Vie 16.08.2013

UNIVERSIDAD  › OPINION

Universidad y desarrollo

› Por Fabio J. Quetglas *

Es recurrente en el mundo de la reflexión económica y social establecer vínculos entre las prestaciones universitarias (y su calidad) y los resultados en términos de desarrollo. Se trata de una derivación razonable de la idea crecientemente extendida que asocia el desarrollo a una economía compleja, sofisticada y diversificada, para cuya gestión se necesita una provisión suficiente de recursos humanos de múltiples capacidades, aptos para dotar a las organizaciones públicas y privadas de crecientes tasas de eficiencia, sostenibilidad e innovación.

Esa función de la universidad, con ser importante, no es la única destacable en lo que refiere a las políticas de desarrollo. Por supuesto que, además de aquel rol formativo, a la universidad –y en especial a la universidad pública– le corresponde asumir otros tres roles: a) el de búsqueda de “nuevo conocimiento” en materia de desarrollo; b) el de la constitución de un modo de implicación cívico por parte de los actores universitarios; c) ser la plataforma calificada de un debate abierto en torno del desarrollo y los problemas de índole política y ética que pone en juego ese concepto.

Corresponde señalar que no hay una perspectiva pacífica sobre el “desarrollo” que pueda ser transmitida como un credo y que en estos momentos de fuertes transformaciones en la base tecnológica de producción, las ideas en torno de los resultados sociales y al control de dichos procesos, tanto como la gobernabilidad sobre las tensiones que generan y el modo de repartir beneficios y problemas, están siendo revisados permanentemente en el plano político y en el debate académico. Esas circunstancias, tan abiertas y diversas, constituyen un estímulo inigualable para impulsar nuevas investigaciones y formular re-preguntas sobre múltiples aspectos de nuestra realidad (por ejemplo: ¿es la especialización agroalimentaria un límite al desarrollo argentino?).

Del mismo modo, a los actores universitarios nos compete devolver en términos sociales aportaciones a un debate racional, facilitar lecturas diversas de los conflictos, hacer un esfuerzo para que movimientos sociales, actores públicos y también privados puedan relacionarse de un modo sinérgico, contribuir a superar las visiones excluyentes, valorizar el rol del aprendizaje en los procesos sociales. Si con algo se vincula el desarrollo, es con el aprovechamiento adecuado de las oportunidades de aprendizaje en la formación de capital social, y es allí donde alumnos y profesores deben incidir.

Pero, con todo, el rol más relevante es el de ser una plataforma para el debate público calificado, un debate con escucha, liberado de prejuicios, un debate no dogmático, que aproveche la generosidad del espacio pedagógico, que sea exigente y tolerante al mismo tiempo.

La universidad debe ser ese lugar donde se conjuguen los cuatro roles, sin menoscabo de ninguno y sin falsas dicotomías: que se formen recursos humanos, se investigue, se promueva la participación comprometida y se abra el debate no en clave competitiva sino orientado a dotar de sentido un término que tanto nos ha movilizado y que aún es para América latina una tarea pendiente.

* Profesor titular de Políticas Públicas de Desarrollo Local, Ciencia Política (UBA).

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