Domingo, 3 de abril de 2011 | Hoy
24 de agosto del año 79 d.C., cerca de la una de la tarde. Hay quienes descansan después de la comida y no existe presagio alguno de lo que se avecina. Nadie sospecha que esa hermosa montaña de 1270 metros que se levanta al fondo del paisaje es un volcán a punto de despertarse. Pero en un instante la calma se fragmenta y estalla como un cristal. La punta del volcán salta por los aires y la tierra da cimbronazos produciendo un bramido descomunal que baja por la ladera hasta los muros de Pompeya. Trae consigo un aliento de fuego surgido de las fauces de un monstruo que impulsa a los pompeyanos a huir despavoridos. Muchos logran escapar. A otros, una lluvia de piedras y cenizas que cae a 150 kilómetros por hora los va tumbando de a poco. Una nube de polvo blanco de piedra pómez y gases tóxicos hace irrespirable el aire, y los sobrevivientes mueren de asfixia. Ríos rojos de lava burbujeante descienden a toda velocidad arrasándolo todo. Y en el transcurso de unas horas Pompeya está en silencio y en paz, sepultada bajo una capa de 6 metros de ceniza y piedra pómez. Al día siguiente, la pálida luz del alba alumbró una plana y humeante aridez que cubría como una inmensa lápida a una ciudad romana desaparecida de la faz de la tierra, pero intacta hasta el mínimo detalle.
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