ALASKA > CRóNICA DE UN VIAJE A “LA úLTIMA FRONTERA”
Apenas se pone un pie en Alaska, se descubre que el estado número 49 de Estados Unidos no es sólo una inmensa masa de hielo donde merodean los osos polares y viven los esquimales. De Anchorage a la pequeña Sitka, crónica de un viaje a través de los paisajes, los pueblos y las costumbres del legendario territorio vecino al Polo Norte.
› Por Mariana Lafont
¿Qué es lo primero que uno piensa cuando escucha la palabra "Alaska"? La mente se pone en blanco y la primera imagen que aparece es la de una inmensa masa de hielo con osos polares en su superficie. Grande fue mi sorpresa al descubrir que "la última frontera" –tal como llaman al estado número 49 de los Estados Unidos– no es tan inhóspita como podría creerse. Basta recorrerla para descubrir que la legendaria Alaska es también un caleidoscopio de paisajes, con ciudades modernas y pequeños pueblos donde es posible conocer historias y costumbres que revelan el encuentro entre culturas aborígenes, europeas, americanas y también asiáticas.
La palabra Alaska proviene del vocablo aleutiano Alyeska, que significa "tierra grande", y ciertamente lo es, ya que toda su superficie equivale a un poco más de la mitad de Argentina. Sin embargo, sólo viven allí cerca de 630.000 personas y la densidad de población es menor a 1 habitante por km², siendo uno de los lugares menos poblados de la Tierra. Contradiciendo el mito popular, los esquimales no son los únicos nativos, sino que existen seis grandes grupos de aborígenes bien diferenciados. Y en conjunto son una minoría en relación a la población total.
Aunque siempre había querido conocer la Antártida, el destino me llevó al polo opuesto donde, sin embargo, imaginaba encontrar un paisaje similar de infinita blancura. Es así que cuando iba en el avión desde la ciudad estadounidense de Seattle a Anchorage estaba ansiosa por ver aparecer una extensa masa blanca. Pero lo primero que brotó de las nubes fue una majestuosa cadena montañosa sutilmente salpicada de nieve, que me hizo remontar a los Andes.
Luego de tres horas de vuelo aterrizamos en el aeropuerto internacional de Anchorage. Este puerto, situado en el estuario de Cook, en la parte central de Alaska, se encuentra a 61º de latitud Norte (la misma que Estocolmo) y es la ciudad más poblada del estado. En esta primera escala del viaje me impactó descubrir el peculiar movimiento de las mareas: entre la pleamar y la bajamar existe tal diferencia que en algunos casos llega a ser mayor de diez metros. Además, en las cercanías de Anchorage se da un fenómeno pavoroso. Cuando baja la marea se descubre una enorme y atractiva playa... de arenas movedizas. Cuentan los lugareños que hubo quienes al caminar por ahí quedaron inmovilizados en esa trampa mortal y al subir la marea murieron congelados.
En Anchorage nos hospedamos una semana en la cabaña de Eric, un guía de expediciones a remotos confines de Alaska que conoce el territorio como la palma de su mano. Nuestro anfitrión, además de excelente guía, es un gran cocinero, y gracias a él pude saborear algunas comidas típicas como el venado, el reno y el salmón. Si bien siempre nos sorprendía con una nueva delicia, el plato más exótico que preparó fue "oso negro a la cacerola". Y no lo había comprado en un supermercado, sino que lo había cazado él mismo para salvar la vida de una pasajera en una de sus expediciones.
La siguiente escala fue Juneau, la capital de Alaska. Rodeada de montañas y glaciares, sólo se puede llegar a esta ciudad en ferry o avión, debido a su ubicación en el archipiélago Alexander. En general, la geografía de Alaska imposibilita la construcción de carreteras, y por esa razón la mejor manera de acceder a determinados lugares es usando los hidroaviones, un medio de transporte muy popular en estas regiones.
En el siglo XIX, cuando se desató la fiebre del oro, un grupo de buscadores que se instaló en la zona terminó fundando en 1881 la actual capital, cuyo nombre fue elegido en honor al minero Joseph Juneau. Después de que las pepitas de oro desaparecieron de los ríos y arroyos, comenzaron a excavarse grandes minas subterráneas. La explotación de estas minas se mantuvo hasta principios de la Segunda Guerra Mundial.
En Juneau, la marea influye en la vida diaria de sus habitantes. Todos planean sus actividades en función de la bajamar y nadie sale de su casa sin el calendario de mareas. En esta nueva escala del itinerario, paramos en una cabaña a quince kilómetros de la ciudad, a orillas de la playa, y a la cual sólo se podía acceder cuando la marea estaba baja. No teníamos agua corriente, ni electricidad y, para hacer más rústica la estadía, el baño estaba afuera. Lo más hermoso de ese lugar era contemplar la maravillosa metamorfosis diaria del paisaje, producto del cambio de mareas. A la mañana podíamos caminar por una amplia playa cubierta de algas, mientras que por la tarde salíamos a pescar con el bote en un extenso lago de agua salada que se había formado en un par de horas. Y no en cualquier lugar del mundo se puede pescar así, con los salmones saltando a nuestro alrededor mientras alguna foca jugaba a seguirnos y las águilas calvas (ave emblema de Estados Unidos) nos escoltaban desde el cielo.
La última escala del viaje fue la pequeña Sitka, fundada en 1799 y antigua capital de Alaska durante la dominación de la Rusia de los zares. Esta encantadora ciudad se encuentra al sur de Juneau, en la isla Baranof (dentro del archipiélago Alexander) y está custodiada por el volcán Edgecumbe.
En Sitka la historia se siente en el aire. Corría el año 1725 y el zar Pedro el Grande había decidido explorar el Pacífico Norte, pero la muerte lo sorprendió antes de poder cumplir su misión. Tres años después, su esposa, Catalina I, designó al danés Vitus Bering como jefe de la expedición. El navegante no pudo tocar tierra, pero sí logró un gran descubrimiento: Asia y América eran dos masas de tierra separadas por un estrecho de agua que luego llevaría su nombre. Años más tarde, en 1741, una segunda expedición consiguió desembarcar en la isla Príncipe de Gales (al sur de la actual Sitka), pero recién a partir de 1799 el gobierno ruso organizó asentamientos en el nuevo territorio para proteger el beneficioso comercio de pieles. Pero alrededor de 1860 el negocio dejó de ser rentable y el mantenimiento de las colonias significaba un gran gasto para los rusos. Luego de varias negociaciones, Estados Unidos compró Alaska en 1867 por apenas 7,2 millones de dólares. Muestra de ese pasado es la Casa del Obispo, que data de 1842. Es la construcción rusa más antigua y funcionaba como residencia del líder de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Pero no todo es historia rusa en Sitka. El Parque de los Tótem es una visita obligada si uno quiere ver el magnífico legado de los Tlingit, nativos de la zona que eran excelentes artistas de la madera. Este parque nacional (el más pequeño y antiguo de Alaska) conserva una hermosísima colección de tótem construidos por los aborígenes para recordar los diferentes momentos en la vida de una persona fallecida.
Tan lejos y tan cerca Luego de este inolvidable viaje me di cuenta de que sólo cuando uno se mueve puede experimentar cosas inéditas. Y esa búsqueda es la que nos permite conocer y transformar aquellos destinos quiméricos, lejanos e inalcanzables, en sueños tangibles y realizables. Quizás Alaska no sea la última sino una frontera más, y en definitiva ya no queda tan lejos como antes.
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