13:10 › OPINION
Por Claudio Scaletta
Como en todas las profesiones, economistas hay de muchas clases. Una de ellas son los llamados “economistas profesionales”. Formalmente no pertenecen a ningún partido, aunque se les conozcan simpatías históricas, transitoriamente asesoren a algún candidato o integren cíclicamente los cuadros de la administración. Generalmente pertenecen a las filas de los departamentos de investigación de bancos, cámaras empresarias y consultoras de la city, como las que componen el REM del BCRA. Son la pata ideológica del mundo de los negocios y su tarea principal, además de legitimar teóricamente las políticas públicas, macroeconómicas y sectoriales, es la creación de expectativas. Dicho de manera sintética y sin argumentos en el medio: el rol de los economistas profesionales es la creación de expectativas. Esto no está ni bien ni mal. Para una parte de la teoría económica las expectativas de los actores son esenciales. Por ejemplo, un sistema de metas de inflación persigue, precisamente, que la política monetaria alinee las expectativas del “mercado” en función de las metas perseguidas. En la economía real, en tanto, las expectativas sobre el futuro de la actividad son las que guían las decisiones de producción e inversión.
Las expectativas, entonces, son fundamentales por donde se las mire y muchos empresarios están convencidos de que son los economistas quienes tienen la clave de su contenido, nada menos que del futuro del ciclo económico. Pero el poder de los gurúes no termina aquí, su capacidad es doble: no sólo pueden predecir el futuro, sino que también tendrían la capacidad de crearlo, lo que explica los millones que las grandes empresas invierten en financiarlos. Por ejemplo, muchos de estos economistas profesionales pasaron los 12 años del kirchnerismo anunciando su debacle. El modelo era insostenible, los logros eran transitorios y consecuencia de factores externos y la crisis fue siempre inminente. No sólo eso, la crisis llegó incluso a existir, pero de una manera muy peculiar que se esgrimió sin rubor: fue “asintomática”. Con Cambiemos, se sabe, llegó el cambio. El camino es ahora el correcto, los salarios bajan junto con los impuestos a los más ricos y lo que hoy se volvió inminente no es la crisis, sino la bonanza. La historia no es nueva. Bajo los regímenes neoliberales siempre hay que pasar el invierno.
Entre los economistas profesionales, como en todas las profesiones, los hay menos y más lúcidos. Resulta de interés el discurso de estos últimos, quienes llegaron a formular propuestas para una continuidad superadora del modelo anterior, incluso asesorando al candidato que perdió en el ballottage, pero que hoy apoyan desembozadamente al nuevo régimen. No importa la ortodoxia, sino la más sofisticada “paraortodoxia”, una versión camuflada por una racionalidad más elaborada y que, a diferencia de su prima hermana, mecha en su discurso componentes de verdad que le permiten ganar en credibilidad.
El punto de partida de este discurso, su componente de verdad, es que los ciclos económicos y las limitaciones estructurales existen. Como el crecimiento que privilegia el consumo hace que la masa salarial incrementada se destine también a productos industriales, los cuales tienen una alta composición importada, llega un momento que, si no se transforma la estructura productiva, aparece la restricción externa, faltan dólares y el ajuste se produce por la vía de la devaluación y consecuente freno de la actividad. El segundo componente de verdad, menos contundente porque debería contextualizarse, es que las tarifas estaban atrasadas y que los subsidios ya habían alcanzado 4 puntos del PIB explicando casi la totalidad del déficit fiscal. Sintetizando: restricción externa y atraso tarifario, lo demás sería “chamuyo”.
Luego viene el componente ideológico, el gobierno anterior habría estimulado artificialmente el consumo mediante el bálsamo del atraso cambiario, los subsidios y los salarios, una supuesta “nitroglicerina” en la nafta. Aquí la paraortodoxia se vuelve lisa y llana ortodoxia y empalma con el macrismo duro: el gobierno anterior no cometió errores sino “algo peor”, “intentó fundir” sectores de la economía, por eso “se perdieron 10 millones de cabezas de ganado para favorecer la mesa de los argentinos, se perdieron las reservas de gas y de petróleo y las reservas del Banco Central”, todas simplificaciones que ignoran a sabiendas los procesos que están por detrás de cada uno de estos ítems. La pérdida de stock bovino tiene alta correlación con la rentabilidad puramente agraria, el autoabastecimiento de petróleo y gas se perdió como consecuencia de políticas muy similares a las del presente, que desde mediados de los ‘90 sólo favorecieron la extracción en el contexto de altos precios dolarizados, y con las reservas del BCRA se pagó deuda externa, lo que habilitó las condiciones para emitir más de 35 mil millones de dólares de deuda nueva en apenas nueve meses. Después se critica el déficit fiscal generado por los subsidios cuando los mega ajustes tarifarios de 2016, que dispararon la inflación y profundizaron el parate, respondieron especialmente a las necesidades emergentes de la duplicación del precio del gas en boca de pozo, alrededor de 3000 mil millones de dólares que nadie que mire los números puede ignorar. También se critica el déficit provocado por las transferencias a consumidores y empresas vía subsidios tarifarios sin decir nada de las transferencias implícitas en la eliminación de retenciones. La nueva alquimia sería que se puede hablar de baja de impuestos ignorando la caída de ingresos provocada, algo así como una nueva distinción entre déficit bueno y déficit malo. Pero la peor simplificación de la paraortodoxia es que todo lo que sea incentivar consumo sería agenda de corto plazo, “populismo” por la necesidad de ganar elecciones cada dos años, mientras que la verdadera agenda del desarrollo de largo plazo sería el incentivo de la rentabilidad por el lado de la oferta, presunto motor de la inversión. Esta necesidad de populismo transformaría a la política económica en una montaña rusa entre años impares, electorales, y pares, no electorales, “lo que hay que hacer si querés que la gente que no ahorra, que no terminó el secundario, te vote”. Lo que es falso es la oposición entre consumo e inversión, usada como eufemismo de la verdadera oposición entre salarios y ganancias.
Este diagnóstico, que sirve para legitimar el ajuste, necesita ser acompañado por el segundo paso: crear expectativas falsas. El concepto central es el de “rebote”. Aquí también la argumentación tiene componentes de verdad. Es evidente que cuando llegan los salarios nuevos post paritarias o las nuevas jubilaciones, aunque la recomposición este por debajo de la inflación interanual, el mayor ingreso disponible se traduce en aumento parcial de la demanda de corto plazo. Lo mismo ocurre con la “keynesiana” obra pública después de meses de parálisis. Pero el rebote ocurre en el fondo del pozo. La economía deja de caer, pero ahora con otra distribución del ingreso y más desempleo, ahí está “el truco”. Podría ocurrir incluso que en 2017 aparezca algún punto de crecimiento, pero será por la comparación contra los bajísimos niveles de 2016. También es posible que el último cartucho que le queda a la Alianza PRO, el atraso cambiario, contribuya a la mejora de la demanda de 2017. Cualquiera sea el caso, esa mejora nunca será del 5 por ciento. Tirar cualquier número no es de economistas serios.
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