Una investigación estudia la acción de la última dictadura en el ámbito académico y rastrea la persistencia de continuidades.
› Por Javier Lorca
“La universidad no debe investigar”, fue la breve pero clara definición pronunciada por Alberto Ottalagano al asumir como interventor de la UBA en 1974. Comenzaba, aún bajo gobierno democrático, un período que se iría tornando más y más sombrío para la universidad pública, plenamente nocturno a partir del golpe militar ocurrido hace hoy tres décadas. A recuperar y analizar aquellos años, desde 1973 hasta 1983, rastreando heridas y continuidades, apelando a documentos, archivos y testimonios directos, se aboca Universidad y dictadura, un estudio realizado por investigadores del Centro Cultural de la Cooperación.
El trabajo fue desarrollado por Pablo Perel (docente y secretario de Publicaciones de la Facultad de Derecho), Eduardo Raíces (politólogo) y Martín Perel (abogado) y pronto será publicado por el centro cultural, con prólogo de Osvaldo Bayer. ¿Por qué investigar la universidad bajo la dictadura? “Es un tema muy poco abordado puertas adentro de la UBA. Notábamos un vacío”, dice Martín. “Nunca se analizó la magnitud de la depredación en la universidad, que empezó con la derecha peronista y que, con otro ropaje, continuó con la dictadura”, detalla Pablo. Y añade otro fin, “problematizar el rol de la sociedad civil, cierta complicidad por lo menos de la clase dirigente”.
La primera parte de la investigación aborda los intensos cambios que vivió la universidad con el regreso del peronismo. La UBA se transformó en la Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires, con Rodolfo Puiggrós y luego Vicente Solano Lima como rectores, buscó abrirse “hacia los sectores desposeídos”, apuntó a cerrar “la brecha abierta entre libros y alpargatas” apostando a “la confluencia de obreros y estudiantes”. Mientras recibía críticas diversas (caótica y populista, para los reformistas; “campo de gimnasia subversiva”, para la derecha), la Unpba ensayaba una experiencia innovadora con medidas dirigidas a quebrar la dependencia cultural (prohibición de que investigadores recibieran subsidios privados, becas orientadas a la “liberación nacional”).
Una de las medidas fundantes de la Unpba fue liberar el ingreso: de 21 mil ingresantes en 1972 se pasó a 40 mil dos años después. En lo educativo, se enfatizó “la formación teórico-práctica, acercando la academia a la vida cotidiana de los sectores populares”. Todo este proceso –así como el período represivo– es relatado con detalle por los investigadores a partir de un caso: la Facultad de Derecho. Entre otras impresionantes escenas, se rescatan las palabras con que Puiggrós explicó, en un acto, por qué elegía a Mario Kestelboim como interventor de la casa: “Porque ha sido defensor de presos políticos y aquí abundan funcionarios de la dictadura, porque es un hombre de izquierda y ésta es una facultad de derecha, y porque es judío en una facultad llena de fascistas”.
Ya en la segunda mitad del ’74 cambiaría la historia, de la mano derecha del peronismo, con Oscar Ivanissevich en Educación. Comenzaría –dice el estudio– “una limpieza destinada a terminar con todo elemento aún visible de simpatías progresistas o izquierdistas”. Las cesantías o renuncias de profesores llegarían a 15 mil. Pero no sólo eso. La investigación sería privatizada, el ingreso restringido, los estudios arancelados, los programas modificados. En Filosofía se incluyen bolillas como “la existencia de Dios, necesidad y posibilidad de una demostración” y por los pasillos de esa facultad paseaba el interventor Raúl Sánchez Abelenda agitando un incensario para “exorcizar al demonio marxista”. Después del golpe del ’76 se multiplicaron las amenazas de muerte y los secuestros. También las requisas y los infiltrados (“sérpicos”, se los llamaba), también la supresión de carreras. Pero la universidad no fue mera víctima. Uno de los tópicos analizados en el trabajo es la persistencia de prácticas y actores bajo la dictadura y en democracia. “Hay continuidad en muchos nombres, con un fuerte travestismo político –dice Eduardo Raíces-. Claramente, hay continuidad en la enseñanza. Hoy sigue habiendo una relación espacial muy marcada, con bancos fijos para los estudiantes, con profesores dando clases magistrales desde el púlpito.”
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