca, el fífano y el tocux, que se tocan en determinadas épocas del año o para celebrar algún acontecimiento especial. Las artesanas elaboran bolsas, mochillas tejidas y hamacas. Ellas mismas hilan el algodón y lo tiñen con pigmentos naturales como lo hacían sus ancestros. Aunque sus pobladores son chiquitanos que huyeron de las misiones años después de la expulsión de los jesuitas, y fundaron varios otros pueblos a imagen y semejanza, los hombres vuelven a trabajar la madera con la misma pasión y oficio que en el tiempo de las Misiones.
Un poco más allá, en la aldea de Urubichá, los niños guarayos aprenden desde temprano a tocar el violín y no es raro escuchar, en la penumbra del atardecer, las notas de una pieza de Johann Sebastian Bach o de otro músico barroco. Es que los guarayos creen que después de la muerte, el alma, de camino al paraíso, tiene que cruzar un río, y sólo puede hacerlo a lomos de un “yacaré peludo”. El peaje por cruzar es la música: si el animal piensa que es mala, tirará el alma al río y la devorará. Por eso, sólo por eso, todos saben que deberán mantener su instrumento afinado durante toda la vida. z
Fotos: Cortesía de Mary Betty Boland (APAC, Asociación Pro Arte y Cultura de Santa Cruz de la Sierra) y Mariel Palma (Dirección de Cultura, Patrimonio y Turismo de Santa Cruz).
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