Este es el “nombre oficial” de las ballenas que se refugian en las aguas de nuestra costa patagónica. Es una especie antiquísima: los primeros fósiles de ballenas, que datan habitualmente del Eoceno, tienen millones de años. La ballena franca austral es inconfundible gracias a su maxilar largo y estrecho (una característica que se aprecia enseguida cuando se observan los esqueletos conservados en algunos museos), además de la carencia de aleta dorsal, presente en otras variedades. También tiene callosidades –distribuidas en la zona donde los hombres tienen la barba y las cejas– formadas por la acumulación de crustáceos parásitos. Estas callosidades son distintas en cada ejemplar, y son uno de los factores que ayudan a los investigadores a reconocerlas para registrar cada año sus movimientos. Cuando se las ve de cerca, en los avistajes, se aprecia fácilmente que tienen barbas en la boca en lugar de dientes: de ahí su incorporación al suborden de los “mysticetos”. A través de estas barbas, las ballenas se alimentan sobre todo de plancton y krill, organismos que prosperan en los mares fríos. Durante el verano, vuelven a la Antártida para alimentarse, y durante su estadía invernal en las costas de Chubut viven gracias a las reservas acumuladas durante aquel período.
La otra manera de reconocer a la ballena franca austral entre otras especies es el chorro de vapor que expulsan al respirar por los espiráculos, dos orificios que conforman una suerte de nariz en la parte superior de la cabeza: este chorro es en forma de V, a diferencia de las formas que adopta en otras variedades de ballenas.
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