› Por Guillaume Apollinaire
He aquí un tímido ensayo sobre un artista en quien se combinan, creo, las más tiernas calidades de la fuerza de su simplicidad y la dulzura de sus claridades.
No hay relación entre la pintura y la literatura y he tratado en este aspecto de no provocar confusión alguna. Es que en Matisse la expresión plástica es la meta, así como para el poeta lo es la expresión lírica. Cuando yo vine hacia usted, Matisse, la gente lo miraba y, como ellos reían, usted sonrió.
Veían un monstruo, ahí donde se elevaba una maravilla.
Yo lo interrogaba y sus respuestas traducían las causas del equilibrio de su arte razonable.
“Yo trabajé –me dijo usted– para enriquecer mi cerebro satisfaciendo las diferentes curiosidades de mi espíritu. Me esforzaba en conocer los distintos pensamientos de maestros antiguos y modernos de la plástica. El trabajo fue también material porque trataba al mismo tiempo de comprender su técnica.”
Después, luego de servirme ese vino fuerte que sustrajo de Collioure, quiso volver al tema de las peripecias de ese peligroso viaje hacia el descubrimiento de la personalidad. Se va de la ciencia a la conciencia, es decir el olvido completo de todo lo que no estaba en usted mismo. ¡Qué dificultad! El tacto y el gusto son aquí los únicos gendarmes que pueden alejar para siempre lo que no hay que volver a encontrar en el camino. El instinto no guía. Se ha alejado, y se está en su búsqueda.
“Después –usted decía–, crecí al considerar mis primeras obras. Raramente engañan. Encontré en ellas una similitud que al principio tomé por una repetición, que sólo agregaba monotonía a mis cuadros. Era la manifestación de mi personalidad, que aparecía, cualesquiera que fuesen los diversos estados de ánimo por los que pasaba.”
El instinto resurgía. Usted sometía, finalmente, su conciencia humana a la inconsciencia natural. Pero esta operación se producía en determinado momento.
¡Qué imagen para un artista: los dioses omnipotentes, todopoderosos, pero sometidos al destino!
Usted me dijo: “Yo me he esforzado en desarrollar esta personalidad contando sobre todo con mi instinto y volviendo a menudo a los principios, y me decía a mí mismo cuando las dificultades me arredraban: ‘Tengo colores y una tela, y debo expresarme con pureza’. Debería hacerlo sumariamente poniendo, por ejemplo, cuatro o cinco manchas de colores, trazando cuatro o cinco líneas, que dieran una expresión plástica”.
Muchas veces se le reprochó esa expresión sumaria, mi querido Matisse, sin pensar que usted había realizado así uno de los trabajos más difíciles: dar existencia plástica a los cuadros sin el concurso del objeto, salvo para provocar sensaciones.
La elocuencia de sus obras proviene, ante todo, de la combinación de colores y líneas. Esa combinación es la que constituye el arte del pintor y no, como lo creen aún ciertos espíritus artificiales, la simple reproducción del objeto.
Henri Matisse bosqueja sus concepciones, construye sus cuadros mediante colores y líneas hasta darles vida a sus combinaciones, hasta que sean lógicas y formen una composición cerrada, donde no se podría quitar ni un color ni una línea sin reducir el conjunto a la búsqueda azarosa de algunas líneas y algunos colores.
Ordenar un caos, he ahí la creación. Y si la meta del artista es crear, hace falta un orden, en el que el instinto será la medida.
A quien trabaje así, la influencia de otras personalidades no podrá anularlo. Sus certezas son íntimas. Provienen de su sinceridad y las dudas que lo angustiarán pasarán a ser la razón de su curiosidad.
“Jamás he evitado la influencia de los otros –me dijo Matisse–. Yo habría considerado esa actitud como una cobardía y una falta de sinceridad frente a mí mismo. Creo que la personalidad del artista se desenvuelve, se afirma, por las luchas que tiene que librar contra otras personalidades. Si el combate le es fatal, si su personalidad sucumbe, ése y no otro era su destino.”
En consecuencia todas las escrituras plásticas, los egipcios hieráticos, los griegos refinados, los camboyanos voluptuosos, las producciones de los antiguos peruanos, las estatuillas de los negros africanos, proporcionadas de acuerdo con las pasiones que los han inspirado, pueden interesar a un artista y ayudarlo a la vez a desarrollar su personalidad. Al confrontar sin cesar su arte con las otras concepciones artísticas, al no cerrar su espíritu a las manifestaciones vecinas a las artes plásticas, Henri Matisse, cuya personalidad tan rica habría podido crecer tal vez aisladamente, se enriqueció y adquirió esa grandiosidad, esa dignidad que lo distingue.
Pero, curioso de conocer las capacidades artísticas de todas las razas humanas, Matisse permaneció antes que nada devoto de la belleza de Europa.
Europeos, nuestro patrimonio va de los jardines bañados por el Mediterráneo a los mares sólidos del Norte. Encontramos allí los alimentos que amamos y las sustancias aromáticas de otras partes del mundo sólo son especias para nuestro espíritu. Así Matisse consideró a Giotto, a Piero Della Francesca, a los primitivos sieneses, a Duccio, menos poderosos en volumen pero más ricos en espíritu. Y en seguida meditó sobre Rembrandt. Y colocándose en este punto de confrontación de la pintura, se observó a sí mismo para conocer el camino que habría de seguir confiadamente su instinto triunfador.
No estamos en presencia de una tentativa desmedida: lo propio del arte de Matisse es ser razonable. Que esta razón sea a veces apasionada, a veces tierna, no impide que se exprese con tanta pureza como para que se la entienda. La conciencia de Matisse es el resultado del conocimiento de otras conciencias artísticas. Matisse debe la novedad de su plástica a su instinto o a su propio conocimiento.
Cuando hablamos de la naturaleza, no debemos olvidar que formamos parte de ella, y que debemos considerarnos con tanta curiosidad y sinceridad como cuando estudiamos un árbol, un cielo o una idea. Ya que hay una relación entre nosotros y el resto del universo, podemos descubrirla y posteriormente no intentar sobrepasarla.
Este fragmento pertenece a Reflexiones sobre el arte de Guillaume Apollinaire. Editorial Emecé.
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