VERANO12 › “KLAUS NACHTKNECHT”, DE J. R. WILCOCK
› Por Juan Forn
Huérfano de madre y padre (una argentina de origen italiano y un inglés que la abandonó), Jota Erre Wilcock fue criado en un inquilinato de la calle Montes de Oca por su “abuela” suiza (en realidad, madrastra de su madre) y el “tío” Belo, un caballero espectral de parentesco dudoso. Luego de recibirse de ingeniero y publicar seis libros de poemas, enfermo de odio hacia el peronismo, Wilcock partió en barco a Italia, luego de gastar sus ahorros comprando todos los ejemplares de sus libros que encontró en Buenos Aires, para quemarlos. Se ha hablado bastante de los motivos que lo llevaron a exiliarse de su país y de su idioma natal. La leyenda dice que se fue por un oscuro episodio que lo envolvía en un asesinato, y también que había leído casi todas las obras maestras de la literatura en lengua original y que abandonó la Argentina porque no podía soportar un minuto más el culto creciente a Borges como lector y escritor absoluto.
Se sabe que en Roma trabajó brevemente en la edición en español de L’Osservatore Romano (hasta que se supo que era ateo) y en Il Messagero (donde inventaba polémicas consigo mismo firmando con seudónimos diferentes). La docena de libros que escribió en italiano fueron idolatrados por un selecto grupo de fans (Pasolini, Gassman, Moravia, Calvino, Arbassino, Ruggero Guarini) por hacer del italiano una maquinaria algebraicamente perfecta (aquello que Wilcock tanto detestaba y admiraba en la obra de Borges). Por expreso pedido de Vittorio Gassman, tradujo al italiano todo el teatro de Marlowe (ya lo había hecho al castellano, en Buenos Aires, para el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta). Fue Caifás en El Evangelio según San Mateo de Pasolini. Adoptó un hijo (Livio Bacchi), vivió en una casa sin muebles donde sólo tenía un pequeño piano vertical, libros amontonados en el piso y, según cuenta Gassman en sus memorias, “un gato que hablaba, aunque no siempre”. Cuando cumplió cincuenta años, se recluyó en una ermita de Lubriano, donde pasaba los días escuchando lieder de Wolf, releyendo a Wittgenstein y Joyce y aguardando la llegada mensual del Scientific American. En 1978 fue hallado muerto en su ermita de Lubriano. Un infarto lo había sorprendido mientras leía un artículo sobre enfermedades cardíacas.
A pesar del prestigio cada vez mayor de Wilcock entre la intelligentzia europea, el sistema literario argentino sigue considerándolo una excéntrica nota al pie en el apartado correspondiente a los años ’40 y el grupo Sur. Su mejor libro, según la unánime opinión de sus fans, es La sinagoga de los iconoclastas (del cual proviene el relato que se incluye en estas páginas). Leer a Wilcock produce un efecto de extrañamiento: cada vez que levantamos la vista del libro, se siente algo parecido a esos mareos de tierra luego de estar demasiado tiempo a bordo de un barco. El centro de su obra, o las instrucciones para leerla correctamente, se encuentran en el relato “La esfera”, donde dice: “Basta mirar con atención un punto cualquiera, para que se vuelva una esfera giratoria luminosa. Si ninguna distracción viene a turbar el proceso, las posibilidades son más bien infinitas”. Exactamente eso es la obra de Wilcock: una lección ejemplar en el arte de mirar un punto (llamémoslo por su nombre, digamos Borges), hasta ver allí las innumerables posibilidades que ofrecía el idioma italiano para realizar aquello que Borges le había impedido hacer en castellano.
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