Mar 15.04.2003

UNIVERSIDAD  › OPINION

La universidad neoliberal

por León Rozitchner

La universidad se declaró en “estado de emergencia”. Y para sobrevivir, se manduca a sí misma: declara perimidos y sacrificables a muchos de sus profesores. En una decisión inesperada de canibalismo, siguiendo el mismo modelo que aplica la economía de mercado, los manda al muere para alimentarse de sus restos: se nutren de sus propios miembros convertidos en desechos. Tanto más desechables puesto que, agregan con desprecio, esa exclusión “no incidirá en la calidad del proceso educativo”. ¿Exagero? Para aumentar el sueldo de los profesores, el Consejo Superior de la UBA ha decidido que los fondos que el poder económico no les concede –y al que como institución nunca han criticado y al que nunca se han opuesto– sean obtenidos (cito) “reduciendo el número y dedicación del personal que revista como contratado, interino o temporario”, incluyendo primero a los jubilados. Ciencia, docencia y decencia no se conjugan juntas. La universidad no tiene vergüenza en proclamarse democrática sólo porque de una cierta manera no cobra aranceles: no tolera privilegios de clases sociales, dicen. Mantener esa consigna los convierte en dignos herederos de la Reforma del ‘18. En esa simulación y en esa trampa entran hasta los centros y partidos de estudiantes de izquierda, porque aunque critiquen formalmente esta medida han dejado siempre afuera –adalides de la revolución democrática– la demanda de la igualdad institucional para todos los profesores.
Es claro: los representantes de los estudiantes han conquistado para sí el voto de todos los alumnos. Hasta los egresados, sin distinciones, eligen a las autoridades de la facultad que han dejado. Pero sólo la mayoría de los profesores no tiene el mismo derecho para elegir, en una institución que se presenta a sí misma con los valores más altos de la cultura, del saber y de la ética, a quienes han de representarlos. La izquierda estudiantil quiere transformar a la universidad y proclama la revolución social afuera, pero en el interior de la institución se niegan a plantear –como se han negado a apoyar en las últimas elecciones para el rectorado– el único acto “revolucionario” que la universidad requiere para transformar en verdad toda su estructura: la destrucción de las oligarquías que mantienen el poder de su propia supervivencia por medio del voto calificado.
Porque la universidad tiene la misma estructura clientelista que los partidos políticos de los cuales dependen sus dirigentes para llegar a serlo. La desigualdad en clases sociales se impone férreamente con calificativos que acentúan el orden de su participación en el reparto económico: por concurso, interinos, contratados, jubilados, ad honorem. Para alcanzar la mayor jerarquía de clase y asegurarse el sueldo es necesario pasar un concurso. Pero muchos de los llamados a concurso son discriminados y organizados para que accedan a la ciudadanía plena sólo aquellos que luego estarán habilitados al voto. Es un acuerdo callado de recíprocos favores: te llamo a concurso, te nombro el jurado, saldrás elegido sólo si contamos luego con tu voto para mantener el sistema de dominio de una clase de profesores minoritaria sobre todos los otros. De este modo la enorme mayoría de los enseñantes son despojados de ese derecho al ser discriminados: son profesores de segunda. (Yo mismo pude ser candidato a rector, pero no tengo acceso al voto como profesor contratado.)
Y no se diga que porque no han sido concursados no integran la universidad plenamente: los contratados, ad honorem, interinos y jubilados ¿no enseñan acaso con la misma autoridad (y en muchos casos con mayor autoridad todavía) que los privilegiados que los mantienen “fuera de concurso”? Mientras ocupan ese cargo por una selección previa de losconsejos académicos y de severas comisiones selectivas, ¿en qué se diferencian en sus tareas y en sus obligaciones de los profesores concursados? ¿No pertenecen plenamente a la comunidad universitaria con todo derecho? No, se proclama desde los profesores que han accedido a excluirse del conjunto mayoritario. Sólo nosotros, antigua astuta oligarquía, tenemos derecho a elegirnos entre nosotros mismos, es decir mantenernos en la perversión de la endogamia. Porque siendo una minoría de profesores tenemos sin embargo, pese a ser tres los claustros, la mitad del poder decisorio en la universidad toda. Repiten en su interior la misma lógica del mercado: para capitalizarse y obtener mayores dividendos y para poder repartirlos entre sus accionistas propietarios, en este caso los profesores concursados, achican el plantel de sus trabajadores: los dejan en la calle. Los profesores contratados, interinos o jubilados pueden, según convenga, ser expulsados de sus puestos. De los ad honorem –bello consuelo para los que trabajan gratis– ni se ocupan: como no cuestan nada pueden permanecer en sus cargos.
Es claro, se dirá: ¿y por qué siendo mayoría esos profesores no hacen huelga para reivindicar sus derechos? Pasa lo mismo que en el mercado laboral donde predomina el desempleo: sus contratos “basura”, que no les dan derechos, en represalia no serían renovados, perderían el conchabo. En esto la universidad es precursora del mercado neoliberal: lo viene haciendo con sus profesores desde mucho antes. Sus autoridades actuales son el producto de una larga modalidad en el ejercicio inamovible del poder conservador y autoritario.

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