› Por Eugène Delacroix
(Escrito sobre una hoja suelta, encontrada en la agenda de 1847, sin fecha.)
El público era naturalmente más ilustrado en las épocas en que los grandes talentos, para complacerlo, no apelaban al mal gusto y a la ampulosidad.
Las obras que le agradan dan la medida de su gusto.
El propio talento se ve obligado a extremar los medios de llamar la atención. Siempre vuelve a surgir el salvaje. La civilización más extremada no puede desterrar de nuestras ciudades los crímenes más atroces que parecen el reparto de los pueblos cegados por la barbarie.
Igualmente, el espíritu humano abandonado a sí mismo vuelve a caer siempre en una infancia estúpida. Prefiere los juguetes a los objetos dignos de admiración.
El gusto por la simplicidad no puede durar mucho tiempo.
El espíritu humano no sabe conservar nada. Las tradiciones son nulas. Eclipsado el gran hombre, todo termina con él.
Todos los grandes problemas de arte han sido resueltos en el siglo dieciséis.
La perfección del dibujo, de la gracia, de la composición, en Rafael.
Color, claroscuro, en Correggio, Tiziano y Pablo Veronés.
Llega Rubens, que ya ha olvidado las tradiciones de la gracia y de la simplicidad. A fuerza de genio, restablece un ideal. Lo extrae de su propia naturaleza. Es la fuerza, los efectos impresionantes, la expresión llevada hasta el límite.
¿Rembrandt lo encuentra en la vaguedad del ensueño y de la corrección?
Champrosay, 3 de noviembre de 1850
Rubens emplea sin vacilar el semitinte gris del borde de la sombra entre su tono local de carne y su barniz transparente. En él este tono reina a lo largo de la figura. Pablo Veronés emplea de plano el semitinte de claro y el de la sombra (he observado por experiencia propia que este procedimiento ya produce una ilusión sorprendente). Se contenta con unir el uno a la otra mediante un tono más gris colocado por encima en distintos lugares y en seco. Igualmente utiliza, acariciando, el tono gris vigoroso y transparente que bordea la sombra del lado del tono gris.
Tiziano probablemente no sabía cómo iba a acabar un cuadro. Rembrandt debía encontrarse a menudo en este caso. Sus arrebatos excesivos, más que un efecto de su intención, son producto de sucesivos tanteos.
En este paseo hemos observado efectos sorprendentes. Era una puesta de sol: del lado del claro, los tonos más brillantes de cromo, de laca, y las sombras, desmesuradamente azules y frías. Así, se destacaba la sombra transportada de los árboles totalmente amarillos, tierra de Italia, ocres e iluminados de frente por el sol, sobre un fragmento de nubes grises que acababan en azul. Parece que cuanto más calientes son los tonos del claro, más exagera la naturaleza el contraste del gris: un testimonio de ello lo constituyen los semitintes de los árabes y las naturalezas cobrizas. Precisamente, lo que hacía que este efecto apareciera de forma tan viva en el paisaje era esta ley de contraste.
Ayer, 2 de noviembre, observaba el mismo fenómeno en la puesta del sol: el mediodía es más brillante y llamativo únicamente porque los contrastes son más tajantes. Al atardecer, el gris de las nubes llega a ser azul; el fragmento de cielo que es puro es amarillo vivo o naranja. Ley general: a mayor contraste, mayor brillo.
París, 23 de febrero de 1852
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