› Por Alejo Carpentier
El hombre, con su infinito ingenio, con su infinito poder de construcción y de destrucción, con su posición crítica eternamente despierta, inconforme, aficionado a ponerlo todo en entredicho, ha empezado a preguntarse, de pocos años a esta parte, si el libro (¿por qué no observa su asombrosa proliferación en el mundo?...) no es un instrumento de difusión de la cultura ya ineficiente y llamado a ser sustituido por medios de información más directos, más conformes a sus posibilidades significantes, más completos y multiperceptivos, ya que éstos asocian lo auditivo con lo visual, la música con la imagen y la palabra, con una insuperable rapidez de análisis de un caso, de un hecho, de un conflicto, que la letra impresa en tomo, en volumen, no podría alcanzar en cuanto a “inmediata actualización de su transcurso”.
De ahí las perturbadoras y arbitrarias teorías favorecedoras de la tesis según la cual más poder tienen, culturalmente, el cine, la radio, el periodismo, la televisión, que más parecen hablarnos, informarnos, inquietarnos, en cincuenta minutos, una hora, una hora y media, que el libro, la novela, el ensayo que, nacidos de seis, siete años de trabajo, nos imponen –en el tiempo que nos dejan nuestras ocupaciones cotidianas, nuestro panganar– una lectura y meditación de varios días. “Voire”, como hubiese dicho Panurgo, lanzando sus borregos al inmenso mar de las hipótesis.
Los censores austeros, sin embargo, adoptan una posición distinta, criticando aficiones de este siglo que consideran, con sorprendente ignorancia, como novedades, fenómenos, manifestaciones típicas del mal espíritu de la época que nos ha tocado vivir. Y, para comenzar por lo más sencillo para llegar a cuestiones mucho más complejas, consideremos las lamentaciones, los anatemas, lanzados por los miembros del Santo Oficio de una suerte de cultura, contra los “muñequitos” (así los llamamos en muchos países de nuestra América llamada Latina), las “tiras cómicas” a que tanto se han aficionado nuestros niños, y a que tanto nos hemos aficionado nosotros mismos, en muchos casos –personas mayores– sin niños, en estos últimos años. Pruebas se nos buscan, en esta boga de las tiras cómicas, de que las generaciones nuevas se están apartando de la lectura.
Pero demasiado olvidan quienes así razonan que las tiras cómicas –o sea, la narración de hechos, de acciones, mediante la sucesión de imágenes, precursora del cinematógrafo– se hallan ya perfectamente realizadas en técnica y espíritu en los códices mexicanos referentes a la Conquista, que nos cuentan, por medio de escenas y figuras colocadas en su orden (por ellos sabemos cómo se vestía la Malinche, cómo se trajeaba Hernán Cortés), hechos históricos que determinaron el ocaso del imperio de los aztecas. ¿Y qué es la hermosa y larguísima Tapicería de Bayeux, sino una narración de la conquista de Inglaterra por los normandos, mediante una técnica que es ya la de las tiras cómicas?...
El genial humorista suizo Töpffer inaugura en el siglo pasado con su Doctor Festus (1840) la tira cómica tal como hoy la entendemos. Todos los especialistas en la materia lo proclaman iniciador y maestro en el género. En 1889-1893, el francés Christophe, con su clásica Famille Fenouillard, prosigue el camino de Töpffer, sin olvidar la serie de Le Sapeur Camember (1890-1896), desde entonces famosa. Cuando yo era niño, antes de la Primera Guerra Mundial, existían en París, gozando de enormes tiradas, unos periódicos infantiles titulados Le Petit Illustré, Cri-Cri, L’Intrépide, La Semaine de Suzette (creador del personaje clásico de Bécassine), L’Epatan –con las inolvidables aventuras de los Pieds Nickelés de Forton (1908) que, con el tiempo entraron en el panteón de su propia gloria–.
En los mismos años, los niños ingleses se regocijaban con las aventuras y tribulaciones de Buster Brown y de su perro, que se remontan al año 1902. Y, hacia el año 1913, el genial Bud Fisher, en los Estados Unidos, inventaba los extraordinarios personajes de Mutt and Jeff (en América Latina: Benitín y Eneas) que se mantuvieron durante más de cuarenta años en las páginas de los diarios, entroncando, a través de las amarguras del nuevo rico de Geo McManus, de los maravillosos Katzenjammer Kids (en español: Maldades de dos pilluelos), de Krazy Cat (1923), El Gato Félix, de Popeye, con sus espinacas energéticas, con los Tarzanes, Superman, Terry y los Piratas, Mandrake el Mago, que, con sus hazañas fabulosas, alimentaron una nueva mitología que aún nos acoge en las páginas de periódicos modernos.
Pero todo esto, señores austeros, informadores de Santo Oficio de la Cultura, no ha impedido la edición, reedición, traducciones múltiples, de Tolstoi, Pirandello, Thomas Mann, Marcel Proust, James Joyce, Hermann Broch (no quiero alargar una harto fácil enumeración de apellidos ilustres) a quienes el público medio del siglo pasado hubiese calificado de “autores difíciles”, por no decir, “ilegibles”.
¿La ciencia-ficción? Es un género literario que ha existido siempre. Sus clásicos son Luciano de Samosata; el autor de un romance medieval de Alejandro el Grande, que hace descender al héroe de su historia a las simas de los mares en una cápsula de cristal; Orlando Furioso que cruza un Océano a nado; Cyrano de Bergerac, con su viaje a la luna; Swift, el inagotable Swift, mucho más imaginativo en los últimos viajes de Gulliver que en los realizados en tierras de gigantes y de enanos; H. G. Wells, cuyos Primeros hombres en la Luna, La guerra de los mundos, El hombre invisible, La isla del doctor Moreau fueron el alimento intelectual de mis trece años...
¿El folletín, periodístico, televisado? Folletines fueron los Libros de Caballerías, con Amadís de Gaula a la cabeza; folletines (¡y de los buenos!) los de Javier de Montepin, Emilio Gaboriau, Eugenio Sue, a comienzos del siglo XIX, hasta llegar a ese superfolletín (folletín con magníficas calidades literarias) que fue el de Los miserables, de Víctor Hugo, primer best-seller absoluto de la literatura mundial (un millón de francos-oro ganó su autor con ese libro), que sigue gozando de una inmensa aceptación en todo el ámbito de habla hispánica hasta el extremo de que a los “lectores de tabaquerías” o lectores públicos de las manufacturas de puros y cigarrillos cubanos, plebiscitos de oyentes solicitan periódicamente una nueva audición de la historia de Jean Valjean. El folletín, como lo vemos hoy en las pantallas de la televisión, no hizo el menor daño al desarrollo de la portentosa obra de Balzac, ni puso trabas a los amagos poéticos presurrealistas del Víctor Hugo de la vejez, ni a la difusión lenta pero tan universal como segura de Baudelaire y de Rimbaud...
Emilio Zola, después de la gloria inigualada del autor de Hermani, fue el segundo autor de bestsellers de Europa, en espera de Tolstoi, sin olvidar a Dickens, más tardío en cuanto a difusión. Y no debe olvidarse que si la maestría de Zola llega a sus cimas en Nana, en La taberna, en Germinal, este gran escritor había iniciado su carrera con libros como Teresa Raquin y Los misterios de Marsella que en poco se diferenciaban de los peores folletines que vemos hoy en las televisiones de estos mundos.
¿Y quién inmortalizó, difundió, hizo traducir, lo que había de grande y auténtico en un Zola, desechando lo trivial y desperdiciable? El público lector. Como el público del cine contemporáneo ha sabido olvidar los espantables dramones que –con Francesca Bertini, Gustavo Serena, Itala Almirante Manzini, Hesperia, etcétera– nos ofrecían, a principios de siglo las firmas Cines de Roma y Ambrosio de Milán, y recuerda las grandes películas –me refiero a las obras de madurez– de un Chaplin. En el público se ha desarrollado un sentido crítico que, si bien aprecia las ventajas informativas, recreativas, instructivas, incluso, de los mass-media, es cada vez más adicto al Libro –escrito libro con intencionada mayúscula–.
Porque el Libro, pese a las especulaciones y musarañas de esos “extractores de quintas esencias” –como los hubiera llamado Rabelais–, gana cada día nuevos favores, nuevas posiciones, nuevos adictos en el público.
Hay, para darse cuenta de ello, un hecho clave que, por su elocuencia propia, convencería a un niño que no hubiese pasado, en cuanto a cultura, de las aventuras de Tarzán o de Mickey Mouse: las firmas editoras proliferan en todas partes de modo asombroso. Y el editor es hombre que vive y prospera a base de esa mercancía extraña, ingrata, poco rentable, aparentemente, que es el libro. Mercancía ingrata porque su producción implica una inversión a largo plazo con un resultado problemático: gastar dinero en la publicación de un autor nuevo o desconocido que, a lo mejor, dentro de un año o dos habrá cubiertos sus gastos de impresión, si es que los cubre. El editor, para prosperar, tiene que organizar una red de distribución, cuidar de su publicidad, tratar de imponer a la atención del transeúnte distraído el título de una novela, de un libro de poesía o ensayos, calzado con el membrete de su razón social.
Todo esto implica preocupaciones ignoradas por el comerciante de otra índole, que ofrece al público artículos de uso cotidiano. La lectura, en cierto modo, es un lujo: el más personal de los lujos. El libro se compra con el dinero que sobra, cuando ya se ha gastado aquello que era necesario para la adquisición de lo demás –es decir: de lo diariamente imprescindible–.
Y, sin embargo, observemos el panorama editorial del mundo. Sin hablar de Francia, Alemania, Inglaterra, etcétera, países de vieja tradición al respecto, en los días de mi infancia las empresas editoriales existentes en América Latina apenas si llegaban a pasar en número aquel que pudiera contarse con los dedos de las dos manos. Existían impresores, desde luego, impresores que, mediante el pago de una suma determinada, publicaban (nunca a más de 2000 ejemplares) un libro debido a la tarea de un ensayista dado a conocer por los periódicos. Y, una vez hecha la edición, tenía el autor que recogerla por su cuenta y repartirla personalmente a las librerías, donde el tomo era acogido con displicencia cuando no con hostilidad (“Bueno... Déjeme diez ejemplares... Pero le advierto que la producción nacional se vende muy poco...”), quedándose generalmente, al cabo de tantos trabajos y sinsabores, con un millar de ejemplares invendidos que iban a parar al sótano o al desván de su casa, condenado a un olvido que a veces –muy pocas veces– era reparado por la curiosidad retrospectiva de una generación futura que descubría un precursor, de pronto, en nuestro pobre autor fenecido sin pesares ni glorias. (Exceptuamos el éxito continental, excepcional, de un Rubén Darío... pero recordemos, también, lo poco entendida que fue la todavía insuperada grandeza de un César Vallejo cuando aún lo teníamos entre nosotros...).
La actitud del público ante el libro, por lo demás, ha variado en el mundo entero (no me refiero desde luego a los países subdesarrollados donde no puede hablarse de que una inmensa masa de seres humanos, allí, no sabe leer ni escribir...). Como cada cual extrae sus observaciones y conclusiones de alguna experiencia propia, pienso en la generación de mi padre, de mi abuelo, tenidos, en su época, por gentes superiormente cultas.
¿En qué consistía su cultura? En la necesaria para ejercer decorosamente y a veces con verdadero talento la práctica de una profesión –mi abuelo abogado, mi padre arquitecto...–. Estaban al tanto de cuanto pudiera perfeccionarlos, ayudarlos, en el cumplimiento de sus respectivas actividades.
Pero... ¿por lo demás? Eran hombres cultos, tenidos por muy cultos en el medio de hombres, muy cultos también, en el cual se desenvolvían. Pero... ¿en qué consistía su cultura? En ser doctos en humanidades. Conocían a sus clásicos griegos, latinos, medioevales, a los autores de los distintos Siglos de Oro –español, francés, inglés...–, del romanticismo alemán y de la literatura del siglo XIX y de la que les era contemporánea. En sus conversaciones barajaban inteligentemente los hombres de Balzac, de Flaubert, de Zola, de Dostoievski, de Tolstoi, de Ibsen, de Galdós, de Pío Baroja y, desde luego, de muchos poetas cuyos nombres, en muchos casos, están ya olvidados. Tenían algunas nociones de filosofía. Sabían mucho de historia. En otros terrenos habían leído, desde luego, a Darwin, Haeckel, Le Bon, Renan, Taine, Emerson, pero de manera esporádica y sin mayor persistencia.
Por lo demás, para ellos, la filosofía era terreno dejado a los filósofos (gente de una actividad bastante difícil de definir, si hemos de estar de acuerdo con un regocijado ensayo de Raymond Queneau); la arqueología era cosa de arqueólogos; la sociología, cosa de sociólogos, las ciencias, cosa de científicos. Y en cuanto a la política... oh, en cuanto a la política: “Juegos de manos, juegos de villanos”, decía mi abuelo... Anatole France, (esteta), dilettante de la filosofía, de la política, de todo; autor de “vidas de santos” en quienes no creía, verdadero touche-à-tout como diría un francés, fue, no hay que olvidarlo, el maestro de toda una generación representativa de una época.
Hoy, asomémonos a los escaparates de una librería en París, en Londres, en Buenos Aires, en México, en La Habana, donde se quiera. Allí, las novelas están situadas en nivel de igualdad con el libro que trata de las excavaciones realizadas en Súmer, en la Isla de Creta, en algún lugar de México o del Perú; todos los hombres de mi generación han leído a Freud, a Jung; a Lacan (y quiero hacer la lista breve); han leído a Marx, a Engels, a Gramsci, a Lukács; hay libros de filosofía que, en estos últimos años, resultaron verdaderos best-sellers, la cibernética, las ciencias, la astronáutica (nuevas formas de la ciencia-ficción, pero esta vez con hombres de verdad que ponen el pie en la luna) apasionan a todo un público.
Las colecciones se multiplican: monografías artísticas cada vez menos costosas; vidas de compositores, historias de la música, tratados de organografía ad-usum-delphini (todo esto ayudado por el disco); política, historia contemporánea, sociología viviente, exploraciones, conocimientos del planeta, estructuralismo. Lévi-Strauss, etcétera, etcétera. El público lector crece de día en día, en cuanto a curiosidad, deseo de enterarse, poder de asimilación, anhelo de acceder a zonas del pensamiento que ayer le eran ignoradas...
Y con ello no se sorprenden ustedes de que si los editores del siglo pasado (salvo en los casos excepcionales de un Víctor Hugo o de un Zola) tiraban un libro de literatura –peor aún si era de filosofía o sociología– sobre una base de 2000 ejemplares, hoy las tiradas de 20.000, 30.000, 50.000 y hasta de 100.000 son hechos corrientes. Y, por lo pronto, no conozco un editor en Europa o en América Latina que, desde hace treinta años, se haya declarado en quiebra: prueba de que “el negocio rinde” –como suele decirse–. Y rinde, porque hay lectores. Lectores para quienes los mass-media no compensan la incomparable “meditación a solas”, frente a la página impresa, que constituye la lectura de un libro.
A ello podrá responderse que subsiste el terrible problema de los países subdesarrollados, donde enormes masas de seres humanos son incapaces de escribir su propio nombre en una hoja de papel. Pero esto atañe ya a otro problema, problema de educación intensiva y masiva que tiene que plantearse desde el momento en que el niño pronuncia las primeras palabras de su idioma. Y ese problema no se resuelve con libro más o menos, ni tiene La Divina Comedia papel que desempeñar, por ahora, donde la posesión de un puñado de arroz o de un mendrugo de pan es la cuestión que debe resolverse hoy mismo, sin dilaciones que suelen ser motivo de vergüenza para los hombres de nuestra época. Pero ese problema lo conocen todos, aunque algunos se hayan hecho el innoble propósito de ignorarlo. Ahí la ecuación no se define en términos de cultura, de lecturas, sino de sistemas.
Si hay hambre de lectura –es totalmente cierto– en los países desarrollados, hay, no tan lejos, hambres de lectura... Y ante esto, no desempeñemos el papel burlesco de la noble dama de Proust que, durante la guerra de 1914-1918, tenía, como máxima preocupación, la de que su panadero le entregara, cada mañana –a pesar de las restricciones– los bizcochos que eran el adorno y encanto de su desayuno tomado prudentemente antes de la lectura de un periódico que hubiese podido traerle malas noticias sobre la posición de los ejércitos aliados en los frentes.
Alejo Carpentier: Ensayos selectos. Editorial Corregidor
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