› Por John Berger
¿Se puede escribir todavía algo sobre él? Pienso en todas las palabras que ya se han escrito, incluidas las mías, y la respuesta es “no”. Si miro sus cuadros, la respuesta vuelve a ser “no”, aunque por una razón diferente: sus cuadros invitan al silencio. Casi iba a decir que ruegan silencio, y eso habría sido falso, pues ni una sola de sus imágenes, ni siquiera la del anciano con la cabeza entre las manos en el umbral de la eternidad, muestra el menor patetismo. Siempre detestó inspirar compasión y hacer chantaje.
Sólo cuando veo sus dibujos me parece que merece la pena añadir algunas palabras a lo ya dicho. Tal vez porque sus dibujos tienen algo de escritura, y a menudo dibujaba en las cartas. El proyecto ideal habría sido dibujar el proceso que llevaba a sus dibujos, tomar prestada su mano de dibujante. Sin embargo, lo intentaré con palabras.
Cuando miro un dibujo suyo de un paisaje en los alrededores de las ruinas de la abadía de Montmajour, cerca de Arles, realizado en julio de 1888, creo ver la respuesta a una cuestión obvia: ¿Por qué ha llegado a ser este hombre el pintor más famoso del mundo?
El mito, las películas sobre él, los precios, su llamado martirio, sus brillantes colores, todo ello tuvo un papel y amplificó el atractivo global de su obra, pero no están en su origen. Es querido, me digo mirando el dibujo de los olivos, porque para él el acto de dibujar o de pintar era una forma de revelar y de demostrar por qué amaba tan intensamente aquello que estaba mirando, y aquello que estaba mirando durante los ocho años de su vida como pintor (sí, sólo ocho) pertenecía al ámbito de la vida cotidiana.
No se me ocurre otro pintor europeo cuya obra exprese un respeto tan franco por las cosas cotidianas, sin por ello elevarlas en alguna medida, sin salvarlas de su cotidianidad mediante la idealización de lo que representan o de aquello a lo que sirven. Chardin, La Tour, Courbet, Monet, De Staël, Miró, Jasper Johns –por nombrar sólo a algunos– se apoyaban todos en la autoridad de unas ideologías pictóricas, mientras que él, en cuanto abandonó su primera vocación de predicador, abandonó toda ideología. Se volvió estrictamente existencial, se quedó ideológicamente desnudo. La silla es una silla, no un trono. Las botas están gastadas de andar. Los girasoles son plantas, no constelaciones. El cartero reparte las cartas. Los lirios morirán. Y de esta desnudez suya, que para sus contemporáneos era ingenuidad o locura, procedía su capacidad de amar, súbitamente y en cualquier momento, lo que veía delante de él. Agarraba entonces el lápiz o el pincel y se esforzaba por hacer realidad, por colmar ese amor. Un amante pintor que viene a afirmar la tosquedad de una ternura cotidiana con la que todos soñamos en nuestros mejores momentos y que reconocemos instantáneamente cuando la vemos enmarcada...
Palabras, palabras. ¿Cómo se ve esto en su práctica artística? Volvamos al dibujo. Es un dibujo a plumilla de caña. En un solo día hacía varios. A veces, como en este caso, directamente del natural; a veces, de sus propios cuadros, colgados en la pared del estudio mientras se secaban.
No eran tanto estudios preparatorios como esperanzas gráficas; mostraban de una forma sencilla, sin las complicaciones del pigmento, adónde esperaba que le llevara el acto de pintar. Eran mapas de su amor.
¿Qué vemos en éste? Una mata de tomillo, otros arbustos, rocas, olivos en una ladera, una llanura a lo lejos, pájaros en el cielo. Moja la plumilla en tinta marrón, observa y marca el papel. Los gestos parten de la mano, la muñeca, el brazo, el hombro, posiblemente también de los músculos del cuello; los trazos que hace en el papel, sin embargo, siguen unas corrientes de energía que no son físicamente suyas y que sólo se hacen visibles cuando las dibuja. ¿Corrientes de energía? La energía de un árbol que crece, de una planta que busca la luz, de una rama que ha de acomodarse con sus vecinas, de las raíces de los arbustos y de los cardos, del peso de las rocas incrustadas en la ladera, de la puesta de sol, de la atracción por la sombra de todo lo que está vivo y padece el calor, del mistral que sopla del norte y ha moldeado los estratos de roca. Es una lista arbitraria; lo que no es arbitrario es el dibujo que sus trazos hacen sobre el papel. Se asemeja a una huella. ¿Una huella de quién?
Es un dibujo que valora la precisión –todos y cada uno de los trazos son explícitos y claros–, pero se olvida completamente de sí mismo en su apertura con respecto a aquello con lo que se encuentra. Y el encuentro es tan íntimo que es imposible distinguir de quién es cada trazo. Un mapa del amor, en verdad.
Dos años después, tres meses antes de su muerte, pintó un pequeño lienzo de dos campesinos cavando la tierra. Lo hizo de memoria, porque se refiere a aquellos que había pintado cinco años antes, en Holanda, y a las muchas imágenes que pintó a lo largo de su vida en homenaje a Millet. Sin embargo, es un cuadro cuyo tema también entraña el mismo tipo de fusión que vemos en el dibujo.
Los dos hombres están pintados en los mismos colores –el marrón de la patata, el gris del azadón y el desvaído azul de las ropas de trabajo de los campesinos franceses– que el campo, el cielo y las colinas lejanas. Las pinceladas que representan sus miembros son idénticas a aquellas que trazan los surcos y los montículos del campo. Los codos levantados de los dos hombres se transforman en dos crestas más, dos cerros más, contra el horizonte.
El cuadro, por supuesto, no afirma que esos hombres sean “patanes apegados al terruño”, como describirían despectivamente a los campesinos muchos ciudadanos de la época. La fusión de las figuras con la tierra se refiere a ese intercambio de energía que constituye la agricultura, y que explica, en definitiva, por qué la producción agrícola no puede ser sometida a unas leyes puramente económicas. También podría referirse, mediante su amor y respeto por los campesinos, a su propia práctica como pintor.
Tuvo que vivir toda su corta vida apostando con el riesgo de perderse. La apuesta es visible en todos los autorretratos. Se mira como a un desconocido, o como a algo con lo que acaba de tropezarse. Los retratos de otros son más personales; su enfoque, más cercano. Cuando las cosas iban demasiado lejos y se perdía completamente, las consecuencias, como nos lo recuerda su leyenda, eran catastróficas. Y esto es evidente en las pinturas y dibujos que hacía en esos momentos. La fusión se transformaba en una fisión. Todo borraba todo lo demás.
Cuando ganaba la apuesta –lo que sucedía casi siempre–, la ausencia de contornos en su identidad le permitía ser extraordinariamente abierto, lo hacía completamente permeable a aquello que estaba mirando. ¿O me equivoco? Tal vez, la ausencia de contornos le permitía darse, abandonarse y entrar e impregnar al otro. Posiblemente, se daban los dos procesos, una vez más, como en el amor.
Palabras, palabras. Volvamos al dibujo del olivar. Las ruinas de la abadía están, creo, detrás de nosotros. Es un lugar siniestro –o lo sería de no estar en ruinas–. El sol, el mistral, los lagartos, las cigarras, la ocasional abubilla, todavía limpian sus muros (la abadía fue desmantelada durante la Revolución), todavía no han acabado de borrar las trivialidades del poder que encerraron un día y todavía siguen insistiendo sobre lo inmediato.
Sentado de espaldas al monasterio y mirando los árboles, le parece que el olivar empieza a acortar la distancia y a apretarse contra él. Reconoce la sensación; la ha experimentado, en el interior, en el exterior, en el Borinage, en París, o aquí en la Provenza. A esta presión –que fue tal vez el único amor íntimo constante que conoció en su vida– responde a una velocidad increíble y con la máxima atención. Toca todo lo que ven sus ojos. Y la luz cae sobre los trazos en el papel vitela de la misma forma que cae sobre los guijarros a sus pies, en uno de los cuales (en el papel) escribirá: Vincent.
Este dibujo parece contener hoy algo que tengo que denominar gratitud, una gratitud que no es fácil determinar. ¿Hacia el lugar? ¿El suyo o el nuestro?
Este fragmento pertenece a El tamaño de una bolsa de John Berger. Editorial Taurus
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