Jue 04.02.2010

VERANO12  › “EL VESPERTILLO DE LAS PARCAS”, DE ARTURO CARRERA

Divinidades en camisón

› Por Alan Pauls

Un niño vagando entre mujeres, pisadas diminutas en la costa, un padre que aparece y deslumbra como un dios: esta escena es la célula original de El vespertillo de las Parcas, el libro en el que Carrera, por primera vez, sincroniza sus legendarias miniaturas personales con las celebridades de la mitología clásica: “Mi madre como Pandora, yo como Narciso, mis tías y abuelas como Parcas, mi padre, que vivía en el campo, presentándose como Zeus ante Dánae, en medio de una lluviecita de oro”. Pero son fulgores griegos en versión doméstica, divinidades en camisón que el poeta sorprende en una intimidad de siesta, máquinas de coser y manteles bordados. Las Parcas de Carrera no son figuras de muerte: son hacendosas, conversadoras (“No digas disparates, ¿estás chiflada?”, le dice Láquesis a Cloto), grandes narradoras de pequeñeces que “insuflan vida repitiendo historias y señalando cosas”. Son Parcas como de Manuel Puig: orfebres de la oralidad. De ahí viene, tal vez, el extraño aliento narrativo que obliga a leer este libro de poesía pura con la sed con que se bebe una novela.

¿Y si la poesía fuera un álbum de infancia? En El vespertillo de las Parcas se amalgaman voces de tías y abuelas (“Un bloque sonoro de infancia, que insistió en mí hasta que explotó y pude tartamudearlo en mi lengua materna”), el diario íntimo de una abuela peronista que dialoga con Evita y envía telegramas a Perón para sus cumpleaños, las pocas fotografías que Carrera heredó de su madre, muerta cuando tenía apenas 17 meses: “Quedó la foto de su boda, que en el libro es una especie de ready made duchampiano, y otra donde está bañándose con cofia en el mar, aturdida por una ola”. Viaje sentimental, El vespertillo de las Parcas glosa un precioso inventario de ruinas que nunca antes fueron escritas. Carrera escribe lo que le dicta su oído de insomne: tonos femeninos, acentos, balbuceos, todo lo que alguna vez fue dicho para desaparecer, y cuando lo escribe tenemos la impresión de que esas epifanías ortográficas son apenas las puntas de un iceberg arcaico, ese vasto alfabeto sepultado por la lava de la literatura.

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