UNIVERSIDAD › OPINION
› Por Diego Conno *
En los últimos años, la universidad ha sido afectada por el proceso de democratización que se viene desarrollando en la Argentina. Esto ha generado un cambio que no es solo cuantitativo (más recursos y más personas que ingresan al sistema de educación superior), sino que implica una transformación radical en la comprensión misma de lo que entendemos por universidad. Hemos pasado, como dice Eduardo Rinesi, de una idea de universidad entendida como privilegio, y por lo tanto para unos pocos, a la idea de universidad como derecho, y por lo tanto para todos. Esta transformación de gran impacto cultural, político, económico y social precisa volver a preguntarnos: ¿qué es una universidad, y cuál es su relación con la sociedad?
En el centro del problema de la relación entre universidad y sociedad se encuentra la vieja cuestión de la autonomía. Puesta aquí, la palabra autonomía no puede significar desvinculación de la sociedad; en un contexto de financiarización del planeta, autonomía tiene que significar independencia de las leyes del mercado y de las lógicas del capital. “Autonomía heterogénea”, según la expresión de Diego Tatián, que expresa la capacidad de la universidad, en tanto potencia creadora común, plural, y pública de saberes y de prácticas atentas a las necesidades y demandas de una comunidad.
Las universidades nacionales vienen cumpliendo un rol fundamental en la transformación de la estructura productiva, política y social, no menos que en la producción de subjetividades políticas. Esto requiere pensar las universidades no solamente como ámbito de formación profesional, sino fundamentalmente como espacio de constitución de subjetividades autorreflexivas, críticas de su propia práctica. Donde la palabra crítica, como dice Tatián, no sea exclusiva de las ciencias humanas y sociales, sino que involucre a todos los campos el saber. Ingenierías que sepan analizar los efectos de sus productos, o de sus “estilos tecnológicos” para utilizar la célebre expresión de Varsavsky; áreas de salud que se interroguen por los múltiples saberes acerca de lo sano y lo patológico en una sociedad; economías que reconozcan la historicidad y la contingencia de sus fundamentos, el entramado de relaciones de poder hegemónicas detrás de los modelos y las teorías, y que por lo tanto se animen a imaginar y producir nuevas formas –más democráticas, en el sentido de más libres, justas e igualitarias– de organizar la riqueza siempre común, que produce una sociedad y de la cual depende.
Desde esta perspectiva, la universidad debe ser concebida no como mero resguardo de saberes, sino como una especie de poética del espacio, en el sentido de una política, una estética, y una ética, que despliega sobre el territorio una fuerza de imaginación y creación. En la medida en que el mercado exige especialización y competencias, la universidad pública tiene que dar lugar a la pluralidad y el cruce de saberes, de inteligencias, de cuerpos y de afectos, irreductibles al complejo científico-tecnológico con el cual muchas veces se la identifica. En América latina existe una importante tradición de las artes que ha posibilitado formas de conocimientos y objetos culturales muchas veces más potentes, y también más verdaderos, que los conocimientos y los objetos producidos por la ciencia y la tecnología. Es en su interrelación con otros saberes y otras prácticas que la ciencia y la tecnología puede devenir política en sentido fuerte: esto es, interrogación sobre los fines y no sólo sobre los medios.
Concebir la universidad como una poética del espacio requiere que sus tres actividades principales –docencia, investigación y extensión– no se hallen escindidas, sino que constituyan un complejo, una red o una potencia de pensamiento y acción, capaces de afectar y ser afectada por la sociedad y la coyuntura en la que se inscriben. Una poética del espacio que refleje la capacidad que tiene la universidad de vincular conocimiento y sociedad de un modo ni externo ni trascendente, sino inmanente al mismo proceso de producción de conocimiento.
Toda sociedad democrática precisa de un espacio público de aparición, donde palabras y acciones puedan desenvolverse en condiciones de libertad e igualdad. A través del monopolio de las palabras y las imágenes, las grandes corporaciones mediáticas ejercen un control autoritario de la esfera pública. Ya en los años ‘30, Adorno y Horkheimer hablaban de los medios de comunicación como grandes “fábricas del alma”. Frente al llamado “círculo rojo” al que aluden varios políticos vinculados al establishment (forma contemporánea de la “ley de hierro de la oligarquía” de la que hablara R. Michels, según la cual el ejercicio del poder siempre cae en manos de una minoría), las universidades públicas deben ofrecer un espacio contrahegemónico, o de posibilidad de construcción de una hegemonía alternativa, de fuerte anclaje democrático, republicano y popular, que oponga al monolingüismo de las corporaciones mediáticas una pluralidad de la lengua y de la crítica.
La discusión electoral se banaliza cuando queda capturada por la agenda de las corporaciones, que reemplazan el “lenguaje de los derechos” por la “lógica de los intereses”. Expresión de este desplazamiento es la vuelta al lenguaje del “ajuste”, o la alusión al “gasto” para nombrar políticas públicas que en estos años fueron consideradas como “inversión social”, entre ellas, como lo señala el documento escrito recientemente por el Consejo Interuniversitario Nacional, la política universitaria. Lo que aquí está en juego es el futuro de la Argentina y los destinos de un pueblo y una Nación. Todos los que estamos comprometidos, de una u otra manera, con el proceso de democratización que se viene llevando adelante en la Argentina debemos poner todos nuestros esfuerzos en la consolidación de un espacio público de discusión, de creación de una “inteligencia colectiva” quizá, que pueda dar sentido a nuestras palabras y acciones de formas cada vez más plurales y democráticas.
* Politólogo, docente e investigador, Universidad Nacional Arturo Jauretche.
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