Dom 12.11.2006
turismo

AUSTRIA > EL MUSEO ZEUGHAUS DE ARMAS ANTIGUAS

Caballeros enlatados

En la ciudad de Graz, un viejo arsenal del siglo XVII fue convertido en un museo donde se exhibe la colección más completa de armas y armaduras europeas. De la baja Edad Media al siglo XIX, una muestra a través del tiempo del arte ofensivo y defensivo de la guerra.

› Por Julián Varsavsky

Ubicada a orillas del río Mur, la ciudad de Graz es famosa por su museo de antiguas armas y armaduras europeas. Originalmente, el edificio del año 1642 que alberga hoy una de las mejores colecciones bélicas fue la armería de Estiria. Entre las piezas en exhibición hay mazas, sables, espadas, cañones, millares de pistolas, arcabuces, mosquetes y sobre todo armaduras medievales.

El origen de las armaduras se remite al antiguo Egipto, cuando alrededor del 4000 a.C. se las preparaba con piel de cocodrilo y cuero reforzado con bronce. Con el tiempo a las pieles de animales se le fueron agregando escamas metálicas. Las primeras piezas cubrían las partes vitales que en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo quedaban más expuestas: la cabeza y el tronco. En tiempos del Imperio Romano la tecnología de la armadura se desarrolló bastante, aunque con la decadencia de Roma estas corazas corporales prácticamente dejaron de utilizarse a partir del siglo V. Y fue recién en la Edad Media cuando la armadura reaparece cubriendo con planchas de acero todo el cuerpo de los caballeros medievales, salvo la parte inferior de los muslos y las nalgas. Podía llegar a tener más de 250 piezas y pesar unos 30 kilogramos. Sus piezas principales eran el yelmo –-un casco totalmente cerrado–, la babera para la boca y la barbilla, la gola en el cuello y una cubrenuca. La entrepierna quedaba protegida por la carajera.

Vestir al caballero era todo un trabajo. Debido al peso de las armaduras, necesitaban un escudero que los ayudara a ponérselas e incluso a subirse al caballo. Estos escuderos –al estilo de Sancho Panza– también limpiaban las armas, curaban las heridas y en caso de que el caballero muriera se encargaban de darle un entierro apropiado. La primera pieza que se colocaba era la cota de malla, construida con anillos metálicos de diámetro muy pequeño, menor a cinco milímetros, unidos en eslabones sobre una base de cuero. Una buena cota de malla podía tener doscientos mil eslabones, así que estas costosas piezas sólo estaban al alcance de nobles y caballeros muy ricos. La cota de malla alcanzó su máximo esplendor a comienzos del siglo XIV, y si bien ofrecía una protección muy eficaz ante espadas, puñales y flechas, nada podía hacer para contrarrestar los golpes contundentes –por ejemplo, de las temibles mazas–, ya que al romperse, la propia cota producía dolorosas heridas en el cuerpo del caballero.

Aunque un caballero en su armadura y sobre el caballo era casi indoblegable, si caía al suelo era un contrincante muy fácil de abatir, ya que su movilidad era casi nula.

En el siglo XV, tuvo mayor auge la armadura “gótica” de combate. Sus creadores fueron los armeros, que por lo general transmitían de generación en generación sus saberes artesanales. Lo primero que se hacía era forjar y pulir el metal para después ensamblar las piezas y colocar las correas y rellenos. Finalmente se grababa el escudo con las insignias heráldicas o blasones del caballero que servían para distinguirlo en el campo de batalla. También los caballos estaban acorazados por una “barda” que les cubría todo el cuerpo salvo en sus patas, el punto más vulnerable del animal.

Moda y torneos

A comienzos del siglo XVI el estilo de las armaduras experimentó un cambio repentino. Las superficies estriadas, propias del estilo gótico, dejaron de utilizarse y fueron sustituidas por complicados adornos, grabados a menudo sobre fondo dorado. Estos adornos también se hacían sobre bandas verticales en las que se representaban motivos más complicados, dibujos y filigranas, con figuras de animales e instrumentos musicales, en lo que vino a denominarse el “estilo de Pisa”. Hacia finales de ese siglo, el estilo se hizo más minucioso y menos funcional, con magníficos ejemplos de superficies recubiertas de incrustaciones, grabados, niquelados o damasquinados de metales preciosos de costosísima factura. Estas “armaduras de exhibición”, también llamadas “de gala” –-inútiles por completo en el campo de batalla–, fueron uno de los caprichos predilectos de los reyes y personajes de la alta nobleza, quienes en muchos casos tan sólo los mandaban fabricar para hacerse retratar con ellos. Incluso llegaron a fabricarse modelos infantiles.

Las armaduras fueron utilizadas también para las justas o torneos que imitaban los combates verdaderos. Al cruzarse dos contendientes en la lid, ambos intentaban golpear con su lanza al contrario en la cabeza, en el brazo izquierdo y en el peto para hacerlo caer de la montura. Se idearon también ingeniosos escudos que, al ser golpeados por la lanza del adversario, saltaban en pedazos o volaban por los aires, lo que añadía un final muy efectista al propio espectáculo. La fuerza del envite solía romper las lanzas con estrépito, y los caballeros así “quebraban lanzas” como objetivo fundamental de la justa. Los torneos, que durante el último período de la Edad Media eran demostraciones de fuerza y valor propias de un caballero, ya sea para cumplir una promesa o simplemente para defender su honor, se convirtieron en el siglo XVI en una competición deportiva que servía más de solaz de la clase noble que para demostrar la valía de un caballero. Un ejemplo de estas demostraciones de fuerza y honor fue el gran torneo que tuvo lugar en 1180 en el sur de Francia, en Lagny-sur–Marne, donde más de tres mil caballeros se dieron cita en una especie de olimpíada caballeresca.

Y entonces llego el arcabuz La desaparición de la armadura corrió pareja a la proliferación de las armas de fuego. El caballero, acostumbrado a despreciar al simple soldado desde su atalaya y sus fuertes protecciones –-contra las cuales nada tenía que hacer un arma convencional–, vio con terror cómo podía ser derrotado por un artilugio infernal, con la apariencia de un fino palo largo que disparaba un fuego capaz de burlar todos los kilos de metal que llevaba encima y de herirle con mucha más fuerza que las ballestas, lanzas, espadas o mazas enemigas. Y lo que era aún peor, desde una distancia inalcanzable. Un simple mosquete o un arcabuz podían atravesar la coraza mejor templada, por lo que las armaduras fueron perdiendo su valor de uso. La guerra comenzó a entenderse de otra forma.

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