UNIVERSIDAD › OPINIóN
› Por Marcela Mollis *
Las elecciones porteñas son el mejor ejemplo de lo que se está poniendo en juego en este particular momento. Lo político como espectáculo y la historia como un fugaz escenario donde acontecen las escenas de la cotidianidad vacía de dramatismo social. El único conflicto urbano que se soporta es el individual, el de las quejas en el mostrador, el enojo en la cola del banco, o el de los automovilistas demorados por los cortes. Pero si el drama es social, hay que desdramatizarlo para que entre en el formato multimedia del spot publicitario, la ventanita del móvil o los tres renglones de Twitter. En los ’70 Eric Hobsbawn afirmaba que era un buen momento para hacer historia social, en los ’90 la historia social fue reorientada hacia la historia cultural y hoy el psicoanálisis posestructuralista nos habla del sujeto atrapado-enredado en grandes narrativas. El drama de lo social pasó de moda, pero no desapareció.
No se trata sólo de votar a favor o en contra, ni de elegir un candidato de un partido que resulte representantivo de ciertas ideas o ideologías, ni tan sólo se trata de castigar al candidato que peor gestionó. Las encuestas anticiparon con mayor o menor precisión el resultado de la votación, pero ¿quiénes pueden interpretar a ciencia cierta el sentido implícito del resultado?
La mayoría macrista de votantes de la ciudad con mayor presupuesto público per cápita ha sido caracterizada como electores a los que nos les gusta la política (tradicional) y prefieren un discurso conciliador, ¿acaso el color amarillo de la campaña y el amarillo del Vaticano coincidan en el mensaje pacifista de una fraternal convivencia entre creyentes y no creyentes? Hemos hecho oídos sordos al precio de la fama, del minuto televisivo y los publicistas. En las llamadas sociedades del conocimiento se ha producido un feroz desplazamiento del conocimiento a la información, sobre todo en los países de la periferia económica que, más que crear, innovar, aplicar conocimiento, consumen lo que se produce en el centro. De allí la importancia de la ciencia y la tecnología para generar las transformaciones necesarias orientadas al desarrollo social, económico y también político de nuestros países que no cuentan con el aval de las redes de información orientadas al negocio. Se ha desplazado el valor emancipador del conocimiento a la sumisión que genera la información que se edita, se recrea y, sobre todo, la información que “encanta” al espectador. Hemos desoído las lecciones de los sociólogos de la cultura que nos hablaron de la reconversión del ciudadano en consumidor urbano y, además, hemos caído en la falacia que arremetía contra la Historia (Francis Fukuyama) y proclamaba la muerte de las ideologías.
Sin ánimo de banalizar una urgente y necesaria práctica social como es “votar”, sí quiero enfatizar que votar en el contexto de una configuración mediática no significa elegir un proyecto político a través de un candidato. Puede significar apoyar una campaña publicitaria, seleccionar un producto, participar de un sorteo, elegir una imagen, un estilo, una forma de comunicar y no necesariamente una forma de ser o hacer política. Hace una década, los críticos del neoliberalismo denunciaban la transmutación de palabras-concepto como público por audiencia, votación por consulta, ciudadanos por consumidores, conocimiento por información, excelencia por calidad, evaluación por medición. Si asumimos la política como espectáculo, una buena campaña publicitaria convoca la atención del electorado, aunque las prácticas políticas y sus contenidos denoten lo contrario de los slogans.
Sin embargo, desde el surgimiento del Estado nación argentino existió en los dirigentes nacionales la dramática preocupación por enlazar las políticas educativas a la Política con mayúsculas. Comenzando por la frase de Sarmiento “educar al soberano”, incluyendo a Alfonsín “con la democracia se educa”, y culminando con el lúdico ejemplo histórico del Bicentenario, la educación pública ha sido un baluarte insustituible para imaginar un futuro mejor. Lamentablemente, a nivel mundial el Tratado de Libre Comercio viene ensombreciendo el derecho a la educación por definirla como un bien de mercado. Así no se construyen activas democracias; entonces, ¿habrá llegado el momento de tomar la Historia por las astas, elaborar los diagnósticos necesarios, reconocer los déficit de la política heredada y arremeter en las aulas con nuevas urnas de ciudadanía en ciernes?
* Profesora de Historia social de la educación (UBA).
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