Dom 03.12.2006
turismo

LECTURAS > VIAJES Y GASTRONOMíA

Memoria del paladar

La comida, para el escritor Manuel Vicent, es más que una obra de arte, resulta un placer sensual, un goce de la vida. En su nuevo libro, Comer y beber a mi manera, del que ofrecemos un extracto, habla de manjares, pero también de amigos, viajes y recuerdos.

› Por Manuel Vicent

El nuevo libro de Manuel Vicent, Comer y beber a mi manera (Alfaguara), es una reflexión en la que su autor repasa literariamente “lo que he comido a lo largo de mi vida”. Como todo recuento personal, se puede afirmar que se trata de un libro autobiográfico en el que los recuerdos de platos, gentes y lugares ofrecen al lector una semblanza de quien los escribe. No es tanto un libro de gastronomía, por más que se ofrecen diferentes recetas, ni, probablemente, las consideraciones de un experto en exquisiteces culinarias, sino de alguien que disfruta con la buena mesa y la buena sobremesa.

LA COCA DEL FARAON La rebanada de pan con aceite es el alimento más primitivo y terrestre de nuestra cultura. En Denia suelo tomar uno de sus derivados, que he bautizado con el nombre de coca del faraón. Sus ingredientes son humildes y esenciales: harina de trigo amasada con aceite de oliva y sal, con una austerísima anchoa o sardina encima y puesta al horno de leña de monte, con espinos, zarzas y aliagas, que la dejan perfumada de fuego silvestre. Esta vianda tiene más de tres mil años de antigüedad. Está pintada en las paredes de las mastabas de Menfis y de otras tumbas en el Valle de los Reyes en tiempos de Ramsés II y también apareció petrificada dentro de una copa de oro del tesoro de Tutankamón. ¿Qué más se necesita para comerla con absoluta devoción? [...]

PISTACHOS DE BAGDAD Un fotógrafo de prensa me trajo de regalo unos frutos secos de Bagdad. Los compró cerca del hotel Palestine a un vendedor fundamentalista que defendía su puesto callejero de los ladrones disparando al aire con un Kalashnikov colgado en bandolera sobre la chilaba. Eran nueces, almendras y pistachos. Venían envueltos en la hoja de un periódico local cuyos titulares, en caracteres árabes, imaginé que aludían a la explosión de un coche bomba con decenas de cadáveres destripados. Del fondo de ese cucurucho pringado de hipotética sangre los rescaté para trasladarlos a un recipiente de cristal, donde brillaban con una luz muy ascética.

Los pistachos eran morados con vetas verdes; las nueces tenían forma de cornezuelos y estaban adobadas con una clase de miel que había dejado en ellas unas motas rosadas; las almendras eran muy primitivas, de piel terrosa, con estrías apretadas, como serían las que metió Abraham en el zurrón antes de partir desde Ur hacia tierras de Canaán. Además de almendras, nueces y pistachos, en el frasco de cristal había un fruto seco que nunca había visto hasta entonces. Se trataba de una extraña semilla de color granate con la intensidad del rubí, e ignoro a qué sabía. Estos frutos secos habían resistido todos los bombardeos de Bagdad, todo el odio entre chiítas y suníes, todos los coches bomba en la puerta de las mezquitas y mercados. Puede que un misil de racimo hubiera aventado el tenderete donde se exhibían al sol y después su dueño los hubiese rescatado del polvo mezclados con sangre humana y de perro para ofrecérselos de nuevo a los clientes. Por delante de ellos habrían desfilado carros de combate, camiones con marines y otros puerco espines de acero, pero estos frutos secos habían llegado hasta mí cargados de espiritualidad. Antes de consumir los frutos secos de Bagdad acompañando un oporto me hice traducir por un árabe amigo la página de periódico en que venían envueltos. Contra lo que suponía, en ella no se aludía a ninguna crueldad de la guerra. Sólo era el fragmento de un cuento oriental: un hombre extraviado en el desierto bajo una luz cenagosa creía reconocer en cada duna la figura de su amante perdida, pero el relato se interrumpía con la página rasgada. Traté de terminarlo por mí mismo probando la semilla desconocida y sabía a hierro oxidado. [...]

PAELLA DE INTELECTUAL La paella dubitativa la suele guisar un artista o un intelectual. Así se las he visto hacer a Berlanga, a Joan Fuster, a Manolo Vázquez Montalbán, al escultor Amadeo Gabino, a los pintores Eusebio Sempere y Paco Farreras, al cineasta García Sánchez. A la hora de decidir en el último momento si acrecientan, disminuyen, apagan o no apagan el fuego, una cuestión, al parecer, de mucha profundidad filosófica, los intelectuales y artistas gastrónomos se ponen las gafas, sacan con la cuchara de palo unos granos de arroz de distintas latitudes y los acercan a los ojos quemados por mil libros leídos y lienzos pintados, se quedan pensativos y, a continuación, actúan poseídos por la duda metódica. Tal vez ignoran que el punto del arroz es un ente metafísico, inalcanzable, que siempre está más allá. Entonces comienzan a poner excusas, que el agua no es de Valencia, que el fuego es de gas y no de leña de naranjo, como debe ser, que no han encontrado garrofó en el mercado, que las verduras son congeladas. Su duda se hace explícita cuando piden ayuda a otros para que prueben el caldo para cerciorarse de cómo está de sal. Son dificultades autoimpuestas ante el cataclismo que se avecina, pero la paella tiene la ventaja de que siempre se come tarde y con hambre, por eso el cocinero se cabrea mucho si ve que los invitados toman demasiados aperitivos. [...]

TODOS LOS CAMINOS CONDUCEN A LA MESA Esta vez toda la ilusión del viaje consistía en llegar al café de Flore, en el bulevar Saint Germain de París, para comerme uno de los tres o cuatro huevos duros que allí en un cuenco en cada mesa se dejan a merced de los clientes junto con un salero. Para llegar hasta esa meta gastronómica y poder compartirla con la memoria de Albert Camus y Jean-Paul Sartre tuve que cruzar Francia desde la Provenza. Para abrir boca, primero fui al restaurante Le Moulin de Mougins, cerca de Cannes, situado en un paraje donde la sombra de Picasso aún reinaba desde su residencia de La Californie. Allí, con un granité de gingembre au vin dèpices en el plato, me rendí por primera vez ante la capacidad que tiene Francia para transformarlo todo en literatura. La cocina francesa es una creación verbal o escrita como pura ficción en las cartas de los restaurantes. La cocina francesa no existe más allá de la cocina de cada región, servida por camareros exquisitos y cabreados. En la carta que se entrega a las mujeres no consta el precio de los platos. Las mujeres a estos efectos no existen. Sólo son objetos de lujo. Otra ficción.

Camino de París pasé por Lyon, el reino de Paul Bocuse y de Alain Chapel. En el restaurante Troisgros, lleno de comensales de la alta burguesía cuya mandíbula había adquirido un tono violeta a causa del placer, me vi envuelto en la experiencia de la nueva cocina, plato grande, ración pequeña, comida para destentados. Y entre la tiranía del maître y el desprecio del somelier participé en la disputa escolástica que enfrenta al vino de Burdeos y al de Borgoña. (...)

PASION POR EL QUESO Quesos los prefiero todos, cada uno ligado a un estado de ánimo, acompañado con un vino exacto, tinto y con cuerpo, servido después del segundo plato y antes del postre. [...] De los mil quesos posibles, el de cabra es el que me lleva a las montañas pentélicas de la Atica, a la Judea del Antiguo Testamento y al desierto de Mahoma. [...]

ALCOHOLES En Nueva York, después de cruzar a pie el puente de Brooklyn por su pasarela de madera, no está mal recalar en el River Café para tomar un dry martini y contemplar la línea del cielo de Manhattan reflejada dentro de la aceituna. Cuando lo hice la última vez ya habían desaparecido las Torres Gemelas, y el glamour del café, que Woody Allen puso de moda en sus películas, también había sido arruinado por los turistas. Pese a todo, sigue siendo un buen lugar para ver pasar las gabarras por el East River al atardecer mientras se incendia el cristal de los rascacielos tomando un dry martini lentamente en la terraza al borde del agua.

Una pinta de cerveza Guinness hay que beberla en el Davy Byrnes, en Duke Street de Dublín, el mismo pub donde se emborrachaba James Joyce con los bigotes llenos de espuma tostada. Los bares famosos donde he bebido rodando por el mundo en distintos viajes son ya muy turísticos, pero hoy uno debe hacerlo imaginando que en el planeta sólo quedas tú, el licor y el camarero que te atiende. Así lo sigo haciendo con el campari en la terraza del Rosati, en la plaza del Popolo de Roma, y una vez allí, entonces no está prohibido imaginar que mi asiento bajo los toldos lo hallo caliente porque se acaba de levantar Alberto Moravia. Me gustan los sabores amargos de las bebidas italianas de aperitivo. (...)

* de El País Semanal

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