13:26 › PAZ > OPINIóN
Por Martín Granovsky
La paz en Colombia demuestra que todo es posible. Incluso lo que parece un milagro.
Fue posible terminar el conflicto interno armado más viejo de América Latina y quizás del mundo. Pasaron nada menos que 52 años desde 1964, cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia comenzaron a operar primero como autodefensa campesina y luego como guerrilla. Y pasaron nada menos que 68 años desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el líder popular que promovía la reforma agraria y la autonomía de Colombia en política exterior y fue liquidado por un sicario en el centro de Bogotá. En ese momento, cuando aún no existían las FARC, comenzó lo que los colombianos llaman simplemente, y sin necesidad de aclarar nada más, La Violencia, un proceso que desde ese momento hasta el comienzo de las negociaciones de paz produjo un mínimo estimado de 200 mil muertos.
Fue posible que la sociedad colombiana, con el liderazgo de Juan Manuel Santos y de la dirigencia política, menos el ultraderechista Alvaro Uribe, tuviera la lucidez de neutralizar niveles distintos de conflicto que están ahí, aletargados pero no extinguidos, a veces superpuestos unos con otros. La violencia de los paramilitares. La violencia del Ejército. La violencia de las FARC. El crecimiento, apogeo y descenso de los narcos. El mayor gasto militar de los Estados Unidos en el mundo detrás del que destina Washington a Israel y Egipto.
Fue posible reconocer el problema social de por lo menos seis millones de desplazados durante décadas de despojo de los campesinos. A veces desde la Argentina no se alcanza a dimensionar la cuestión. Los desplazamientos de quienes perdieron sus tierras o debieron dejarlas por los conflictos armados arrastraron a tres generaciones. Toda compensación será por definición insuficiente y no volverá la situación a su punto original. Una parte de los desplazados tendrá tierras, que obviamente luego el Estado deberá ayudar a convertir en productivas y de explotación moderna. Pero una franja amplia son los nietos de los desplazados originales. Y muchos de estos nietos deambulan como migrantes reducidos a la miseria fuera de Colombia o en los cinturones de las ciudades.
Fue posible, también, combinar deseos e intereses. Por un lado los Estados Unidos debieron dar por terminada su apuesta por Uribe y la guerra. Por otro lado Sudamérica y América Latina se dieron sus propias herramientas para ayudar a la solución del conflicto. Los cubanos de Fidel y Raúl Castro y los venezolanos de Hugo Chávez jugaron fuerte en favor de la paz ante las FARC. El diálogo progresó en La Habana con chilenos comprometidos en los buenos oficios junto a los noruegos.
Fue posible que la Unasur, a la que hoy los gobiernos conservadores de Brasil y la Argentina devalúan, se convirtiera en la casa común de sudamericanos de izquierda, de centroizquierda, progresistas, nacionales y populares, bolivarianos y de centroderecha como el propio Juan Manuel Santos o antes el chileno Sebastián Piñera. Esa constelación dio vía libre para elegir a Néstor Kirchner como secretario de Unasur y para que en agosto de 2010 Kirchner actuara, con Lula detrás, como componedor en el litigio abierto entre Colombia y Venezuela. La paz hubiera sido inviable sin el acuerdo progresivo de los colombianos. Y también, por cierto, sin el acuerdo de Santa Marta promovido por Kirchner y firmado por Chávez y Santos una tarde de calor húmedo a metros de la tumba de Simón Bolívar.
El acuerdo de paz en un cuadro tan complejo como el colombiano quita de en medio la idea de que la única opción inexorable es la violación de la legalidad, como en Brasil con el golpe de Michel Temer. Queda deslegitimada la tesis según la cual conflictos como el de Venezuela son insolubles y requieren, para colmo, algún tipo de intervencionismo.
La paz en Colombia desarma toda las excusas.
La paz en Colombia vuelve a poner en la agenda, ya sin sangre y adaptado a esta época, el reformismo social y laboral que Gaitán exhibía en la crisis del ’30.
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