Domingo, 14 de enero de 2007 | Hoy
Los “santos gauchos” tan propios de la cultura correntina son por lo general personajes perseguidos por las autoridades que tuvieron un final trágico. El gaucho Cruz Quiroz, por ejemplo, fue un miembro del Partido Liberal atrapado por los autonomistas que, antes de que le cortaran el gañote, les explicó a sus captores cómo se degollaba a “un buen cristiano”, abriendo desde la aorta para evitar el sufrimiento. En las afueras de la ciudad de Caá Catí, en el departamento de General Paz, se rinde culto a este gaucho con una celebración en el mes de agosto, cuando sus devotos le llevan ofrendas de agradecimiento.
A 8 kilómetros de la ciudad de Mercedes –paso obligado hacia los Esteros del Iberá–, a la vera de la Ruta 123 está la tumba del Gaucho Gil, donde el pasado 8 de enero tuvo lugar la gran cita anual de peregrinaje. En esta oportunidad asistieron más de 100 mil personas que llegaron a pie, a caballo y en 200 micros, incluso desde países vecinos. En el encuentro de peregrinos se baila muchísimo chamamé, se canta, se bebe y se duerme en carpas, en medio de una fiesta popular que de todas formas está lejos de superar la masa de gente que convoca la Virgencita de Itatí (2,5 millones de personas a lo largo del año).
El santuario es una pequeña ermita de chapa bajo la cual yacerían los restos de este gaucho “canonizado” sólo por los correntinos. A su alrededor se levanta una precaria parafernalia de puestitos de venta con toda clase de iconografía del Gauchito –llaveros, gorras, cintas–, mates, baratijas varias y por sobre todo velas rojas que luego arden de a centenares junto al santuario.
La historia de Antonio Mamerto Gil Núñez –matizada por la tradición oral–- dice que este gaucho desertó del Ejército argentino a mediados del siglo XIX para convertirse en un bandido rural que les robaba ganado a los estancieros ricos y les daba una parte del botín a los pobres. El día que lo atraparon –el 8 de enero de 1878–, y cuando ya lo tenían colgado de los tobillos en un algarrobo que aun sobrevive junto a la tumba, le advirtió al sargento que lo iba a degollar que si no lo enterraba –como a Polinice, hermano de Antígona–, al llegar a su casa aquel hombre encontraría a su hijo moribundo. Como la maldición se cumplió, el sargento regresó presuroso a darle sepultura al cadáver y al volver a su casa su hijo ya se estaba sanando. Según lo certifican las incontables chapitas de agradecimiento clavadas en el histórico algarrobo, parece que el Gaucho Gil sigue haciendo milagros y de a millares.
A pocos kilómetros del santuario del Gauchito Gil está uno de los dos que tiene dedicado San La Muerte, a cuya imagen de un esqueleto con guadaña y túnica negra se le puede pedir desde una sanación del mal de ojo hasta una muerte rápida y sin sufrimiento. Al Gauchito Gil la Iglesia Católica está tratando de reacomodarlo dentro de sus rituales –fracasaron en eliminarlo y en los últimos años algún obispo suele hacerse presente en la peregrinación– para evitar el trasvasaje de fieles. En cambio, San La Muerte, cuyas connotaciones satánicas son indisimulables, es blanco de toda clase de desprecio y maldiciones oficiales.
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