Mar 08.07.2008

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¿Bicentenario? ¿Cuál bicentenario?

El 10 de junio este diario publicó un interesante artículo sobre los preparativos del “bicentenario” de “los movimientos independentistas en América latina”, con las controversias alrededor de esa fecha emblemática, incluyendo el intento local de apropiación de la “patria” por el “campo”, mostrando otra vez la importancia político-ideológica de los símbolos. Pero no hay tal “bicentenario”, si se habla de toda América “latina”. La revolución más antigua y más importante no es de 1810, sino de 1804: la de Haití, antes la colonia francesa de Sainte-Domingue. ¿Por qué no se festejó, entonces, el “bicentenario” en el 2004? ¿Es un lapsus racista (como se sabe, la inmensa mayoría de los haitianos son descendientes de los esclavos “importados” de Africa)? ¿Es un sugestivo olvido de esa “revolución de esclavos” que nuestras burguesías “nacionales” quisieran no recordar? ¿Es la incomodidad actual de ese “recuerdo”, ya que muchos gobiernos “latinoamericanos” –incluido el argentino– están complicados en la ocupación “pacificadora” de ese pobre país?

Sin embargo, la historia de Haití es una condensación de la tragedia (social, política, económica, cultural, ecológica y hasta “psicológica”) que ha asolado a la “periferia” en los últimos cinco siglos de mundialización del capital, con sus etapas “desigualmente combinadas” de colonialismo, neocolonialismo, imperialismo, dependencia poscolonial y ahora “globalización”. Es el ejemplo princeps de cómo aquel proceso sangriento de conformación de un sistema-mundo afectó a dos continentes: la explotación colonial de América es también la destrucción sistemática de Africa por la esclavitud; esos dos “momentos” de una misma lógica están en la base “externa” de la acumulación originaria del Occidente capitalista: le han dado a éste su actual “grandeza”, su lugar “central”, cuando antes “Occidente” era apenas una arrinconada periferia de algún otro centro. Colmo de simbolismo: la isla La Hispaniola (hoy Haití y Santo Domingo) fue donde Colón pisó por primera vez esta tierra aún no “americana”. Haití fue un “experimento”: la población indígena (principalmente taína) fue exterminada, y la colonia (en sus tiempos la más rica de las colonias americanas) se armó con el “trasplante” de fuerza de trabajo esclava. Dos décadas antes de las luchas anticoloniales hispanoamericanas –la rebelión empieza en 1791–, Haití producía una de las experiencias revolucionarias más originales de la modernidad. En cierto sentido, la haitiana es mucho más radical que la Revolución Francesa; precisamente, puso en cuestión el “universalismo abstracto” de la Declaración de los Derechos del Hombre, al mostrar que el “particularismo” de los ex esclavos que pretendían una república de trabajadores rurales negros (y no de comerciantes y burgueses “avanzados”, como la francesa), no podía ser contemplado por un “universalismo” cuyo límite era la imposibilidad de renunciar a la esclavitud de los “territorios de ultramar”. En la Constitución de 1805 se declara que todos los ciudadanos haitianos, sea cual sea el color de su piel, serán llamados negros: ejemplo extraordinario de puesta al desnudo de la tensión irresoluble entre la particularidad de esa revolución y las contradicciones de un universalismo “burgués” que debe excluir a ciertas “partes” para imponer su “todo”. Y es bueno recordar que Haití (hayti), el nombre que la revolución le puso a la ex Sainte Domingue, es una palabra indígena y no africana: hasta ese respeto tuvieron los ex esclavos por los “pueblos originarios”. Como si fuera poco, Occidente le debe a Haití uno de sus más grandes logros filosóficos: la “dialéctica del amo y el esclavo”, categoría central de la Fenomenología del Espíritu (escrita en 1806/7), está inspirada en la revolución haitiana, que Hegel, obsesivo lector de la prensa mundial, conocía perfectamente.

El Occidente burgués no le perdonó a Haití que realizara este strip-tease (como decía Sartre) de sus disfraces. Pocos acontecimientos tuvieron implicancias más amenazantes para el orden hegemónico de entonces: ejemplo peligrosísimo para los esclavos del Sur norteamericano, e inspiración para los futuros movimientos de liberación latinoamericanos (recordemos la decisiva ayuda brindada por la nueva nación a Bolívar en su propia campaña independentista). Hay que sospechar una gigantesca y cruel venganza de Occidente contra el inaudito atrevimiento de estos “negritos”. No hay en toda “Latinoamérica” otro caso –con la posible excepción de Paraguay– de una nueva nación tan sistemática y concienzudamente destruida por unas potencias imperiales –y sus cómplices de la clase dominante “latinoamericana”– que no podían tolerar la subsistencia ejemplar de semejante vanguardia mundial. Que hoy Haití sea la sociedad más “atrasada” de América, cuando fue, entonces, la más avanzada; que casi toda su población esté debajo de la eufemística “línea de pobreza”, cuando era una república de pequeños pero igualitarios propietarios rurales como la que imaginaba Rousseau; que el analfabetismo supere el 60 o 70 por ciento, cuando la revolución alfabetizó a todos los ex esclavos; que su clase política haya sido, bajo los Duvalier, una de las más corruptas de Latinoamérica, cuando los dirigentes revolucionarios llevaron al extremo el incorruptible ascetismo jacobino, es el producto de aquella intencional destrucción. ¿Es justo que ahora agreguemos la destrucción “simbólica” de quitarle a Haití el extraordinario mérito de haber sido la primera y la más consecuente de nuestras revoluciones? Que ciertos sectores de nuestras clases dominantes locales intenten apoderarse de la “patria” ya es grave. ¿Permitiremos que, montados sobre una “confusión” de fechas, se apropien también de esa “patria grande” que todavía tenemos que construir?

* Profesor de las facultades de Ciencias Sociales y de Filosofía y Letras (UBA).

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